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  Cine  Cómo vestir para una cita con el paciente inglés
Cine

Cómo vestir para una cita con el paciente inglés

junio 7, 2025
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Fan obsesivo como soy de El paciente inglés es fácil imaginar mis nervios ante la perspectiva de un encuentro con Ralph Fiennes, el romántico conde Almásy de la célebre película basada en la novela de Michael Ondaatje. Pensé mucho qué ponerme para estar a la altura de ese personaje que me chifla y demostrarle de paso mi admiración a Ralph –visto que así le llamaba todo el mundo durante el BCN Film Fest, que es por lo que vino a Barcelona el actor, me tomo la libertad de hacerlo por el nombre yo también–. Descartando ir de aviador abrasado, que es un trance, me puse un pantalón de lona, una camisa blanca y una bonita chaqueta de cuero muy usada que sugería la de piloto de Almásy en la película, además de un sabretache o portamapas donde metí mi ejemplar anotado (por mí mismo) de las Historias de Heródoto –con la esperanza de que quizá me lo firmara el actor, Heródoto ya no creo– y un plano del desierto líbico, los predios donde el explorador vivió sus arenosas y amorosas aventuras. Decidí no llevar las antiparras, las gafas de vuelo, que quizá hubieran alarmado al actor en la distancia corta: igual me confundía con el Barón Rojo.

En realidad, el verdadero conde Almásy no iba hecho un pincel como Fiennes en la película (y como yo, salvando las distancias) sino más de aquí te pillo aquí te mato, y valga la expresión para un tipo, el húngaro, al que le gustaba patearse las calles de peor fama de El Cairo para ligarse chavales de sexo rápido (lo de los amores con Katharine Clifton es una licencia de la novela y la película, pues a Almásy no le interesaban las mujeres y de hecho se llevaba a matar con la verdadera Katharine, Dorothy Clayton). Para viajar por el desierto, Almásy, que era narizón (hawk nosed, que dicen más finamente los anglosajones), feote y escuchimizado –de nuevo al revés que Ralph y que yo–, iba casual total, con bermudas, una sahariana tronada y salacot Capitán Tan style o gorra vieja; encima un guardapolvo raído. La verdad, la moda parecía importarle un comino. Es lo que tiene ser aristócrata, que te la repampimfla todo: recuerdo una vez que conocí al barón Thyssen e iba menos conjuntado que yo, que ya es decir. Y eso que Almásy había sido húsar, y de un regimiento muy chic, el 11º, cuya chaqueta con alamares tuve el privilegio (y la jeta) de probarme clandestinamente en 1999 en el castillo de la familia en Bernstein, donde conservan su habitación con sus cosas como si fuera a volver cualquier día y convertida en un santuario para gente fetichista como yo. Me llevé un botón que arranqué de la guerrera, y que en la entrevista con Fiennes portaba en el bolsillo a modo de talismán.

La vida real tiene a menudo un secreto placer en desbaratar tus sueños, y el día de la entrevista con Ralph Fiennes llovía a chuzos. De manera que llegué a la cita mojado como un pollo y con toda mi indumentaria de explorador del desierto chorreando incongruentemente. Ralph observó entre desconcertado y apiadado como las gotas me caían desde el pelo empapado mientras le preguntaba por Almásy y las dunas. Él estaba terriblemente atractivo (y seco), con una camisa azul y una americana que le quedaba como un guante. Es cierto que desde El paciente inglés ha perdido pelo, pero antes de llegar a su amplia frente te quedas clavado en sus ojos, indescriptibles, azules pero que parecen cambiar de color, y que, insondables, te atrapan como una planta carnívora a una mosca. Ahí en el fondo están el oficial de las SS Amon Göth, el dragón rojo con su tatuaje de Blake y el cardenal decano Lawrence, ese papable. Pero yo me sumergí, mojado ya como estaba, en las cristalinas y salvíficas aguas de Zerzura, el legendario oasis lleno de maravillas que buscó obsesiva e infructuosamente el conde Almásy y que por fin descubría yo, pobre remedo estremecido de explorador, en la mirada de Ralph Fiennes.

“Siempre nos quedará Zerzura, Ralph”, musité mientras las lágrimas se me disimulaban con el agua de la lluvia y, acabado el breve tiempo de entrevista, echaba un último vistazo al mapa de su rostro. Fiennes pareció por fin entender algo de mi arrobo y mi emoción, y se levantó de la silla para estrecharme la mano y darme una palmada en el hombro mojado. Siempre nos quedará El paciente inglés, le dije. Y el paciente inglés asintió.

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 Fan obsesivo como soy de El paciente inglés es fácil imaginar mis nervios ante la perspectiva de un encuentro con Ralph Fiennes, el romántico conde Almásy de la célebre película basada en la novela de Michael Ondaatje. Pensé mucho qué ponerme para estar a la altura de ese personaje que me chifla y demostrarle de paso mi admiración a Ralph –visto que así le llamaba todo el mundo durante el BCN Film Fest, que es por lo que vino a Barcelona el actor, me tomo la libertad de hacerlo por el nombre yo también–. Descartando ir de aviador abrasado, que es un trance, me puse un pantalón de lona, una camisa blanca y una bonita chaqueta de cuero muy usada que sugería la de piloto de Almásy en la película, además de un sabretache o portamapas donde metí mi ejemplar anotado (por mí mismo) de las Historias de Heródoto –con la esperanza de que quizá me lo firmara el actor, Heródoto ya no creo– y un plano del desierto líbico, los predios donde el explorador vivió sus arenosas y amorosas aventuras. Decidí no llevar las antiparras, las gafas de vuelo, que quizá hubieran alarmado al actor en la distancia corta: igual me confundía con el Barón Rojo. En realidad, el verdadero conde Almásy no iba hecho un pincel como Fiennes en la película (y como yo, salvando las distancias) sino más de aquí te pillo aquí te mato, y valga la expresión para un tipo, el húngaro, al que le gustaba patearse las calles de peor fama de El Cairo para ligarse chavales de sexo rápido (lo de los amores con Katharine Clifton es una licencia de la novela y la película, pues a Almásy no le interesaban las mujeres y de hecho se llevaba a matar con la verdadera Katharine, Dorothy Clayton). Para viajar por el desierto, Almásy, que era narizón (hawk nosed, que dicen más finamente los anglosajones), feote y escuchimizado –de nuevo al revés que Ralph y que yo–, iba casual total, con bermudas, una sahariana tronada y salacot Capitán Tan style o gorra vieja; encima un guardapolvo raído. La verdad, la moda parecía importarle un comino. Es lo que tiene ser aristócrata, que te la repampimfla todo: recuerdo una vez que conocí al barón Thyssen e iba menos conjuntado que yo, que ya es decir. Y eso que Almásy había sido húsar, y de un regimiento muy chic, el 11º, cuya chaqueta con alamares tuve el privilegio (y la jeta) de probarme clandestinamente en 1999 en el castillo de la familia en Bernstein, donde conservan su habitación con sus cosas como si fuera a volver cualquier día y convertida en un santuario para gente fetichista como yo. Me llevé un botón que arranqué de la guerrera, y que en la entrevista con Fiennes portaba en el bolsillo a modo de talismán. La vida real tiene a menudo un secreto placer en desbaratar tus sueños, y el día de la entrevista con Ralph Fiennes llovía a chuzos. De manera que llegué a la cita mojado como un pollo y con toda mi indumentaria de explorador del desierto chorreando incongruentemente. Ralph observó entre desconcertado y apiadado como las gotas me caían desde el pelo empapado mientras le preguntaba por Almásy y las dunas. Él estaba terriblemente atractivo (y seco), con una camisa azul y una americana que le quedaba como un guante. Es cierto que desde El paciente inglés ha perdido pelo, pero antes de llegar a su amplia frente te quedas clavado en sus ojos, indescriptibles, azules pero que parecen cambiar de color, y que, insondables, te atrapan como una planta carnívora a una mosca. Ahí en el fondo están el oficial de las SS Amon Göth, el dragón rojo con su tatuaje de Blake y el cardenal decano Lawrence, ese papable. Pero yo me sumergí, mojado ya como estaba, en las cristalinas y salvíficas aguas de Zerzura, el legendario oasis lleno de maravillas que buscó obsesiva e infructuosamente el conde Almásy y que por fin descubría yo, pobre remedo estremecido de explorador, en la mirada de Ralph Fiennes. “Siempre nos quedará Zerzura, Ralph”, musité mientras las lágrimas se me disimulaban con el agua de la lluvia y, acabado el breve tiempo de entrevista, echaba un último vistazo al mapa de su rostro. Fiennes pareció por fin entender algo de mi arrobo y mi emoción, y se levantó de la silla para estrecharme la mano y darme una palmada en el hombro mojado. Siempre nos quedará El paciente inglés, le dije. Y el paciente inglés asintió. Seguir leyendo  

Vestidos para la aventura
Opinión

Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los ojos azules de Ralph Fiennes, indescriptibles, te atrapan como una planta carnívora a una mosca

Ralph Fiennes como el conde Almásy en 'El paciente inglés'.
Ralph Fiennes como el conde Almásy en ‘El paciente inglés’.Alamy Stock Photo
Jacinto Antón

Fan obsesivo como soy de El paciente inglés es fácil imaginar mis nervios ante la perspectiva de un encuentro con Ralph Fiennes, el romántico conde Almásy de la célebre película basada en la novela de Michael Ondaatje. Pensé mucho qué ponerme para estar a la altura de ese personaje que me chifla y demostrarle de paso mi admiración a Ralph –visto que así le llamaba todo el mundo durante el BCN Film Fest, que es por lo que vino a Barcelona el actor, me tomo la libertad de hacerlo por el nombre yo también–. Descartando ir de aviador abrasado, que es un trance, me puse un pantalón de lona, una camisa blanca y una bonita chaqueta de cuero muy usada que sugería la de piloto de Almásy en la película, además de un sabretache o portamapas donde metí mi ejemplar anotado (por mí mismo) de las Historias de Heródoto –con la esperanza de que quizá me lo firmara el actor, Heródoto ya no creo– y un plano del desierto líbico, los predios donde el explorador vivió sus arenosas y amorosas aventuras. Decidí no llevar las antiparras, las gafas de vuelo, que quizá hubieran alarmado al actor en la distancia corta: igual me confundía con el Barón Rojo.

En realidad, el verdadero conde Almásy no iba hecho un pincel como Fiennes en la película (y como yo, salvando las distancias) sino más de aquí te pillo aquí te mato, y valga la expresión para un tipo, el húngaro, al que le gustaba patearse las calles de peor fama de El Cairo para ligarse chavales de sexo rápido (lo de los amores con Katharine Clifton es una licencia de la novela y la película, pues a Almásy no le interesaban las mujeres y de hecho se llevaba a matar con la verdadera Katharine, Dorothy Clayton). Para viajar por el desierto, Almásy, que era narizón (hawk nosed, que dicen más finamente los anglosajones), feote y escuchimizado –de nuevo al revés que Ralph y que yo–, iba casual total, con bermudas, una sahariana tronada y salacot Capitán Tan style o gorra vieja; encima un guardapolvo raído. La verdad, la moda parecía importarle un comino. Es lo que tiene ser aristócrata, que te la repampimfla todo: recuerdo una vez que conocí al barón Thyssen e iba menos conjuntado que yo, que ya es decir. Y eso que Almásy había sido húsar, y de un regimiento muy chic, el 11º, cuya chaqueta con alamares tuve el privilegio (y la jeta) de probarme clandestinamente en 1999 en el castillo de la familia en Bernstein, donde conservan su habitación con sus cosas como si fuera a volver cualquier día y convertida en un santuario para gente fetichista como yo. Me llevé un botón que arranqué de la guerrera, y que en la entrevista con Fiennes portaba en el bolsillo a modo de talismán.

La vida real tiene a menudo un secreto placer en desbaratar tus sueños, y el día de la entrevista con Ralph Fiennes llovía a chuzos. De manera que llegué a la cita mojado como un pollo y con toda mi indumentaria de explorador del desierto chorreando incongruentemente. Ralph observó entre desconcertado y apiadado como las gotas me caían desde el pelo empapado mientras le preguntaba por Almásy y las dunas. Él estaba terriblemente atractivo (y seco), con una camisa azul y una americana que le quedaba como un guante. Es cierto que desde El paciente inglés ha perdido pelo, pero antes de llegar a su amplia frente te quedas clavado en sus ojos, indescriptibles, azules pero que parecen cambiar de color, y que, insondables, te atrapan como una planta carnívora a una mosca. Ahí en el fondo están el oficial de las SS Amon Göth, el dragón rojo con su tatuaje de Blake y el cardenal decano Lawrence, ese papable. Pero yo me sumergí, mojado ya como estaba, en las cristalinas y salvíficas aguas de Zerzura, el legendario oasis lleno de maravillas que buscó obsesiva e infructuosamente el conde Almásy y que por fin descubría yo, pobre remedo estremecido de explorador, en la mirada de Ralph Fiennes.

“Siempre nos quedará Zerzura, Ralph”, musité mientras las lágrimas se me disimulaban con el agua de la lluvia y, acabado el breve tiempo de entrevista, echaba un último vistazo al mapa de su rostro. Fiennes pareció por fin entender algo de mi arrobo y mi emoción, y se levantó de la silla para estrecharme la mano y darme una palmada en el hombro mojado. Siempre nos quedará El paciente inglés, le dije. Y el paciente inglés asintió.

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Sobre la firma

Jacinto Antón

Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE ‘El reportero de la historia’.

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