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  Libros  Amar es un lugar
Libros

Amar es un lugar

junio 25, 2025
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Existen islas, algunas a veces apenas son islotes, otras, más amplias, archipiélagos esparcidos por las ciudades, museos, galerías, playas llenas de arte, donde te bañas en algo más que en el agua diurna, corriente, el salpicón de todos los días. Dejas de ser arrastrado por el flujo y, ahí, en la orilla de un cuadro, de una obra, te pegas un chapuzón de luz, algo fresco que te levanta de cuerpo entero.

Entonces la sal te agarra. Te muerde la piel. Los ojos los tienes baleados de sol. En Lisboa aterrizas en una isla verde que se llama la Fundación Gulbenkian. Una isla maravillosa, de arena fina, de pinares, sentada en un peñón, toda de proa. Y, arriba, la luz del cielo, a rastras, el sol que se atraganta a carcajadas, que gatea por todas partes.

La exposición es de las que muerden. Te arranca lo que puede, a cachos, sin piedad. En ella las obras de dos artistas. Dos mujeres, Paula Rego y Adriana Varejão. Una portuguesa y otra brasileña. Delante se te echan a la cara sus telas, cuerpos abiertos, reventados, azotados. En total 80 obras que no te dejan en remojo. Cuerpos heridos, en carne viva, que te ahorcan la mirada. Te dejan el arpón clavado en los ojos, y luego sales de ahí, algo atontado, arrepentido de ser hombre.

Los cuerpos de Paula Rego son volúmenes, pechos, nalgas, vísceras, rostros reventados, ojos espesos que te miran, que no te ven, que te atraviesan con todo el desgarro de las que saben lo que cuesta parir, lo que es no tener piedad, lo que es sufrir por ser ese hoyo que los hombres no saben cómo habitar sino con violencia, con esa furia despiadada que, a veces, algunos, tienen dentro de ellos y expulsan. Cuerpos golpeados, forzados, con vísceras que son azulejos, o viceversa. Ahí, sobre las telas, desfila toda la gramática del asco, de la náusea, algo salvaje, algo caníbal. Y así pasas de sala en sala, de cubo en cubo, de un oleaje al otro.

Las aulas son explícitas, clínicas. No hay margen para el disfraz. No hay espacio para el mirar hacia otro lado, para no ver, para no saber: “Fui tierra, fui vientre, fui vela rasgada”, así se llaman. A veces el mar se invita sin avisar, salpica, como en esta otra sala inspirada de un poema de Sophia de Mello: “Mar, donde soy a mí misma devuelta en sal, espuma y concha”.

Y todo ello dentro de un edificio luminoso, obra del arquitecto japonés Kengo Kuma, que acaba de abrir en Lisboa. 20.000 metros cuadrados inspirados en el engawa que conecta el exterior y el interior, el museo y el jardín. De pronto, sales, respiras, aire, verde. Te tomas un tiempo para volver. Te repones de los puñetazos en el estómago.

En total, la preparación de la exposición llevó más de tres años. Reúne obras singulares como, por ejemplo, la serie pintada por Paula Rego Sin título, sobre el aborto. Ahí tienes mujeres patiabiertas, junto a cubos de fregar ensangrentados. Rego, una de las grandísimas artistas del siglo, junto a los otros de la escuela inglesa, Freud, Bacon, Hockney.

El resultado es apabullante, más que una exposición: una expiación. Las obras se te quedan atragantadas, entre los dientes: son difíciles de masticar y, más aún, imposibles de olvidar. Y el mar siempre, la resaca del oleaje, el ir y venir del arte que te lleva y devuelve al día, que te traga.

Paula Rego nos ha dejado hace un tiempo atrás, con 87, en 2022. La artista lisboeta falleció en Londres, donde vivió gran parte de su vida. Un año antes fallecía el poeta Joan Margarit. Con ambos, La Cama Sol hizo el libro Una mujer mayor, que se publicó en el año 2019, todavía los dos en vida. Los recuerdos son también islas que nos quedan, playas donde podemos ir y volver, para no olvidar, para no dejar de vivir. Eso hacen también los lugares.

Margarit lo escribió de manera imposible: “Amar es un lugar. Perdura en lo más hondo: es de dónde venimos. Y también el lugar donde queda la vida”. Eso hace el arte: nos llena de sol, de salitre. Nos hace ir de isla en isla, de ciudad en ciudad. Y eso, luego, lo llevamos dentro con nosotros, vayamos donde vayamos, lo llevamos, como el amor.

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 Los cuerpos de Paula Rego son volúmenes, pechos, nalgas, vísceras, rostros reventados, ojos espesos  

Existen islas, algunas a veces apenas son islotes, otras, más amplias, archipiélagos esparcidos por las ciudades, museos, galerías, playas llenas de arte, donde te bañas en algo más que en el agua diurna, corriente, el salpicón de todos los días. Dejas de ser arrastrado por el flujo y, ahí, en la orilla de un cuadro, de una obra, te pegas un chapuzón de luz, algo fresco que te levanta de cuerpo entero.

Entonces la sal te agarra. Te muerde la piel. Los ojos los tienes baleados de sol. En Lisboa aterrizas en una isla verde que se llama la Fundación Gulbenkian. Una isla maravillosa, de arena fina, de pinares, sentada en un peñón, toda de proa. Y, arriba, la luz del cielo, a rastras, el sol que se atraganta a carcajadas, que gatea por todas partes.

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Paula Rego sigue siendo joven

La exposición es de las que muerden. Te arranca lo que puede, a cachos, sin piedad. En ella las obras de dos artistas. Dos mujeres, Paula Rego y Adriana Varejão. Una portuguesa y otra brasileña. Delante se te echan a la cara sus telas, cuerpos abiertos, reventados, azotados. En total 80 obras que no te dejan en remojo. Cuerpos heridos, en carne viva, que te ahorcan la mirada. Te dejan el arpón clavado en los ojos, y luego sales de ahí, algo atontado, arrepentido de ser hombre.

Los cuerpos de Paula Rego son volúmenes, pechos, nalgas, vísceras, rostros reventados, ojos espesos que te miran, que no te ven, que te atraviesan con todo el desgarro de las que saben lo que cuesta parir, lo que es no tener piedad, lo que es sufrir por ser ese hoyo que los hombres no saben cómo habitar sino con violencia, con esa furia despiadada que, a veces, algunos, tienen dentro de ellos y expulsan. Cuerpos golpeados, forzados, con vísceras que son azulejos, o viceversa. Ahí, sobre las telas, desfila toda la gramática del asco, de la náusea, algo salvaje, algo caníbal. Y así pasas de sala en sala, de cubo en cubo, de un oleaje al otro.

Las aulas son explícitas, clínicas. No hay margen para el disfraz. No hay espacio para el mirar hacia otro lado, para no ver, para no saber: “Fui tierra, fui vientre, fui vela rasgada”, así se llaman. A veces el mar se invita sin avisar, salpica, como en esta otra sala inspirada de un poema de Sophia de Mello: “Mar, donde soy a mí misma devuelta en sal, espuma y concha”.

Y todo ello dentro de un edificio luminoso, obra del arquitecto japonés Kengo Kuma, que acaba de abrir en Lisboa. 20.000 metros cuadrados inspirados en el engawa que conecta el exterior y el interior, el museo y el jardín. De pronto, sales, respiras, aire, verde. Te tomas un tiempo para volver. Te repones de los puñetazos en el estómago.

En total, la preparación de la exposición llevó más de tres años. Reúne obras singulares como, por ejemplo, la serie pintada por Paula Rego Sin título, sobre el aborto. Ahí tienes mujeres patiabiertas, junto a cubos de fregar ensangrentados. Rego, una de las grandísimas artistas del siglo, junto a los otros de la escuela inglesa, Freud, Bacon, Hockney.

El resultado es apabullante, más que una exposición: una expiación. Las obras se te quedan atragantadas, entre los dientes: son difíciles de masticar y, más aún, imposibles de olvidar. Y el mar siempre, la resaca del oleaje, el ir y venir del arte que te lleva y devuelve al día, que te traga.

Paula Rego nos ha dejado hace un tiempo atrás, con 87, en 2022. La artista lisboeta falleció en Londres, donde vivió gran parte de su vida. Un año antes fallecía el poeta Joan Margarit. Con ambos, La Cama Sol hizo el libro Una mujer mayor, que se publicó en el año 2019, todavía los dos en vida. Los recuerdos son también islas que nos quedan, playas donde podemos ir y volver, para no olvidar, para no dejar de vivir. Eso hacen también los lugares.

Margarit lo escribió de manera imposible: “Amar es un lugar. Perdura en lo más hondo: es de dónde venimos. Y también el lugar donde queda la vida”. Eso hace el arte: nos llena de sol, de salitre. Nos hace ir de isla en isla, de ciudad en ciudad. Y eso, luego, lo llevamos dentro con nosotros, vayamos donde vayamos, lo llevamos, como el amor.

Javier Santiso es escritor y editor. Su última novela es ‘Mortalmente vivo’, sobre los últimos diez días de Francis Bacon en Madrid (La Huerta Grande, 2024). También acaba de publicar, con Lita Cabellut, ‘Los disparates’ (La Cama Sol, 2024). Es consejero de Prisa, editora de EL PAÍS.

 EL PAÍS

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