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  Libros  Adiós a Frederick Forsyth, el rey del ‘thriller’ que cambió las reglas del relato de suspense con ‘Chacal’ y ‘Odessa’
Libros

Adiós a Frederick Forsyth, el rey del ‘thriller’ que cambió las reglas del relato de suspense con ‘Chacal’ y ‘Odessa’

junio 9, 2025
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La primera reacción a la noticia de la muerte de Frederick Forsyth (Ashford, Reino Unido, 1938), en Londres a los 86 años, es no fiarse: quizá sea otra trama suya. Hay que ver que escribió buenas novelas, de esas que no podías dejar de leer, con argumentos ágiles y muy documentados que mezclaban magistralmente ficción y realidad —se involucraba en la investigación de los temas hasta niveles realmente peligrosos para su integridad física— y que te arrastraban página a página. Muchas de sus historias (publicó más de 25 libros y vendió más de 75 millones de ejemplares en todo el mundo) han tenido versiones cinematográficas muy populares. Forsyth nos deja, además de sus novelas y relatos, una afirmación que marca nuestro presente y nuestro futuro: “Este es un mundo muy peligroso. Nadie está a salvo”.

El rey del thriller moderno, excorresponsal de guerra (conservaba la bala que le habían disparado en Biafra) y exinformante del MI6, es el autor de escenas que han marcado nuestra imaginación de lectores y no nos abandonarán nunca.

Ahí está el final de Chacal, la novela de 1971 que le lanzó al estrellato (incluso se anunciaba por televisión al publicarse en España, algo insólito entonces, en 1973, con ¡Oh Jerusalén!, el libro crónica de Dominique Lapierre y Larry Collins), con el asesino profesional al servicio de la OAS del que solo conocemos su significativo apodo (luego tomado por otros) acodado en la ventana apuntando su artesanal rifle de francotirador a la cabeza de De Gaulle mientras el policía que lo persigue irrumpe en el piso franco pistola en mano. El Chacal ha conseguido hacer un primer disparo y ha fallado por la extravagante (para él) costumbre francesa de dar dos besos (al receptor de una medalla), lo que ha sacado la testa del general de la línea de tiro; está a punto de efectuar el segundo disparo, pero lo hace, girándose, al abrirse la puerta a sus espaldas, sobre el agente que acompaña al policía, que acaba abatiéndolo a su vez. Ese pasaje, que leíamos sin respirar (muchos en la vieja edición de la colección Reno de Plaza & Janés), marcó toda una forma de concebir la literatura policial o de espías, y la novela de suspense y de aventuras en general.

Frederick Forsyth hacia 1970.

Toda la novela, proclamada una de las cien mejores de misterio de todos los tiempos y basada en su propia cobertura del atentado de Petit Clamart contra el presidente francés perpetrado por la Organisation de l’Armée Secrète (OAS), era sensacional (y mira que era difícil crear suspense sobre si al final moriría De Gaulle): el fichaje del misterioso Chacal, su peripecia para introducirse en Francia, para conseguir el rifle (fabricado a medida, con sus balas dum-dum), probarlo (sobre una sandía y sobre el propio artesano que se lo construye), para llegar al punto de encuentro definitivo en París, en el cenit del thriller. Nos marcaron incluso pasajes eróticos de la novela (Forsyth era muy bueno en ellos), como la relación del Chacal con la aristócrata que le brinda cobijo (entre sus sábanas, “viens, mon primitive!”) y a la que luego él mata con una frialdad terrible, partiéndole el cuello, tras hacer el amor tórridamente, un acto digno del primer 007.

Siguió Odessa, con un joven infiltrándose en la organización secreta (a la que puso nombre en el mapa Forsyth: un claro ejemplo de la vida imitando al arte que imita a la vida) para capturar al carnicero de Riga. Ahí la escena del protagonista memorizando su falsa identidad de SS para meterse en la ruta de escape nazi era la que nos atrapaba como moscas en aquellos letales aparatos trampa destellantes. También la tan impresionante del comandante nazi —al que había que pillar tras la guerra—, matando de un tiro al oficial de la Wehrmacht que luego descubríamos que era el padre del joven perseguidor del criminal (y perdón por tanto espóiler de novelas de hace medio siglo). Odessa desconcertó por su verosimilitud hasta a Otto Skorzeny.

Forsyth en su casa de Irlanda.

Tras Chacal y Odessa, que tuvieron versiones cinematográficas de éxito, la original de la primera (Fred Zinneman, 1973) con un muy buen Edward Fox, muy superior, y con mucha más clase, por supuesto, al Bruce Willis del remake (1997), perseguido por Richard Gere y tratando de matar no a De Gaulle sino a la primera dama de EE UU, vinieron otras novelas igualmente electrizantes: Los perros de la guerra (1974), un título deudor de Shakespeare, con aquel grupo de mercenarios dando un golpe de Estado en un país africano en una trama de traiciones múltiples (durante la fase de documentación se hizo pasar por un traficante de armas y fue descubierto); El cuarto protocolo (1984), sobre una conjura para explosionar una bomba nuclear en Londres; El puño de Dios (1994), acerca de un arma secreta iraquí; El manifiesto negro (1996), sobre la amenaza de un peligroso dictador en la Rusia de 1999; El afgano (2006), centrada en un infiltrado en Al Qaeda, o De Cobra (2010), con un agente de EE UU que lucha contra el tráfico de drogas.

Otras historias de Forsyth que permanecen en la cabeza son aquella del aviador de un reactor Vampire (un aparato que había pilotado él mismo durante su servicio en la RAF en 1957) en apuros que acaba siendo guiado por un espectral cazabombardero Mosquito de la Segunda Guerra Mundial (El pastor) y que está considerada una de las mejores narraciones de aviación, o, también con componente fantástico, la de un superviviente del Séptimo de Caballería tras la batalla de Little Bighorn (el relato El viento silbante, en la colección El veterano). En sus memorias, The Outsider: My Life in Intrigue (El intruso: mi vida en la intriga), trazó su perfil personal. “Soy ligero, pero popular”, aseguraba el autor, mordaz, ante las críticas sesudas a sus best sellers. Y subrayaba: “Mis libros se venden”.

Divorciado de Carole Cunningham en 1988, se casó con Sandy Molloy en 1994. Perdió una fortuna en una estafa de inversiones y tuvo que escribir más novelas para mantenerse. Tuvo dos hijos, Stuart y Shane, con su primera esposa.

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DVD 483 (16-02-11 ) El escritor británico, Frederick Forsyth., en el hotel Villa Real. © Álvaro García

Quien firma estas líneas tuvo la suerte de conocer a Forsyth en una entrevista en Barcelona en 2003 con motivo de la publicación de su novela Vengador, en la que un agente, exmiembro de los servicios especiales estadounidenses, cazador de hombres profesional, persigue a un terrorista. El escritor era como te lo imaginabas: elegante pero discreto, serio, muy conservador (defendía la invasión de Irak y valoraba mucho a los miembros de las fuerzas especiales como el SAS) y con una conversación apasionante. Entonces pronosticó que acabarían cazando a Bin Laden de un modo muy similar a como lo hicieron en 2011. “Tarde o temprano cometerá un error”. Vaticinó también que a partir del 11-S, tan inimaginable, sería imposible sorprender al lector. En eso seguramente se equivocaba.

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 El autor de otras electrizantes novelas como ‘Los perros de la guerra’ y ‘El puño de Dios’ y profusamente adaptado al cine ha fallecido a los 86 años  

La primera reacción a la noticia de la muerte de Frederick Forsyth (Ashford, Reino Unido, 1938), en Londres a los 86 años, es no fiarse: quizá sea otra trama suya. Hay que ver que escribió buenas novelas, de esas que no podías dejar de leer, con argumentos ágiles y muy documentados que mezclaban magistralmente ficción y realidad —se involucraba en la investigación de los temas hasta niveles realmente peligrosos para su integridad física— y que te arrastraban página a página. Muchas de sus historias (publicó más de 25 libros y vendió más de 75 millones de ejemplares en todo el mundo) han tenido versiones cinematográficas muy populares. Forsyth nos deja, además de sus novelas y relatos, una afirmación que marca nuestro presente y nuestro futuro: “Este es un mundo muy peligroso. Nadie está a salvo”.

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El rey del thriller moderno, excorresponsal de guerra (conservaba la bala que le habían disparado en Biafra) y exinformante del MI6, es el autor de escenas que han marcado nuestra imaginación de lectores y no nos abandonarán nunca.

Ahí está el final de Chacal, la novela de 1971 que le lanzó al estrellato (incluso se anunciaba por televisión al publicarse en España, algo insólito entonces, en 1973, con ¡Oh Jerusalén!, el libro crónica de Dominique Lapierre y Larry Collins), con el asesino profesional al servicio de la OAS del que solo conocemos su significativo apodo (luego tomado por otros) acodado en la ventana apuntando su artesanal rifle de francotirador a la cabeza de De Gaulle mientras el policía que lo persigue irrumpe en el piso franco pistola en mano. El Chacal ha conseguido hacer un primer disparo y ha fallado por la extravagante (para él) costumbre francesa de dar dos besos (al receptor de una medalla), lo que ha sacado la testa del general de la línea de tiro; está a punto de efectuar el segundo disparo, pero lo hace, girándose, al abrirse la puerta a sus espaldas, sobre el agente que acompaña al policía, que acaba abatiéndolo a su vez. Ese pasaje, que leíamos sin respirar (muchos en la vieja edición de la colección Reno de Plaza & Janés), marcó toda una forma de concebir la literatura policial o de espías, y la novela de suspense y de aventuras en general.

Frederick Forsyth hacia 1970.
Frederick Forsyth hacia 1970. Hulton Archive (Getty Images)

Toda la novela, proclamada una de las cien mejores de misterio de todos los tiempos y basada en su propia cobertura del atentado de Petit Clamart contra el presidente francés perpetrado por la Organisation de l’Armée Secrète (OAS), era sensacional (y mira que era difícil crear suspense sobre si al final moriría De Gaulle): el fichaje del misterioso Chacal, su peripecia para introducirse en Francia, para conseguir el rifle (fabricado a medida, con sus balas dum-dum), probarlo (sobre una sandía y sobre el propio artesano que se lo construye), para llegar al punto de encuentro definitivo en París, en el cenit del thriller. Nos marcaron incluso pasajes eróticos de la novela (Forsyth era muy bueno en ellos), como la relación del Chacal con la aristócrata que le brinda cobijo (entre sus sábanas, “viens, mon primitive!”) y a la que luego él mata con una frialdad terrible, partiéndole el cuello, tras hacer el amor tórridamente, un acto digno del primer 007.

Siguió Odessa, con un joven infiltrándose en la organización secreta (a la que puso nombre en el mapa Forsyth: un claro ejemplo de la vida imitando al arte que imita a la vida) para capturar al carnicero de Riga. Ahí la escena del protagonista memorizando su falsa identidad de SS para meterse en la ruta de escape nazi era la que nos atrapaba como moscas en aquellos letales aparatos trampa destellantes. También la tan impresionante del comandante nazi —al que había que pillar tras la guerra—, matando de un tiro al oficial de la Wehrmacht que luego descubríamos que era el padre del joven perseguidor del criminal (y perdón por tanto espóiler de novelas de hace medio siglo). Odessa desconcertó por su verosimilitud hasta a Otto Skorzeny.

Forsyth en su casa de Irlanda.
Forsyth en su casa de Irlanda. Evening Standard (Getty Images)

Tras Chacal y Odessa, que tuvieron versiones cinematográficas de éxito, la original de la primera (Fred Zinneman, 1973) con un muy buen Edward Fox, muy superior, y con mucha más clase, por supuesto, al Bruce Willis del remake (1997), perseguido por Richard Gere y tratando de matar no a De Gaulle sino a la primera dama de EE UU, vinieron otras novelas igualmente electrizantes: Los perros de la guerra (1974), un título deudor de Shakespeare, con aquel grupo de mercenarios dando un golpe de Estado en un país africano en una trama de traiciones múltiples (durante la fase de documentación se hizo pasar por un traficante de armas y fue descubierto); El cuarto protocolo (1984), sobre una conjura para explosionar una bomba nuclear en Londres; El puño de Dios (1994), acerca de un arma secreta iraquí; El manifiesto negro (1996), sobre la amenaza de un peligroso dictador en la Rusia de 1999; El afgano (2006), centrada en un infiltrado en Al Qaeda, o De Cobra (2010), con un agente de EE UU que lucha contra el tráfico de drogas.

Otras historias de Forsyth que permanecen en la cabeza son aquella del aviador de un reactor Vampire (un aparato que había pilotado él mismo durante su servicio en la RAF en 1957) en apuros que acaba siendo guiado por un espectral cazabombardero Mosquito de la Segunda Guerra Mundial (El pastor) y que está considerada una de las mejores narraciones de aviación, o, también con componente fantástico, la de un superviviente del Séptimo de Caballería tras la batalla de Little Bighorn (el relato El viento silbante, en la colección El veterano). En sus memorias, The Outsider: My Life in Intrigue (El intruso: mi vida en la intriga), trazó su perfil personal. “Soy ligero, pero popular”, aseguraba el autor, mordaz, ante las críticas sesudas a sus best sellers. Y subrayaba: “Mis libros se venden”.

Divorciado de Carole Cunningham en 1988, se casó con Sandy Molloy en 1994. Perdió una fortuna en una estafa de inversiones y tuvo que escribir más novelas para mantenerse. Tuvo dos hijos, Stuart y Shane, con su primera esposa.

DVD 483 (16-02-11 ) El escritor británico, Frederick Forsyth., en el hotel Villa Real. © Álvaro García
DVD 483 (16-02-11 ) El escritor británico, Frederick Forsyth., en el hotel Villa Real. © Álvaro GarcíaAlvaro Garcia

Quien firma estas líneas tuvo la suerte de conocer a Forsyth en una entrevista en Barcelona en 2003 con motivo de la publicación de su novela Vengador, en la que un agente, exmiembro de los servicios especiales estadounidenses, cazador de hombres profesional, persigue a un terrorista. El escritor era como te lo imaginabas: elegante pero discreto, serio, muy conservador (defendía la invasión de Irak y valoraba mucho a los miembros de las fuerzas especiales como el SAS) y con una conversación apasionante. Entonces pronosticó que acabarían cazando a Bin Laden de un modo muy similar a como lo hicieron en 2011. “Tarde o temprano cometerá un error”. Vaticinó también que a partir del 11-S, tan inimaginable, sería imposible sorprender al lector. En eso seguramente se equivocaba.

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