<p>»Todo comienza con una bolita, un garbanzo, un guisante. Las metáforas del tamaño de las cosas son siempre perversas, porque después las acabas descubriendo sin querer, cuando has conseguido no pensar en nada, y estás comiendo, cenando o comprando comida». El quiste de Àlex era justamente eso. Algo así como una bolita, un garbanzo o un guisante en el riñón, en palabras de su urólogo. Así que cuando Àlex murió tras cumplir 19 años, el <strong>sarcoma de Ewing</strong> que era aquel quiste llevaba dos años omnipresente en el día a día de su familia. El cáncer asomaba en el fondo de cualquier plato.</p>
El escritor valenciano se enfrenta al duelo por la muerte de su hijo con la novela ganadora del Roc Boronat: «La esperanza está sobrevalorada»
«Todo comienza con una bolita, un garbanzo, un guisante. Las metáforas del tamaño de las cosas son siempre perversas, porque después las acabas descubriendo sin querer, cuando has conseguido no pensar en nada, y estás comiendo, cenando o comprando comida». El quiste de Àlex era justamente eso. Algo así como una bolita, un garbanzo o un guisante en el riñón, en palabras de su urólogo. Así que cuando Àlex murió tras cumplir 19 años, el sarcoma de Ewing que era aquel quiste llevaba dos años omnipresente en el día a día de su familia. El cáncer asomaba en el fondo de cualquier plato.
La metáfora del médico sirve a Carles Durà (Valencia, 1970) para arrancar la novela ganadora de la última edición del Premio Roc Boronat: L’Àlex del somriure («El Àlex de la sonrisa», en catalán, de la editorial Univers; aún sin traducción al español). La historia de Àlex es la de su hijo, y escribirla fue para el escritor valenciano lo más parecido a una sesión interminable de terapia.
«La escribí en los meses siguientes a su fallecimiento», confiesa Durà. «Tenía la necesidad de que no se me olvidara nada. Quería dejar escrita su memoria, pero no sólo para desahogarme, sino también para hacer literatura, para hacer algo artístico. Y escribir acabó convirtiéndose para mí en una terapia», reconoce este profesor que imparte también clases de Lengua y Literatura.
Durà se encontró atravesando el duelo sobre una hoja en blanco. Aún hoy recuerda lo que le dijo el psicólogo de Aspanion, la Asociación de Padres de Niños con Cáncer de la Comunidad Valenciana: «No está escrito cómo debe ser el duelo por Àlex». Si se podía elegir, Durà quiso fijarse en su hijo.
«Àlex decía que hay que llorar para luego crear». El joven, de hecho, había encontrado en la fotografía la vía para resistir en los días de dolor, pero también para mostrar al mundo la belleza que veía en esa vida que se le escapaba. Y como no hay belleza sin dolor, ni luz sin oscuridad, transformó en logo de ropa la cicatriz que cada mañana le recordaba la operación en la que le extirparon el riñón. Àlex creía que «la realidad es el fallo de los sueños».
También su padre ha moldeado el dolor, la desolación. Esa devastación que queda tras la muerte de un hijo y que le sirvió para crear desde cero: «Transformar el dolor en arte es terapéutico, porque la alternativa son las drogas o el alcohol. Hay quien hace bizcochos porque no tiene palabras». Lo que importa, en cualquier caso, es dar forma a ese vacío.
El resultado es un libro que intercala las escenas de una infancia feliz con las de una adolescencia atrapada entre las paredes de un hospital en pandemia. Es, al mismo tiempo, una historia de objetos. Si el filósofo Byung-Chul Han reflexionaba en su obra No-cosas sobre cómo transitamos hacia un mundo que sustituye los objetos por la información y los recuerdos por los datos, Durà se propone agarrarse también a ese mundo físico que lo vincula a su hijo Àlex.
«Un día que estaba en su habitación se me ocurrió recuperar sus objetos como objetos vinculantes. Me parecía bonito hilar la historia de las cosas de Àlex, la memoria de sus cosas». La historia de Àlex no es sólo la del quiste. En el recorrido que fue su vida también hubo un balón de fútbol, una cámara fotográfica…
«He querido huir de manera consciente del exceso de sentimentalismo», asegura Durà. «No quería hacer pornografía del dolor y evito las escenas escabrosas. Si el resultado tiene luz es porque Àlex la tenía».
La novela es también una reflexión sobre lo que compartimos como seres humanos, que no es otra cosa que la experiencia del dolor y la manera de afrontarlo. «Al principio te crees único. Te ves en la planta de oncología del hospital y crees que lo que están pasando las otras familias no te va a llegar a ti». El espejismo dura hasta que Álex Lequio fallece a causa del cáncer que atraviesa a Àlex Durà. «En el fondo piensas que no eres tan diferente de Ana Obregón», ironiza el autor valenciano.
La enfermedad de Àlex se alargó durante dos temporadas, que son las que sirven de excusa para estructurar el libro. Para Durà, «la recaída fue como empezar una segunda temporada». De ahí que «la primera esté marcada por la esperanza, pero en la segunda tienes la certeza de que no se curará».
¿Qué es por tanto la esperanza? «Son las expectativas que uno tiene cuando no acepta la realidad», responde Durà, quien admite que para él la palabra ha visto alterado su significado. La RAE habla de ese estado de ánimo en el que lo que se desea parece «alcanzable». Lo alcanzable, sin embargo, no siempre lo es, por lo que «la esperanza está sobrevalorada», según el escritor. «Nos hace falta coraje».
Temporada 1: la esperanza. Temporada 2: la certeza. Y una cita de la científica estadounidense Kate Marvel al inicio, como una especie de advertencia antes de entrar en la historia: «Necesitamos coraje, no esperanza. El dolor, después de todo, es el precio de estar vivo». Porque cuando la esperanza se pierde, sólo nos queda el valor para mirar de frente al dolor.
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