<p>En el verano de 1937 dos exposiciones de arte se inauguraron en Múnich con un día de diferencia, como si fueran el anverso y el reverso de una terrible moneda acuñada por la historia. En la recién construida Haus der Kunst, de estilo neoclásico y que abrió sus puertas con un discurso del propio Hitler, el régimen nazi exhibía con pompa su visión del arte ario y de raíz clásica. Al otro lado de la ciudad, en una serie de salas oscuras y sobrecargadas de obras abstractas y expresionistas, se inauguraba el 19 de julio la infame <i>Entartete Kunst </i>-Arte Degenerado-<strong>, una exposición concebida como escarnio de la modernidad.</strong></p>
El Museo Picasso de París recuerda la infame exposición ‘Arte Degenerado’ en la que el III Reich mostró obras de Kandinsky, Georg Grosz o Marc Chagall para desacreditarlas
En el verano de 1937 dos exposiciones de arte se inauguraron en Múnich con un día de diferencia, como si fueran el anverso y el reverso de una terrible moneda acuñada por la historia. En la recién construida Haus der Kunst, de estilo neoclásico y que abrió sus puertas con un discurso del propio Hitler, el régimen nazi exhibía con pompa su visión del arte ario y de raíz clásica. Al otro lado de la ciudad, en una serie de salas oscuras y sobrecargadas de obras abstractas y expresionistas, se inauguraba el 19 de julio la infame Entartete Kunst -Arte Degenerado-, una exposición concebida como escarnio de la modernidad.
Los cuadros de Georg Grosz, Paul Klee, Vassily Kandinsky, Piet Mondrian, Otto Dix o Marc Chagall se acumulaban en las paredes sobre textos que las ridiculizaban para mostrar la supuesta corrupción cultural que Alemania había alcanzado bajo el gobierno de Weimar, que acabó cuando los nazis accedieron al poder en 1933.
La decadencia artística a la que habría llegado aquel país tenía nombres y apellidos. La mayoría de origen judío, pero no sólo. Para el Tercer Reich el bolchevismo cultural se extendía entre los arquitectos, pintores, escultores o profesores universitarios intoxicando a la nación y había que aniquilarlo. Ellos eran el verdadero enemigo del pueblo. Desde 1933, el régimen expulsó de sus puestos de trabajo a aquellos profesionales sospechosos de subversión cultural. En 1937, purgaron los museos y colecciones nacionales de 20.000 obras de arte que contendrían el virus moderno. De aquellas pinturas y esculturas expresionistas, cubistas, abstractas o dadá, más de 700 viajaron a Múnich para la exposición Entartete Kunst, que pudo ser visitada por dos millones de personas, para la que incluso se imprimió un catálogo -que abre la exposición de París-, y que después viajaría por varias ciudades del país.
«Se trataba de una concentración extraordinaria de la efervescencia, vivacidad y calidad del arte alemán que se desarrolló entre 1900 y 1933», asegura Johan Popelard, conservador de exposiciones del Museo Picasso de París que el pasado 18 de febrero inauguró Arte Degenerado. El proceso al arte moderno bajo el nazismo. Sin quererlo, Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler que supervisó toda la campaña, puso en pie una exposición sublime en 1937. Quizás la más importante de cuantas se hayan organizado en la historia del arte moderno, aunque su pretensión fuera ridiculizarlo en un linchamiento público. «El arte y la cultura no eran una cuestión periférica para los nazis, sino centrales en su proyecto de regeneración racial y social», afirma el también comisario de la exposición. «La creación moderna se convirtió en el enemigo porque desafiaba la visión totalitaria de un pueblo uniforme y obediente».
Sin ser una exposición exhaustiva, la muestra de París contiene una cincuentena de obras excepcionales que se extienden en seis salas, ilustrando aspectos fundamentales de lo que sucedió en aquel verano de 1937. El desarrollo del término degeneración, por ejemplo, que se popularizó en el siglo XVIII en disciplinas como la historia natural, la medicina y la antropología. El ensayo Degeneración, publicado en 1892 por Max Nordau, da alas a todas estas teorías que fueron adaptadas por el nacionalsocialismo para justificar sus políticas contra la cultura moderna.
En la sala dedicada a cómo los artistas judíos fueron los más afectados por la campaña de raza, pureza y anulación social, se muestran varios cuadros de Marc Chagall. Uno de ellos, La prise (1923-26), un imponente retrato de un rabino en tonos amarillos y verdes, fue paseado por las calles de Manheim acompañado del siguiente mensaje: «Usted paga impuestos y debe saber en qué gasta el Estado su dinero».
En otro muro de la misma sala vemos, Homenaje a los pueblos de color (1935), una alegoría universalista de estilo abstracto pintada por Otto Freundlich, artista alemán que llegó a Paris en 1908 y allí trabó amistad con Pablo Picasso. La correspondencia con el español revela su exilio, deportación y asesinato en 1943. Considerado enemigo del pueblo por su estilo abstracto, pero sobre todo por ser judío, Freundlich tuvo que huir a Francia debido a la persecución y los pogromos antisemitas, donde sobrevivió en la clandestinidad hasta que fue delatado. Murió en el campo de exterminio de Sobibor en 1943, mientras que su obra fue borrada de la narrativa cultural alemana durante décadas.
También pueden verse en la exposición obras de El Lisitski, Van Gogh, Oskar Kokoschka, Emil Nolde o Paul Klee, que debido a su voluntad de reducir el arte a su mínima expresión mediante un lenguaje vivaz y abstracto, fue ridiculizado por infantil. O el magnífico cuadro Metrópolis (1916-17) de George Grosz, que el Museo Thyssen de Madrid ha prestado para la ocasión y muestra un fragmento de vida urbana diversa, caótica y prometedora. Un paisaje social y mental que los nazis no soportaban.
Mientras Hitler buscaba una Alemania estética y racialmente uniforme, en 1937 se produce otro evento cultural mayúsculo en París: la Exposición Universal en la que Pablo Picasso mostró el Guernica (1937), un grito cubista contra la violencia que contrastaba brutalmente con la estética pulcra del pabellón nazi, erigido por Albert Speer. Situado a sólo unos metros del pabellón español de Josep Lluis Sert y dramáticamente enfrentado al de la URSS comunista, igual de monumental y sombrío que el nazi, la metáfora de oposición totalitaria se hacía visible sólo dos años antes de la Segunda Guerra Mundial, mientras España ya era pasto de la violencia sin control.
Desde que subiera al poder en 1933, Hitler fue capaz de engañar a buena parte de Europa sobre sus planes expansionistas. El doble juego de su política cultural fue haciéndose cada vez más radical en sus acciones domésticas, pero usó la diplomacia exterior para mostrar un lado amigable. Activó medios modernos como el cine para su propaganda, tanto de ficción como documental. Y en el ámbito artístico, la belleza clásica que promovía apelaba al buen gusto y la sensatez, que fueron muy bien recibidos por el público francés en la Exposición Universal del 37. A lo largo del pabellón alemán, así como en la Casa del Arte de Múnich, la evocación a la cultura clásica era constante.
«El hecho de que les interesara el canon estético griego no es simplemente un regreso a la tradición cultural. Se inscribe en una lógica racialista y racista. Los arios descenderían de los griegos, en la visión nazi, y este retorno es primordial para Hitler porque todo su dispositivo político, social y cultural esta orientado hacia esta purificación y mejora del pueblo, de la raza alemana», asegura Popelard, quien niega que la obsesión del Fuhrer por acabar con el arte moderno fuera un resentimiento personal del mediocre pintor que fue.
El último capítulo de Entarte Kunst, como recuerda la exposición del Museo Picasso, se desarrolla en una sala de subastas. En 1939 se organizó una venta internacional en Lucerna, Suiza, donde 125 obras confiscadas -muchas otras fueron destruidas- se vendieron para financiar al régimen. En total, más de 700 piezas pudieron ser comerciadas, despertando un grave dilema ético. Críticos de arte exiliados como Paul Westheim instaron a boicotear la subasta de Lucerna, argumentando que financiaría la maquinaria nazi. Sin embargo, coleccionistas y museos progresistas defendieron la compra como un acto de resistencia cultural. Para Johan Popelard, la adquisición de esas obras «fue un acto de salvación, puesto que se protegía su significado cultural y se desafiaba la narrativa de exterminio nazi. Era una manera de defender el honor y la importancia de las obras y a sus creadores, como forma de rechazar el camino indicado por los nazis».
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