<p>»MY winner» («mi ganadora»). Este fue el escueto texto (tampoco hacía falta decir más) con el que Tallulah Willis acompañó la foto que publicó el pasado lunes en Instagram de su sonriente madre, Demi Moore, en plena resaca de su inesperado ‘no Oscar’, ahogando sus penas en dos gigantescas fuentes de patatas fritas.</p>
Hasta las diosas del ‘wellness’ se dejan llevar por el hambre emocional cuando vienen mal dadas. Y no pasa nada por ello. Lo importante es que nuestra dieta habitual se base en alimentos nutritivos y que desarrollemos una relación equilibrada con la comida,
«MY winner» («mi ganadora»). Este fue el escueto texto (tampoco hacía falta decir más) con el que Tallulah Willis acompañó la foto que publicó el pasado lunes en Instagram de su sonriente madre, Demi Moore, en plena resaca de su inesperado ‘no Oscar’, ahogando sus penas en dos gigantescas fuentes de patatas fritas.
Adicta a la dieta crudivegana, a los licuados verdes y a las semillas, contemplar a Moore apostada con cara de niña traviesa frente a un festival de fritanga no hace más que confirmar que hasta las diosas del wellness caen en ‘la trampa’ del hambre emocional cuando vienen mal dadas, atiborrándose de todos esos alimentos de los que, habitualmente, huyen como si del diablo se tratara.
¿Por qué volcamos nuestra tristeza en la comida basura? La médica especialista en obesidad y coaching nutricional Cristina Petratti nos lo explica: «El vínculo entre emociones y alimentación es complejo. En momentos de tristeza o estrés, el cuerpo busca formas de regular el malestar, y la comida es una herramienta accesible. Los alimentos ultraprocesados, ricos en grasas y azúcares, activan el sistema de recompensa del cerebro, generando una sensación momentánea de placer y bienestar. Esto puede llevarnos a asociar ciertos alimentos con el alivio emocional y, con el tiempo, reforzar el hábito de recurrir a ellos en situaciones de malestar».
Desde una perspectiva fisiológica, «el estrés y la pena pueden desencadenar una respuesta del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (HHA), lo que lleva a la liberación de cortisol. Niveles elevados de cortisol están asociados con una mayor preferencia por alimentos altamente palatables y calóricos. Diversos estudios han demostrado que el estrés crónico puede aumentar la ingesta de alimentos ricos en calorías y azúcares, favoreciendo el desarrollo de obesidad y hábitos alimentarios hedónicos».
Sin embargo, a todos no nos da por ponernos morados de dulces, fritos y pasta. «No todas las personas reaccionan igual ante el estrés o la tristeza. En situaciones de angustia, el cuerpo activa el sistema nervioso simpático, liberando adrenalina y otras hormonas que pueden disminuir el apetito. Esto explica por qué algunas personas, en lugar de buscar consuelo en la comida, sienten un nudo en el estómago o incluso náuseas».
Petratti relata que «la reactividad del cortisol juega un papel importante aquí. Algunos estudios han encontrado que las personas con baja reactividad al cortisol tienden a experimentar una disminución en la ingesta de alimentos en respuesta al estrés, mientras que aquellas con alta reactividad pueden aumentar su consumo calórico».
Entonces, ¿qué tienen las patatas fritas o el helado que parece que nos ‘reconfortan’? «Estos alimentos combinan grasas, azúcares y, en el caso de las patatas fritas, también sal, lo que los hace altamente palatables y adictivos. Esta combinación activa la liberación de dopamina, el neurotransmisor del placer, generando una sensación de bienestar inmediata».
Según nos cuenta esta especialista, «a nivel cerebral, estos alimentos activan el sistema de recompensa, el mismo circuito neuronal involucrado en las adicciones. Se ha observado que el consumo de alimentos ultraprocesados puede generar un refuerzo positivo similar al de sustancias adictivas, lo que nos impulsa a seguir buscándolos en situaciones de estrés o tristeza».
¿Qué mecanismos activan en nuestro cerebro para producir semejante efecto? «Cuando consumimos alimentos ricos en azúcares y grasas, se activa el circuito de recompensa del cerebro, el mismo que se ve implicado en otros comportamientos adictivos. La dopamina juega un papel clave en este proceso, ya que refuerza la sensación de placer y nos lleva a repetir la conducta».
Además, prosigue, «el estrés y el sistema de recompensa están interconectados. Se ha demostrado que los niveles elevados de cortisol pueden potenciar la respuesta del sistema de recompensa, haciendo que los alimentos ricos en grasas y azúcares sean aún más gratificantes en contextos de estrés«.
Llegados a este punto, surge la pregunta del millón…. ¿Podemos permitirnos el capricho sin sentimiento de culpa? «¡Absolutamente! La culpa es uno de los peores factores en la relación con la comida, porque genera un ciclo de restricción y compensación que no es saludable. Disfrutar un helado o unas patatas fritas de manera ocasional no tiene un impacto negativo en la salud».
En su opinión, «lo importante es que nuestra alimentación diaria se base en alimentos nutritivos y que desarrollemos una relación equilibrada con la comida, sin culpas ni prohibiciones extremas. Comer es mucho más que una cuestión de calorías: también es placer, cultura y conexión emocional».
Y, con la odiosa ‘operación bikini’ a la vuelta de la esquina, Cristina Petratti nos recuerda que «un enfoque basado en la flexibilidad alimentaria y la alimentación intuitiva ha demostrado ser más efectivo a largo plazo que las dietas restrictivas, ya que reduce la ansiedad en torno a la comida y promueve hábitos más sostenibles».
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