<p>Fue Karl Rosenkranz, hegeliano de pro, el que, molesto por la tendencia cada vez más acusada en su época a retratar la naturalidad (le indignaba el daguerrotipo), se atrevió a pergeñar algo así como una estética de la fealdad. En realidad, su propósito era denunciar ese empeño del arte de su tiempo de dejarse llevar por lo casual, por lo frívolo, por lo particular. Lo relevante, diría el buen hombre, es, obviamente, lo bueno, lo verdadero, lo universal. El problema es que cada vez que cada vez que alguien se empeña en imponer un criterio tan maximalista, como mínimo, muere un gatito. <strong>Los nazis, por ejemplo, decidieron que lo bello es lo proporcionado, lo bonito, lo que tranquiliza. Y, en consecuencia, tacharon de «degenerado» (fuera de género) lo que consideraban no-bello.</strong> Les molestaba (qué ironía) la visión de lo horrible por profunda. Parménides, en cambio, un griego con recursos, desconfiaba de la pureza. «¿Existe idea de cosas como el pelo o la suciedad?», le preguntó a Sócrates. Y el más fino de los discutidores dudó. La pregunta, sólo aparentemente paradójica, era sencilla: ¿Existe idea de la fealdad? Y un paso más allá: ¿No es acaso lo feo la forma más cruda de enseñar lo otro, lo bello? Hemos llegado.</p>
Aaron Schimberg confecciona un divertido e inquietante artefacto para desmontar prejuicios, dinamitar lugares comunes y, ya que estamos, imaginar la posibilidad de un mundo un poco más decente
<p>Fue Karl Rosenkranz, hegeliano de pro, el que, molesto por la tendencia cada vez más acusada en su época a retratar la naturalidad (le indignaba el daguerrotipo), se atrevió a pergeñar algo así como una estética de la fealdad. En realidad, su propósito era denunciar ese empeño del arte de su tiempo de dejarse llevar por lo casual, por lo frívolo, por lo particular. Lo relevante, diría el buen hombre, es, obviamente, lo bueno, lo verdadero, lo universal. El problema es que cada vez que cada vez que alguien se empeña en imponer un criterio tan maximalista, como mínimo, muere un gatito. <strong>Los nazis, por ejemplo, decidieron que lo bello es lo proporcionado, lo bonito, lo que tranquiliza. Y, en consecuencia, tacharon de «degenerado» (fuera de género) lo que consideraban no-bello.</strong> Les molestaba (qué ironía) la visión de lo horrible por profunda. Parménides, en cambio, un griego con recursos, desconfiaba de la pureza. «¿Existe idea de cosas como el pelo o la suciedad?», le preguntó a Sócrates. Y el más fino de los discutidores dudó. La pregunta, sólo aparentemente paradójica, era sencilla: ¿Existe idea de la fealdad? Y un paso más allá: ¿No es acaso lo feo la forma más cruda de enseñar lo otro, lo bello? Hemos llegado.</p>
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