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  Arte  El exilio secreto de la Banksy afgana: «Me miraban, me insultaban y me acosaban, y yo aprendí a concentrarme bajo ese asedio constante»
Arte

El exilio secreto de la Banksy afgana: «Me miraban, me insultaban y me acosaban, y yo aprendí a concentrarme bajo ese asedio constante»

julio 22, 2025
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<p>Cuando lo vio no se lo podía creer. El impacto fue tan fuerte que olvidó dónde iba. El taxista que la llevaba, y al que había obligado a parar de puro estupor, le metía prisa a pitidos, pero ella no era capaz de cerrar la puerta, allí plantada en mitad de la carretera, ajena a la estridencia, horrorizada. Levantó el móvil e hizo una foto. <strong>En aquella pared del centro de Kabul había plasmado </strong><a href=»https://www.instagram.com/shamsiahassani/» target=»_blank» rel=»nofollow»><strong>Shamsia Hassani</strong></a><strong> su mayor obra.</strong> Un día entero de trabajo, un largo camino hasta conseguir los permisos del dueño del edificio. Esa vez quería hacerlo a lo grande. La pintura daba forma a una chica que se elevaba sobre la fachada frontal, los ojos cerrados bajo el hiyab; por el lateral discurrían las teclas de un piano. Pero ante la artista había ahora una figura masculina. El piano se había convertido en una pila de libros.</p>

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 Shamsia Hassani llenó de color las calles de Kabul con sus melancólicas mujeres veladas. Hoy su arte reivindicativo continúa, aunque lejos de su tierra  

Cuando lo vio no se lo podía creer. El impacto fue tan fuerte que olvidó dónde iba. El taxista que la llevaba, y al que había obligado a parar de puro estupor, le metía prisa a pitidos, pero ella no era capaz de cerrar la puerta, allí plantada en mitad de la carretera, ajena a la estridencia, horrorizada. Levantó el móvil e hizo una foto. En aquella pared del centro de Kabul había plasmado Shamsia Hassani su mayor obra. Un día entero de trabajo, un largo camino hasta conseguir los permisos del dueño del edificio. Esa vez quería hacerlo a lo grande. La pintura daba forma a una chica que se elevaba sobre la fachada frontal, los ojos cerrados bajo el hiyab; por el lateral discurrían las teclas de un piano. Pero ante la artista había ahora una figura masculina. El piano se había convertido en una pila de libros.

«Tenía las mismas manos, el mismo cuerpo, pero habían pintado encima el rostro de un hombre», recuerda, y se le rompe la voz. «Supongo que por eso es posible que sea la única de mis obras afganas que siga existiendo».

Shamsia Hassani prefiere que nadie sepa dónde vive ni exactamente en qué situación. Ni siquiera activa la cámara del Zoom. Se disculpa, está acostumbrada a tomar todas las precauciones. Es una refugiada afgana en un lugar seguro, dejémoslo ahí. Siempre fue refugiada afgana, en realidad. «Es una identidad triste. Resulta muy duro intentar construir un hogar en un lugar con el que no sientes una especial vinculación», describe.

La primera -y seguramente, la única- grafitera afgana logró escapar de los talibanes pero su arte quedó allí, atrapado en las paredes de una ciudad asolada por una guerra sin fin. Nada sabe de sus murales, si es que alguno sigue asomando bajo los escombros. No tiene apenas noticias de su familia, sus padres y su hermana, artista como ella, que no lograron salir; tampoco de muchos amigos que viven desperdigados por el mundo, en una diáspora demasiado difusa para mantener una amistad. El recuerdo se le va haciendo brumoso, se decolora tanto que a veces siente que toda esa gente solo vive en su mente. Alguno habrá muerto, seguro, y no lo sabrá jamás. Las calles que un día llenó de color con valentía son ya solo trazos que gritan en clave en sus nuevos diseños. Siempre pinta a la misma mujer, siempre sola, siempre con los ojos cerrados, siempre sin boca. Aunque siempre con mucho que decir.

La revista española de pensamiento sostenible Anoche tuve un sueño le entregó hace unas semanas su Premio Internacional Optimista Comprometido a la Libertad de Expresión, que busca reconocer a proyectos y personas que trabajan por el progreso social y con la ambición de proteger los derechos humanos, desde la responsabilidad y los deberes. Su peculiar situación personal, sin embargo, no hizo posible que Shamsia viniera en persona a recogerlo.

La historia migratoria de esta joven artista arranca ya antes de nacer. Sus padres, originarios de Kandahar, huyeron de la invasión soviética en los 80 y recalaron en Irán. Allí nació ella en 1988 y creció con la incómoda sensación de no ser nunca bien recibida. «Era tan joven que no entendía nada, pero era consciente de que no tenía los mismos derechos que mis compañeros de colegio. Era diferente», rememora. Cuando llegó a la universidad le dijeron que los estudios superiores estaban vetados para los refugiados afganos y toda la familia regresó a su país de origen.

Shamsia se recuerda siempre pintando. El arte fue, desde bien pequeña, su pequeño rincón de libertad en un entorno nada acogedor para una niña. Así que en cuanto pisó Kabul se matriculó en Bellas Artes. Allí era incomprensible que una mujer tuviera inquietudes artísticas, era insultante, incluso, pero al menos no era ilegal. «Antes de llegar a Afganistán sólo conocía lo que había visto en la tele. Nada bueno, claro. Así que cuando llegó el momento de dejar Irán lo viví con mucho dolor», cuenta. «Sin embargo, en cuanto aterricé en Kabul me invadió una sensación maravillosa: por fin pertenecía a algún sitio. Estaba regresando a mis raíces a pesar de no haber estado allí nunca y esas raíces me abrazaban. Fue increíble, no sé explicarlo con palabras».

«Yo no busco cambiar el mundo con mis murales sino provocar un momento de reflexión, de esperanza, de compasión, del sentimiento que sea. Con eso me vale»

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La voz de Shamsia, alegre en el recuerdo de ese primer impacto, se cubre con un velo de tristeza cuando vuelve a los días felices de universidad, primero como alumna, después como profesora, en que el colorido de la pintura restaba grisura al ambiente general. «El gobierno entonces era otro pero los talibanes estaban allí siempre, por todas partes, y los ataques eran constantes. El país vivía una especie de recreo fingido, pero la realidad era que no nos dejaban vivir en paz», dice. El miedo era el sentimiento general pero la esperanza lo aplacaba entre las paredes de las aulas. El arte se convirtió, de nuevo, en el pequeño rincón de libertad de Shamsia y así se lo transmitió ella a sus alumnos, una generación que aguardaba esperanzada un futuro más brillante. «En medio de todas esas explosiones y bombardeos sucedieron infinitas cosas buenas. Fue la mejor época de mi vida».

En aquel difícil equilibrio entre la alegría de la primera juventud y el temor a un destino fatal transitaba Shamsia Hassani cuando recaló en una clase magistral del conocido artista urbano británico Chu, colaborador habitual del misterioso Banksy. Y de nuevo la invadió aquella sensación: «No había escuchado la palabra grafiti en mi vida, ni siquiera imaginaba que se pudiera crear arte en una pared de la calle. Pero fue la respuesta a todas mis inquietudes creativas». Se había abierto una puerta que jamás se cerraría y quería saberlo todo: la técnica, los trucos para no ser vista, la historia tras un género artístico absolutamente ajeno a su cultura.

El eureka definitivo llegó cuando terminó su primera obra en una pared y comprendió realmente lo que había hecho. «En Afganistán el arte prácticamente no existe. No hay grandes galerías, ni exposiciones, ni museos al alcance de la población. La gente no conoce el arte y no les gusta, o quizá precisamente no les gusta porque no lo conocen, así que el grafiti me brindaba la oportunidad de sacar el arte a la calle. No requiere gestionar una entrada ni desplazarse a ningún lado y además, es gratis y para todos los públicos», explica Shamsia, que recupera el tono positivo. «Yo no busco cambiar el mundo con mis murales sino hacer una pausa en la mente de los viandantes y provocar un momento de reflexión, de esperanza, de compasión, de lo que sea que sientan. Sólo ese pequeño instante me vale».

Empezó poco a poco, noche a noche, con diseños de tamaño modesto. Calculó que no debía extenderse más de 15 minutos por obra o la cosa podía ponerse peliaguda y se resignó al trazo simple. «El momento creativo más satisfactorio para mí llega con la minuciosidad final, cuando el grueso de la obra está ya dibujada y te recreas en los detalles que terminan de perfeccionar la pieza. Tuve que renunciar a eso por seguridad», relata. Llevaba consigo una pequeña mochila ligera para poder salir corriendo en caso de necesidad. Imposible transportar una escalera para dar volumen a sus obras y había que arreglarse con unos pocos esprays: un par de tonos de azul, blanco, negro y poco más.

«Supongo que si hubiera pintado paisajes me hubieran rechazado menos, pero me hubiera traicionado como artista»

«Nunca arriesgué demasiado porque no quería poner en peligro a mis padres, que me habían dado una educación y me permitían salir de casa a pintar. Cuando eres joven toda esa adrenalina resulta muy emocionante, pero la verdad es que tenía muchísimo miedo», reconoce Shamsia. «En Afganistán no es normal ni siquiera que una chica se pare en la calle, imagina si se pone a pintar una pared. Me miraban, me insultaban y me acosaban, y yo aprendí a concentrarme bajo ese asedio constante, a hacerlo tolerable, pero siempre calibrando mi seguridad y la de los míos. Nunca fui a pintar en una manifestación, por mucho que me llamara la idea».

Cada vez que se plantaba ante un muro nuevo, oculta bajo el ligerísimo alumbramiento urbano, se le venía encima una sensación, un mensaje como del universo: «No lo hagas». Y entonces, miraba a su alrededor, calibraba el riesgo y tiraba para adelante… o no. La paranoia era a menudo su peor enemiga. «Recuerdo una vez que, trazada la primera línea, escuché un ruido de motor. Pasó por mi lado un coche de policía lleno de soldados, con sus armas en ristre. No dijeron nada, ni siquiera me miraron y pasaron de largo, pero no pude seguir. Esa línea quedó ahí como testimonio de mi terror», asegura.

La chica que protagoniza sus pinturas no tiene nombre, no se parece a nadie, es siempre la misma persona pero ni siquiera es una chica como tal. Podría ser cualquiera. «Yo quería representar a un ser humano y me salió una mujer porque supongo que para algunos no está tan claro que la mujer sea un ser humano», explica. Ese personaje es, dice, la actriz a la que dirige en distintas escenas, en papeles diferentes que cuentan historias diversas aunque con un hilo común. «Nació para dar una perspectiva diferente a la idea del arte que tienen en mi tierra. Buscaba crear algo nuevo, que no existiera antes y no les resultara familiar para que les incitara a pensar. Supongo que si hubiera pintado paisajes me hubieran rechazado menos, pero me hubiera traicionado como artista».

Su protagonista, sin embargo, es todo menos estática, y representa la plasmación exacta y colorida del discurrir mental de su autora. «Yo pienso en imágenes, es algo así como mi alfabeto personal», expone. Igual que la chica sin boca no es necesariamente una chica, los instrumentos que a menudo la acompañan tienen poco o nada que ver con la música. «Son su voz. Si te fijas, están siempre deformados, como si no existieran en el mundo real. Toman la forma que ella decide, la que le permite hablar». Algunos de sus diseños trazan, además, versos en dari, la lengua de los refugiados afganos: «El agua puede volver a un río seco, pero, ¿qué pasa con los peces que murieron?».

El tiempo también ha hecho mella en la representación de esa mujer que propone Shamsia, obligada por malos entendidos que hoy evita a toda costa. Al principio, la chica vestía burka. Más tarde, se pasó al hiyab.

«Mis pinturas tapaban los agujeros de bala en paredes en las que la única decoración eran carteles políticos agresivos»

«Antes de que gobernaran los talibanes conocía a muchas mujeres felices de llevar el burka. Yo les preguntaba si creían que su vida mejoraría si se lo quitaran y tenían clarísimo que no, que era una parte de su cultura y no era nada malo. Sé que no es fácil entender que una mujer esté contenta con algo que limita su libertad, pero el hecho es que bajo esos ropajes hay una mujer que vive y siente y hace, y mi arte no puede cambiar la situación pero sí mostrar al ser humano y hacerlo fuerte, con formas más definidas y hombros marcados y grandes. Una mujer con burka puede educarse, una mujer con burka puede tener libertad, una mujer con burka puede ser feliz. La ropa no es siempre el problema y con mis pinturas las devuelvo a la sociedad en cierto modo», razona Shamsia. Pero no todo el mundo pilló su idea. «Me acusaron de apoyar el burka o de alegrarme de su existencia. Jamás lo había pensado desde esa perspectiva, pero cambié de atuendo a mi personaje y le cerré los ojos, la mostré inexpresiva, pálida. Seguirá sin pasarle nada bueno, sólo será una chica quitándose el burka».

Los ojos cerrados nacieron como protesta, no había nada que ver en aquella sociedad patriarcal en guerra permanente contra sí misma, pero luego cobraron vida. La artista empezó a contemplar cómo lo que transmitía aquel rostro variaba en función del momento en que se encontraba ella como espectadora. Podía estar triste, feliz, preocupada o eufórica. Era, al fin, un espejo en el que cualquiera podía verse reflejado. También cumplía un objetivo más mundano, una especie de redención hacia su patria, esa que conoció como un lugar gris y desolado y resultó colmarla de felicidad pese a todo. «Mis pinturas tapaban los agujeros de bala en paredes en las que la única decoración eran carteles políticos agresivos y sin color. Cuando empezaron a circular por redes sociales pensé que mis grafitis podían cambiar de alguna manera la imagen que la gente tenía de Afganistán», afirma, y algo se le rompe en la voz. «El hogar es como una madre, la amas a pesar de todo. El arte cambia la mentalidad de la gente y la gente puede cambiar la sociedad».

A Shamsia Hassani hay quien la ha bautizado como «la Banksy afgana». Ella agradece la confianza y reconoce que está aún muy lejos de la consolidación. «Me encantaría conocerlo, hace tiempo fui a una exposición suya en Londres y fantaseé pensando que él estaba allí realmente, solo que ninguno nos dábamos cuenta». La vida cada vez más cuesta arriba de esta artista urbana transita ahora sobre una llanura pacífica a pesar de las ausencias, pero ella se ha acostumbrado a centrarse en el ahora: «El pasado siempre es en blanco y negro, y el futuro también. Lo que pasó, pasó y no se puede cambiar, y el mañana da demasiado miedo. La vida es sólo hoy».

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