<p>«Me preocupa, en realidad, todo: las cosas y la vida, y me preocupa mucho el arte y la pintura, y me parece importante porque mi patria es la pintura». Con esta reflexión el artista de origen madrileño Eduardo Arroyo definía su arte como comprometido e implicado con el mundo que le había tocado vivir. De este modo, y con la idea de que el espectador se sumerja en su mundo creativo y en sus pensamientos disruptivos, la impresionante Cúpula del Centro Oscar Niemeyer de Avilés acogerá a partir del 7 de febrero la exposición<i> Una biografía pintada</i>, comisariada por la que fue <strong>una de sus más cercanas amigas, Marisa Oropesa. </strong>«Eduardo fue un crítico voraz, irónico a veces, con espíritu satírico y dotado de una gran capacidad para el humor. Sin duda alguna, hablamos de uno de los mayores testigos de nuestra historia más reciente, capaz de contar mediante sus creaciones la dictadura, la democracia, los cambios sociales, la colonización…», señala Oropesa.</p>
La retrospectiva ‘Una biografía pintada’ reivindicará en el Centro Niemeyer el compromiso del artista con los tiempos convulsos que vivió y cómo hizo de la pintura su patria
«Me preocupa, en realidad, todo: las cosas y la vida, y me preocupa mucho el arte y la pintura, y me parece importante porque mi patria es la pintura». Con esta reflexión el artista de origen madrileño Eduardo Arroyo definía su arte como comprometido e implicado con el mundo que le había tocado vivir. De este modo, y con la idea de que el espectador se sumerja en su mundo creativo y en sus pensamientos disruptivos, la impresionante Cúpula del Centro Oscar Niemeyer de Avilés acogerá a partir del 7 de febrero la exposición Una biografía pintada, comisariada por la que fue una de sus más cercanas amigas, Marisa Oropesa. «Eduardo fue un crítico voraz, irónico a veces, con espíritu satírico y dotado de una gran capacidad para el humor. Sin duda alguna, hablamos de uno de los mayores testigos de nuestra historia más reciente, capaz de contar mediante sus creaciones la dictadura, la democracia, los cambios sociales, la colonización…», señala Oropesa.
Eduardo Juan González Rodríguez, conocido por su nombre artístico como Eduardo Arroyo, nació en Madrid en el seno de una familia de origen leonés. Su padre Juan, reconocido falangista y director e intérprete de obras teatrales, murió cuando él apenas contaba 6 años. Arroyo estudió en el Liceo Francés y, tras terminar la carrera de Periodismo (mientras coqueteaba con el mundo del caricaturismo) y finalizar el servicio militar, huyó del franquismo, en 1958, para instalarse en el parisino barrio de Montmartre. Interesando como estaba por la pintura desde muy joven, en París contactó con las corrientes artísticas más críticas y rompedoras en las que se reivindicaba la figuración como modo de crítica social y política.
En esta etapa de su pintura empleó colores oscuros y dramáticos en una clara alusión a la situación de dictadura que se vivía en España. Posteriormente avanzó hasta alcanzar un colorido pop de pincelada viva y defendió la crítica a pintores consagrados para evitar caer en la tiranía de modas o tendencias. Arroyo siempre fue un rupturista, un rebelde que miró al mundo con ironía y mucho sentido del humor, a pesar de la situación que se vivía en la política española durante los tiempos del franquismo. Fue, sin duda, un auténtico combatiente que mostró su ideología, no sólo a través de sus cuadros, sino también de sus escritos. «La ventaja de ser pintor está en que le dejan a uno tranquilo», llegó a decir en algunas de las reflexiones que exteriorizaban los demonios que le atormentaban.
Carlos Cuadros, director del Centro Niemeyer destaca precisamente ese compromiso «desde una actitud crítica y autocrítica con la sociedad que le tocó vivir, lo que le convierte en un creador imprescindible para comprender el arte del siglo XX».
La exposición, primera gran monográfica desde la muerte del artista en 2018, se compone de más de 60 obras procedentes del IVAM, del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid y de las colecciones privadas de la Fundación Azcona o Julián Castilla. Además, cuenta con la implicación directa de la viuda del artista, Isabel Azcárate, y la de su hijo Pimpi Arroyo, lo que permite exhibir obras que pertenecían a la colección privada del propio Arroyo y que nunca quiso vender. La selección de las pinturas, tal y como comenta la comisaria, se ha hecho con el objetivo de que «todo aquel que acuda a visitar la muestra conozca, en primera persona, las etapas más importantes de este creador a través de algunas de sus obras más icónicas, desde los años 60 hasta su última pintura, que realizó antes de su fallecimiento en el año 2018».
Arroyo fue un artista autodidacta y sus principales maestros colgaron siempre de los muros del Museo del Prado, donde iba de pequeño con su abuelo. De esas visitas a la pinacoteca madrileña el artista decía que «consolidaban mis fuerzas para volver a mi estudio, donde el diálogo con la historia y el comentario del presente son una afirmación constante para el rol de la pintura».
El recorrido que nos presenta la exposición se inicia con sus primeras obras realizadas desde el exilio, en las que el artista critica abiertamente el régimen de Franco. Del mismo modo, se aprecian trabajos donde se muestra la gran influencia que tuvo en sus composiciones su mayor pasión: la escritura, así como guiños que realiza a otras de sus aficiones, como el cine, la música, el boxeo o la tauromaquia.
Teniendo en cuenta que la exposición se presenta en Asturias, la comisaria ha querido recoger la serie de pinturas y dibujos que Arroyo dedicó a Constantina Pérez Martínez, Tina (Santa Cruz de Mieres, 1929 – 14 de octubre de 1965), represaliada por las protestas mineras asturianas. «Veremos tanto pinturas como dibujos protagonizados por esta mujer que tanto impacto causó en el pintor y que le permitió denunciar las torturas de la dictadura franquista. Todo sucedió tras unas huelgas mineras en Asturias, cuando Tina fue detenida junto a Anita Sirgo, ambas esposas de mineros. Entre las múltiples torturas a las que fueron sometidas se encontraba la humillación de ser rapadas con una navaja, un castigo muy habitual entre los fascistas». Arroyo realizó distintas versiones del retrato de Tina fechadas a finales de los 60 y principios de los 70, como muestra de una realidad dramática que no quiso pasar por alto.
Eduardo Arroyo se dejaba influir en sus trabajos por todo lo que le rodeaba, marcado por un profundo espíritu reflexivo que se muestra, de modo singular, en su última obra El buque fantasma, en la que estaba trabajando cuando falleció en 2018 y que se inspira en la obra de Richard Wagner, concretamente en El holandés errante. Si Wagner llegó a escribir en 1851 «aquí empieza mi carrera como poeta, y mi adiós al papel de mero cocinero de textos de ópera», esta obra final también encierra el adiós del artista.
«Arroyo no pudo elegir un mejor mensaje para despedirse, sabiendo que su existencia terrenal llegaba a su fin, pero empezaba una nueva de la mano de sus obras de arte», considera Oropesa. Cual artista errante, Arroyo inventa aquí una gran composición en forma de fantasía literaria, un jeroglífico fantasmal donde el amarillo y los colores primarios compiten con la máscara negra de Fantomas.
En general, la exposición recoge un conjunto de obras imprescindibles que sorprenderán a todos los públicos ya que consiguen llamar la atención por su cuidada estética, por el uso de los colores, los temas tratados, su humor e ironía o, incluso, por la poética de sus títulos, que no dejan a nadie indiferente. Una crónica forjada a lápiz y pincel.
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