Existe un espacio en el que el fetiche de un pañuelo rojo que aparece en Vampiros Lesbos, película de 1971 del outsider español Jesús Franco, envuelve el cuello del arquetipo de mujer rebelde e insolente que creó a finales de los años treinta Howard Hawks en la cumbre del Hollywood clásico. A sus 53 años, en otro siglo y en este mundo, el estadounidense Sean Baker es capaz de conquistar ese espacio evocando géneros y tradiciones en apariencia inconexas.
Anora, la tragicomedia que logró merecidamente la última Palma de Oro del festival de Cannes, confirma el talento de un cineasta independiente cuya sensibilidad e instinto le han permitido construir una valiosa obra sobre la vida en los márgenes del sueño americano. La historia de una trabajadora sexual de un club neoyorquino que acaba envuelta en un loco enredo cuando un niñato (hijo de un oligarca ruso) se encapricha con ella, le sirve al cineasta para reivindicar el poder del cine como un arte popular donde los grandes personajes femeninos pueden brillar lejos del falso glamour de lo que queda de Hollywood.
Desde 2012, con Scarlet, este director, guionista y montador ha convertido el difícil mundo del sexo por dinero en un fértil territorio que, con amor y humor, le permite ahondar en los misterios de la cultura trash estadounidense. Lejos de cualquier tentación moralista, pero siempre profundamente ético y humano, Baker nunca se pone por encima de lo que narra; más bien al revés, su cine pone en el centro, como antihéroes contemporáneos, a personajes socialmente marginados que él rescata del vertedero con su mirada.
Desde su estreno en Cannes, se habla de Anora como la película que nunca fue Pretty Woman, quizá la comedia romántica más famosa del final del siglo XX. La película de Baker circula durante sus primeros 45 minutos por el cuento de hadas, con su millonario príncipe azul, para transformarse a partir de su ecuador —y después de romperlo todo en una de sus mejores y más divertidas secuencias—, en una road movie nocturna, cómica y desolada, también inesperadamente romántica.
Anora transita por la arteria rusa de Coney Island, con su centenario parque de atracciones como símbolo del estado mental de un lumpen melancólico, a través de una textura de película de 35 milímetros que llena de belleza y esplendor la pantalla. En ese viaje, envuelto en esa bruma setentera que tan bien evoca el director de fotografía, Drew Daniels, emerge la verdadera historia y el fondo de sus personajes. Ani, diminutivo de Anora, es el centro de todo, pero su séquito de matones, dos histéricos hermanos armenios y un silencioso ruso, son el coro perfecto.
El embrión del filme siempre estuvo ahí, en una vieja conversación del cineasta con uno de sus actores fetiche, Karren Karagulian, sobre la inmigración de la Pequeña Odessa de Brighton Beach. El descubrimiento de la fabulosa actriz Mikey Madison (la hija mayor de la maravillosa serie Better Things, conocida por un papel secundario en Érase una vez en… Hollywood y que fascinó a Baker en la nueva versión de Scream) pone el resto. Director y actriz han construido un personaje inolvidable al que el cineasta engrandece a través de la mirada del que acaba siendo un elemento clave, ese callado testigo que interpreta el ruso Yuriy Borisov, formidable actor que ya bordó su papel en la preciosa película finlandesa Compartimento nº 6 (2021).
Baker no elude la crudeza del mundo que observa, pero, como Willem Dafoe vigilando a la pequeña y pícara Moonee en The Florida Project, el cineasta siempre encuentra la manera de dignificar a sus personajes pese a la sordidez que les rodea. Al igual que la niña de aquella dura película, Anora también sueña con ser una princesa Disney. Pero lo que esta mujer de armas tomar acaba aprendiendo bajo las atracciones para pobres de Coney Island es algo mucho más trascendental que el deseo de fuegos artificiales en un castillo de naipes.
La nueva joya de Sean Baker, Palma de Oro en Cannes, mezcla géneros y tradiciones para darle la vuelta desde el cine ‘indie’ al mito hollywoodense de ‘Pretty Woman’
Existe un espacio en el que el fetiche de un pañuelo rojo que aparece en Vampiros Lesbos, película de 1971 del outsider español Jesús Franco, envuelve el cuello del arquetipo de mujer rebelde e insolente que creó a finales de los años treinta Howard Hawks en la cumbre del Hollywood clásico. A sus 53 años, en otro siglo y en este mundo, el estadounidense Sean Baker es capaz de conquistar ese espacio evocando géneros y tradiciones en apariencia inconexas.
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Desde 2012, con Scarlet, este director, guionista y montador ha convertido el difícil mundo del sexo por dinero en un fértil territorio que, con amor y humor, le permite ahondar en los misterios de la cultura trash estadounidense. Lejos de cualquier tentación moralista, pero siempre profundamente ético y humano, Baker nunca se pone por encima de lo que narra; más bien al revés, su cine pone en el centro, como antihéroes contemporáneos, a personajes socialmente marginados que él rescata del vertedero con su mirada.
Desde su estreno en Cannes, se habla de Anora como la película que nunca fue Pretty Woman, quizá la comedia romántica más famosa del final del siglo XX. La película de Baker circula durante sus primeros 45 minutos por el cuento de hadas, con su millonario príncipe azul, para transformarse a partir de su ecuador —y después de romperlo todo en una de sus mejores y más divertidas secuencias—, en una road movie nocturna, cómica y desolada, también inesperadamente romántica.
Mikey Madison, en ‘Anora’.
Anora transita por la arteria rusa de Coney Island, con su centenario parque de atracciones como símbolo del estado mental de un lumpen melancólico, a través de una textura de película de 35 milímetros que llena de belleza y esplendor la pantalla. En ese viaje, envuelto en esa bruma setentera que tan bien evoca el director de fotografía, Drew Daniels, emerge la verdadera historia y el fondo de sus personajes. Ani, diminutivo de Anora, es el centro de todo, pero su séquito de matones, dos histéricos hermanos armenios y un silencioso ruso, son el coro perfecto.
El embrión del filme siempre estuvo ahí, en una vieja conversación del cineasta con uno de sus actores fetiche, Karren Karagulian, sobre la inmigración de la Pequeña Odessa de Brighton Beach. El descubrimiento de la fabulosa actriz Mikey Madison (la hija mayor de la maravillosa serie Better Things, conocida por un papel secundario en Érase una vez en… Hollywood y que fascinó a Baker en la nueva versión de Scream) pone el resto. Director y actriz han construido un personaje inolvidable al que el cineasta engrandece a través de la mirada del que acaba siendo un elemento clave, ese callado testigo que interpreta el ruso Yuriy Borisov, formidable actor que ya bordó su papel en la preciosa película finlandesa Compartimento nº 6 (2021).
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Baker no elude la crudeza del mundo que observa, pero, como Willem Dafoe vigilando a la pequeña y pícara Moonee en The Florida Project, el cineasta siempre encuentra la manera de dignificar a sus personajes pese a la sordidez que les rodea. Al igual que la niña de aquella dura película, Anora también sueña con ser una princesa Disney. Pero lo que esta mujer de armas tomar acaba aprendiendo bajo las atracciones para pobres de Coney Island es algo mucho más trascendental que el deseo de fuegos artificiales en un castillo de naipes.
Anora
Dirección: Sean Baker.
Intérpretes: Mikey Madison, Mark Eydelshteyn, Yuriy Borisov, Karren Karagulian, Vache Tovmasyan.
Género: tragicomedia. Estados Unidos, 2024.
Duración: 138 minutos.
Estreno: 31 de octubre.
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