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  Cultura  El ‘american dream’ de Miró: «En España estaba marcado por las limitaciones y la represión, en EEUU encontró un espacio de libertad y creatividad»
Cultura

El ‘american dream’ de Miró: «En España estaba marcado por las limitaciones y la represión, en EEUU encontró un espacio de libertad y creatividad»

octubre 10, 2025
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<p>Miró no habría sido Miró sin París. Su geografía íntima empieza en la Barcelona que le vio nacer en 1893 y continúa en su isla de Mallorca, donde ya pintaba exquisitos paisajes de adolescente. También se extiende al campo de Tarragona, que le fascinó por sus paisajes secretos (como al joven Picasso, por cierto) y donde pintaría el icónico lienzo<i> La Masia </i>(1921-1922), del que se enamoró<strong> Ernest Hemingway </strong>y que compró a plazos, directamente al artista («todo lo que amaba de España», dijo el escritor, latía en ese cuadro). Hasta ahora, la de Hemingway era la<i> anécdota americana</i> más popular de Joan Miró. Pero Miró tampoco habría sido Miró sin Estados Unidos, sin la repercusión que tuvo al otro lado del Atlántico mientras España se encerraba en una dictadura; sin los intercambios con otros artistas, de <strong>Jackson Pollock a Mark Rothko</strong>; sin las grandes <strong>esculturas en las calles de Houston y Chicago, </strong>mayores que las que tenemos en España.</p>

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 La gran antológica ‘Miró y los Estados Unidos’ descubre en Barcelona la poco conocida relación del artista con América, adonde viajó siete veces, y la influencia recíproca con creadores como Pollock, Krasner o Rothko.  

Miró no habría sido Miró sin París. Su geografía íntima empieza en la Barcelona que le vio nacer en 1893 y continúa en su isla de Mallorca, donde ya pintaba exquisitos paisajes de adolescente. También se extiende al campo de Tarragona, que le fascinó por sus paisajes secretos (como al joven Picasso, por cierto) y donde pintaría el icónico lienzo La Masia (1921-1922), del que se enamoró Ernest Hemingway y que compró a plazos, directamente al artista («todo lo que amaba de España», dijo el escritor, latía en ese cuadro). Hasta ahora, la de Hemingway era la anécdota americana más popular de Joan Miró. Pero Miró tampoco habría sido Miró sin Estados Unidos, sin la repercusión que tuvo al otro lado del Atlántico mientras España se encerraba en una dictadura; sin los intercambios con otros artistas, de Jackson Pollock a Mark Rothko; sin las grandes esculturas en las calles de Houston y Chicago, mayores que las que tenemos en España.

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«En los años 40, marcado por las limitaciones y la represión, Miró encontró en Estados Unidos un espacio de libertad y creatividad. Estableció relaciones con artistas americanos con quienes compartía una visión experimental del arte, tejiendo un mapa de complicidades que contribuyeron a situar la obra de Miró en un contexto global», explica Marko Daniel, director de la Fundación Miró de Barcelona, que descubre esa relación inédita en la gran antológica Miró y los Estados Unidos, coproducida con The Phillips Collection de Washington, donde viajará en la primavera de 2026. Patrocinada por la Fundación BBVA (ya van 36 años de mecenazgo y hasta la presencia en el Patronato del museo), esta exposición de tesis despliega 138 obras de 49 artistas, del propio Miró, claro, confrontado a los creadores que forjaron el arte moderno.

Carlos Torres, presidente de la Fundación BBVA, y Sara Puig, presidenta de la Fundación Miró observan 'Mensaje de amigo'. (1964),
Carlos Torres, presidente de la Fundación BBVA, y Sara Puig, presidenta de la Fundación Miró observan ‘Mensaje de amigo’. (1964),

«Hay que matizar que la conversación fue artística, porque Miró nunca aprendió inglés. Así que la implicación de sus intercambios con otros artistas era muy pura», señala el director de la Phillips Collection, Matthew Gale, también comisario de la muestra. «Miró cruzó el Atlántico siete veces. Esos viajes han sido la base de nuestra investigación. La primera vez fue en 1947 y encontró un contexto artístico donde era admirado y entendido de una manera que contrastaba con el aislamiento relativo que experimentó en España», añade.

Además de contar una historia inédita, sobre la que se había investigado muy poco, la exposición tiene dos grandes puntos fuertes: el poder contemplar cuadros de Pollock, Rothko o Krasner en España y que algunos Mirós vuelvan a casa después de varias décadas en América con excepcionales préstamos del MoMA (que, entre otros, cede el precioso Personaje tirando una piedra a un pájaro (1926), la primera obra que adquirió del pintor en 1937 y que no suele salir del museo), Harvard (con su exquisita Pintura mural de 1964, casi un friso de 3,6 metros), el museo de Filadelfia y varias colecciones privadas.

La exposición empieza con las dos primeras obras de Miró que se vieron en Estados Unidos, en el marco de la Exposición Internacional de Arte Moderno de 1926 organizada en el Brooklyn Museum por el mismísimo Marcel Duchamp y la genial Katherine S. Dreier, pintora y coleccionista: Le renversement (1924), un lienzo surrealista de tonos ocre, y Pintura (1926), de un azul purísimo, espiritual.

Ya desde el inicio de la muestra, el visitante puede experimentar un pequeño shock potenciado por la propia arquitectura de la Fundación Miró, diseñada por su gran amigo, el arquitecto Josep Lluís Sert, la persona que fue a recibir a Miró y su esposa Pilar Juncosa cuando aterrizó en Estados Unidos en 1947. Sert, que llegaría a ser decano de Harvard, ya llevaba años exiliado, no en vano fue el responsable del Pabellón de la República de 1937 en la Exposición Internacional de París, donde Picasso expuso el Guernica y Miró el gran mural de Els Segadors, hoy perdido. Para diseñar su Fundación, Sert se inspiró en la arquitectura tradicional del mediterráneo, con paredes de cal blanca y suelos de cerámica, y le dio unas líneas modernas, con osados puntos de fuga y rincones especialmente construidos para la obra de Miró. Ese espacio hace que, nada más entrar, el visitante perciba en un solo segundo decenas de obras (¡y qué obras!): los tótems blancos de Louise Bourgeois, el poderodo verde mironiano de Mensaje de amigo (un lienzo de casi tres metros que cede la Tate de Londres), las esculturas negras -de pie y suspendidas- de Alexander Calder y, casi en el horizonte, al fondo, una abstracción espectacular en tonos rosas y verdes que resulta ser un cuadro de más de cinco metros de Lee Krasner, Las estaciones (1957), que cede el Whitney de Nueva York en un gesto insólito, ya que es una de sus obras magnas (la artista lo pintó justo después de que Pollock, su marido, falleciera en un fatal accidente de coche).

Dos visitantes frente al magno 'Las estaciones' de Lee Krasner.
Dos visitantes frente al magno ‘Las estaciones’ de Lee Krasner.ALEJANDRO GARCÍA / EFE

Todas las paredes y esquinas reservan su propio choque. O fusión. Porque qué bien encaja ese Miró amarillo con el naranja líquido de Helen Frankenthaler y el rojo cortado con azul de Rothko.

Uno de los sueños de Miró era dar a la bienvenida a cualquier viajante que llegara a Barcelona por tierra, aire y mar. Lo hace en el aeropuerto, con su magno mural en la T2 -hay un plan apra trasladarlo a la T1-, y en La Rambla, con su mosaico circular en el suelo, que pisaban aquellos que desembarcaban por vía marítima (las costumbres de los cruceristas del siglo XXI han cambiado). Le faltó la tierra. Miró planeaba una gran escultura a la entrada de la Diagonal, en el Parque Cervantes (popularmente, los barceloneses lo llaman el Parque de las Rosas): El Sol, la Luna y una Estrella. La maqueta de 1968 puede verse en el Patio Norte de la Fundación Miró, con el skyline de Barcelona detrás. Pero la escultura de más de 12 metros sí se materializó en 1981 en plena Brunswick Plaza, entre los rascacielos de Chicago. Popularmente, la gente de la ciudad la llama Miss Chicago. Y Miró vio cumplido su american dream.

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