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  Cine  El verano que “solo” tuve que trabajar
Cine

El verano que “solo” tuve que trabajar

julio 28, 2025
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Este artículo forma parte de la revista TintaLibre de julio. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con TintaLibre pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptores deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.

El verano se precipitó como uno de esos desenlaces abruptos en los que de repente todas las piezas de la historia acaban encajando, como si la vida tuviera su propia lógica narrativa. Llevaba ya unos años trabajando como mediadora cultural en la delegación del departamento de Educación en Vic, contratada por una empresa que prestaba el servicio al Ayuntamiento. Lo que en la práctica significaba estar siempre pendiente del número de horas que me darían (empecé con 12, luego pasé a ocho, más tarde a la empresa se le adjudicó la contratación de monitores en un colegio por las tardes y pude complementar mi miserable salario). A veces no me quedaba más remedio que volver a la empresa de trabajo temporal que me tenía fichada para limpiar o cocinar algunas horas. Entonces ya podía considerarme oficialmente escritora porque había publicado mi primer libro y alguna que otra charla remunerada me permitía pagar el material escolar a principios de curso y otros “gastos extraordinarios”. Casi nunca comíamos fuera (solo nos podíamos permitir, muy de vez en cuando, un menú en el chino que había abierto dos calles más abajo y en el que aprendimos a saludar y dar las gracias en mandarín) pero a menudo nos reuníamos en casa con amigos y a mí me encantaba exhibir esa hospitalidad marroquí que me había inculcado mi madre y cocinar los platos que me había enseñado, pasando del sentimiento de rabia que me provocaba la obligación que me impuso de hacer de comer para toda la familia los veranos al orgullo por ver disfrutar a mis invitados con lo que ponía sobre la mesa. Eso sí, cometíamos entonces, los que estábamos en la veintena o en la treintena, un delito gastronómico que por suerte no se convirtió en costumbre: lo regábamos todo con un lambrusco dulzón y burbujeante que ahogaba los sabores pero nos llevaba a menudo a una borrachera suave que pegaba a la perfección con las ondulaciones de Chambao.

Antes de que terminara el curso me habían dado el sí desde el Ayuntamiento de Granollers en el que tendría un trabajo a tiempo completo con un sueldo completo que me permitiría hacerme cargo de los gastos de mi pequeña familia monoparental. Encima tendría un contrato de un año, sin las interrupciones estivales a las que estaba acostumbrada y que era una fuente de angustia. La cuñada de una compañera de trabajo me alquiló un piso y pude instalarme al cabo de poco de empezar a ser “personal laboral” con un horario partido. El único inconveniente es que al haber aterrizado en la ciudad tan tarde ya no tenía forma de conseguir plaza en un “casal” de verano para el niño, así que tuvo que quedarse en casa de su padre entre semana y venirse conmigo sábados y domingos.

Como madre sola que había pasado largas temporadas sin tener noticias del otro progenitor de mi hijo, acostumbrada a la angustia permanente de tener que llegar a todo y andar siempre con prisas, al principio la idea de separarme del niño entre semana fue una especie de abismo, un hueco que se me formaba en el estómago y casi me impedía respirar. Pero no me quedaba otra: solo sería ese verano y de este modo, pensé, el padre podrá tener algo más de responsabilidad y no disfrutar solo de la parte divertida que es el tiempo de ocio.

Me di cuenta de lo que suponía mi sobrevenida situación cuando, frente al potente aire acondicionado del salón-comedor de mi recién estrenado piso, empecé a pensar qué haría con mi tiempo. ¿Qué podría hacer ahora que entre semana solo tendría que trabajar y no cargaría con ninguna otra obligación? La situación, aunque parezca extraño, era absolutamente inédita: como hermana mayor de una familia de seis hijos (bueno, soy la mayor con un mellizo pero a efectos prácticos eso nadie lo tuvo en cuenta porque yo era la “chica” y se me presuponía un talento natural para cuidar, limpiar y cocinar), niña traductora que había servido de apoyo a muchas familias inmigrantes que habían llegado a Vic, tramitadora oficial de todo tipo de papeleo en casa, responsable siempre, ayudante de mi madre en la crianza de los más pequeños (sigo emocionándome con una redacción que hizo el benjamín en la que decía que había tenido dos madres y que una de ellas era su hermana mayor) y luego “esposa” a la edad en la que mis compañeras de instituto se hacían su primer Interraíl y madre yo misma a los 21 años, nunca antes había tenido la posibilidad de vivir sin otra carga que la de cumplir con mi horario laboral.

¿Qué haría con esa disposición de mi propio tiempo libre? ¿Qué podría hacer? Nadie vendría a controlarme como me pasaba en Vic, nadie me reconocería por la calle y haría correr rumores por las casas contando que me habían visto hablando con un hombre o tomando un inocente café. Ya no digamos una cerveza o un vino. Las que transgredíamos ese tipo de normas aprendíamos a movernos por los sitios que sabíamos que no frecuentaban los “nuestros”: un café pijo con especialidades de todos los continentes, un bar alternativo, un restaurante de bocadillos en las afueras. Para los vigilantes de la moral tradicional que tenían a todas las jóvenes en el punto de mira, más aún a las divorciadas que, al haber perdido la virginidad, ya podían hacer “lo que les dé la gana”, todas acabaríamos por el mal camino si no nos ataban corto. Y el mal camino, aunque no especificaron nunca en qué consistía exactamente, debía estar plagado de relaciones ilícitas con hombres que no eran maridos y que encima podían ser “cristianos”. Y a saber si no acabaríamos borrachas y drogadas y completamente perdidas.

Y me perdí, ese verano, pero con el desenfreno que debían imaginar en mi barrio. Lo primero que decidí fue aprender a nadar. De verdad y de una vez por todas. Porque cuando en el instituto en educación física tocó hacerlo a mí me fue prohibido por la “desnudez” que conlleva. Al principio hice algunas de las clases a escondidas de mi padre, pero la angustia de ser descubierta y que eso pudiera poner en riesgo el poder seguir en el instituto me paralizó hasta el punto de no poder aguantarlo más. Así que en Granollers me apunté a un cursillo intensivo y cada tarde aprendía a respirar en el agua, a perder el miedo a deslizarme moviendo brazos y piernas. Nada se parecía tanto a la ligereza de mi nueva existencia como esa sensación de ingravidez del medio acuático y cuanto más anfibia me volvía más a gusto me sentía en esa nueva libertad que consistía en tener poder de decisión sobre el propio tiempo y la propia vida cotidiana. Sin más.

De repente los días habían duplicado su duración. Sin ir y venir de ningún colegio, sin pensar en menús equilibrados y sanos, sin parques ni deberes, me sobraban las horas. Así que hice uso de una maravillosa biblioteca pública que tenía cerca de casa. El piso venía amueblado y contaba con televisión y reproductor de DVD. Así que decidí ver algunos de los clásicos del cine que tenía pendientes desde hacía tiempo. El cine, decían algunos hombres en mi barrio, era para perdidas y yo no pisé uno hasta que estaba embarazada (Jackie Brown con sus andares regios y desafiantes me viene siempre a la memoria cuando recuerdo esa primera gestación). La lista que me fui haciendo fue bastante aleatoria y no obedecía a ninguna idea previa, escogía los títulos que quería ver de forma intuitiva y así fue como los mediodías asfixiantes de ese verano sin cargas domésticas se llenó con la voz melancólica de Natalie Wood. Aunque no entendiera muy bien cuál era el malestar que entristecía tanto a los protagonistas de Esplendor en la hierba. Leí medio soñolienta a Walt Whitman por primera vez para ver si con él podía descifrar esos personajes magnéticos, sin caer en la cuenta de que a veces no hay que entender sino simplemente vivir y esa película era más una experiencia que un relato. Como lo fue el Rebelde sin causa con la indiscutible belleza de James Dean o la atmósfera de desasosiego que atravesaba Chinatown. Me enamoré perdidamente de Cary Grant y me hice un intensivo con él. Me divertí con Jack Lemon y todas sus locuras, vi la biografía de Truman Capote y luego leí A sangre fría y conocía antes a Harper Lee convertida en personaje que en escritora. Pero si una película quedó grabada para siempre en mi memoria fue La gata sobre el tejado de zinc. Ese dolor palpitante del deseo no correspondido, de los amantes separados por la tragedia, esa lucha titánica aunque soterrada entre la necesidad de abrazar la vida para seguir cabalgándola y la presencia de la muerte, la culpa en ese árido territorio en el que a menudo tiene que sobrevivir el amor. Y que el amor lo encarne un sufriente Paul Newman capaz de rechazar a Elisabeth Taylor con sus enormes ojos esmeralda.

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Cada tarde salía de ese Hollywood clásico y me metía en la oficina donde los usuarios llegaban pidiendo “arraigo”, que era un informe que debíamos redactar nosotros para que pudieran solicitar un permiso de residencia por haber pasado en España más de tres años. A menudo también venían para que les rellenáramos formularios de todo tipo y yo volvía a ser la niña intérprete, la que descifraba el lenguaje administrativo solo que ahora para personas de procedencias de lo más variadas. Al terminar la jornada me zambullía en el agua y la alternancia de esos tres medios: el del cine antiguo, la oficina y la piscina se convirtió en una especie de tiempo fundacional de lo que sería un nuevo comienzo. No veía la televisión ni me llegaban noticias sobre la actualidad por ninguna vía. Veía películas, leía, nadaba, respiraba sin esa especie de dolor en el esternón que me hacía andar siempre algo encorvada. Aprendí que la libertad no iba tanto de hacer cosas extraordinarias y revolucionarias sino de poder hacer pequeñas cosas sin ninguna importancia. Y así fui yo misma sin ser hija ni madre ni esposa y por eso me di cuenta de que, si despejaba del ejercicio de la maternidad el factor de la angustia existencial que es la imposibilidad de la conciliación, era algo que disfrutaba. Echaba de menos a mi hijo, esa vitalidad espontánea e inocente de los niños, sus ocurrencias, su ritmo exigente y el maravilloso espectáculo de verlos crecer y transformarse.

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 ‘TintaLibre’ reproduce las reflexiones de Najat El Hachmi, que analiza un verano que fue un punto de inflexión en su vida de mujer inmigrante, madre soltera y escritora  

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El verano se precipitó como uno de esos desenlaces abruptos en los que de repente todas las piezas de la historia acaban encajando, como si la vida tuviera su propia lógica narrativa. Llevaba ya unos años trabajando como mediadora cultural en la delegación del departamento de Educación en Vic, contratada por una empresa que prestaba el servicio al Ayuntamiento. Lo que en la práctica significaba estar siempre pendiente del número de horas que me darían (empecé con 12, luego pasé a ocho, más tarde a la empresa se le adjudicó la contratación de monitores en un colegio por las tardes y pude complementar mi miserable salario). A veces no me quedaba más remedio que volver a la empresa de trabajo temporal que me tenía fichada para limpiar o cocinar algunas horas. Entonces ya podía considerarme oficialmente escritora porque había publicado mi primer libro y alguna que otra charla remunerada me permitía pagar el material escolar a principios de curso y otros “gastos extraordinarios”. Casi nunca comíamos fuera (solo nos podíamos permitir, muy de vez en cuando, un menú en el chino que había abierto dos calles más abajo y en el que aprendimos a saludar y dar las gracias en mandarín) pero a menudo nos reuníamos en casa con amigos y a mí me encantaba exhibir esa hospitalidad marroquí que me había inculcado mi madre y cocinar los platos que me había enseñado, pasando del sentimiento de rabia que me provocaba la obligación que me impuso de hacer de comer para toda la familia los veranos al orgullo por ver disfrutar a mis invitados con lo que ponía sobre la mesa. Eso sí, cometíamos entonces, los que estábamos en la veintena o en la treintena, un delito gastronómico que por suerte no se convirtió en costumbre: lo regábamos todo con un lambrusco dulzón y burbujeante que ahogaba los sabores pero nos llevaba a menudo a una borrachera suave que pegaba a la perfección con las ondulaciones de Chambao.

Antes de que terminara el curso me habían dado el sí desde el Ayuntamiento de Granollers en el que tendría un trabajo a tiempo completo con un sueldo completo que me permitiría hacerme cargo de los gastos de mi pequeña familia monoparental. Encima tendría un contrato de un año, sin las interrupciones estivales a las que estaba acostumbrada y que era una fuente de angustia. La cuñada de una compañera de trabajo me alquiló un piso y pude instalarme al cabo de poco de empezar a ser “personal laboral” con un horario partido. El único inconveniente es que al haber aterrizado en la ciudad tan tarde ya no tenía forma de conseguir plaza en un “casal” de verano para el niño, así que tuvo que quedarse en casa de su padre entre semana y venirse conmigo sábados y domingos.

Como madre sola que había pasado largas temporadas sin tener noticias del otro progenitor de mi hijo, acostumbrada a la angustia permanente de tener que llegar a todo y andar siempre con prisas, al principio la idea de separarme del niño entre semana fue una especie de abismo, un hueco que se me formaba en el estómago y casi me impedía respirar. Pero no me quedaba otra: solo sería ese verano y de este modo, pensé, el padre podrá tener algo más de responsabilidad y no disfrutar solo de la parte divertida que es el tiempo de ocio.

Me di cuenta de lo que suponía mi sobrevenida situación cuando, frente al potente aire acondicionado del salón-comedor de mi recién estrenado piso, empecé a pensar qué haría con mi tiempo. ¿Qué podría hacer ahora que entre semana solo tendría que trabajar y no cargaría con ninguna otra obligación? La situación, aunque parezca extraño, era absolutamente inédita: como hermana mayor de una familia de seis hijos (bueno, soy la mayor con un mellizo pero a efectos prácticos eso nadie lo tuvo en cuenta porque yo era la “chica” y se me presuponía un talento natural para cuidar, limpiar y cocinar), niña traductora que había servido de apoyo a muchas familias inmigrantes que habían llegado a Vic, tramitadora oficial de todo tipo de papeleo en casa, responsable siempre, ayudante de mi madre en la crianza de los más pequeños (sigo emocionándome con una redacción que hizo el benjamín en la que decía que había tenido dos madres y que una de ellas era su hermana mayor) y luego “esposa” a la edad en la que mis compañeras de instituto se hacían su primer Interraíl y madre yo misma a los 21 años, nunca antes había tenido la posibilidad de vivir sin otra carga que la de cumplir con mi horario laboral.

¿Qué haría con esa disposición de mi propio tiempo libre? ¿Qué podría hacer? Nadie vendría a controlarme como me pasaba en Vic, nadie me reconocería por la calle y haría correr rumores por las casas contando que me habían visto hablando con un hombre o tomando un inocente café. Ya no digamos una cerveza o un vino. Las que transgredíamos ese tipo de normas aprendíamos a movernos por los sitios que sabíamos que no frecuentaban los “nuestros”: un café pijo con especialidades de todos los continentes, un bar alternativo, un restaurante de bocadillos en las afueras. Para los vigilantes de la moral tradicional que tenían a todas las jóvenes en el punto de mira, más aún a las divorciadas que, al haber perdido la virginidad, ya podían hacer “lo que les dé la gana”, todas acabaríamos por el mal camino si no nos ataban corto. Y el mal camino, aunque no especificaron nunca en qué consistía exactamente, debía estar plagado de relaciones ilícitas con hombres que no eran maridos y que encima podían ser “cristianos”. Y a saber si no acabaríamos borrachas y drogadas y completamente perdidas.

Y me perdí, ese verano, pero con el desenfreno que debían imaginar en mi barrio. Lo primero que decidí fue aprender a nadar. De verdad y de una vez por todas. Porque cuando en el instituto en educación física tocó hacerlo a mí me fue prohibido por la “desnudez” que conlleva. Al principio hice algunas de las clases a escondidas de mi padre, pero la angustia de ser descubierta y que eso pudiera poner en riesgo el poder seguir en el instituto me paralizó hasta el punto de no poder aguantarlo más. Así que en Granollers me apunté a un cursillo intensivo y cada tarde aprendía a respirar en el agua, a perder el miedo a deslizarme moviendo brazos y piernas. Nada se parecía tanto a la ligereza de mi nueva existencia como esa sensación de ingravidez del medio acuático y cuanto más anfibia me volvía más a gusto me sentía en esa nueva libertad que consistía en tener poder de decisión sobre el propio tiempo y la propia vida cotidiana. Sin más.

De repente los días habían duplicado su duración. Sin ir y venir de ningún colegio, sin pensar en menús equilibrados y sanos, sin parques ni deberes, me sobraban las horas. Así que hice uso de una maravillosa biblioteca pública que tenía cerca de casa. El piso venía amueblado y contaba con televisión y reproductor de DVD. Así que decidí ver algunos de los clásicos del cine que tenía pendientes desde hacía tiempo. El cine, decían algunos hombres en mi barrio, era para perdidas y yo no pisé uno hasta que estaba embarazada (Jackie Brown con sus andares regios y desafiantes me viene siempre a la memoria cuando recuerdo esa primera gestación). La lista que me fui haciendo fue bastante aleatoria y no obedecía a ninguna idea previa, escogía los títulos que quería ver de forma intuitiva y así fue como los mediodías asfixiantes de ese verano sin cargas domésticas se llenó con la voz melancólica de Natalie Wood. Aunque no entendiera muy bien cuál era el malestar que entristecía tanto a los protagonistas de Esplendor en la hierba. Leí medio soñolienta a Walt Whitman por primera vez para ver si con él podía descifrar esos personajes magnéticos, sin caer en la cuenta de que a veces no hay que entender sino simplemente vivir y esa película era más una experiencia que un relato. Como lo fue el Rebelde sin causa con la indiscutible belleza de James Dean o la atmósfera de desasosiego que atravesaba Chinatown. Me enamoré perdidamente de Cary Grant y me hice un intensivo con él. Me divertí con Jack Lemon y todas sus locuras, vi la biografía de Truman Capote y luego leí A sangre fría y conocía antes a Harper Lee convertida en personaje que en escritora. Pero si una película quedó grabada para siempre en mi memoria fue La gata sobre el tejado de zinc. Ese dolor palpitante del deseo no correspondido, de los amantes separados por la tragedia, esa lucha titánica aunque soterrada entre la necesidad de abrazar la vida para seguir cabalgándola y la presencia de la muerte, la culpa en ese árido territorio en el que a menudo tiene que sobrevivir el amor. Y que el amor lo encarne un sufriente Paul Newman capaz de rechazar a Elisabeth Taylor con sus enormes ojos esmeralda.

Cada tarde salía de ese Hollywood clásico y me metía en la oficina donde los usuarios llegaban pidiendo “arraigo”, que era un informe que debíamos redactar nosotros para que pudieran solicitar un permiso de residencia por haber pasado en España más de tres años. A menudo también venían para que les rellenáramos formularios de todo tipo y yo volvía a ser la niña intérprete, la que descifraba el lenguaje administrativo solo que ahora para personas de procedencias de lo más variadas. Al terminar la jornada me zambullía en el agua y la alternancia de esos tres medios: el del cine antiguo, la oficina y la piscina se convirtió en una especie de tiempo fundacional de lo que sería un nuevo comienzo. No veía la televisión ni me llegaban noticias sobre la actualidad por ninguna vía. Veía películas, leía, nadaba, respiraba sin esa especie de dolor en el esternón que me hacía andar siempre algo encorvada. Aprendí que la libertad no iba tanto de hacer cosas extraordinarias y revolucionarias sino de poder hacer pequeñas cosas sin ninguna importancia. Y así fui yo misma sin ser hija ni madre ni esposa y por eso me di cuenta de que, si despejaba del ejercicio de la maternidad el factor de la angustia existencial que es la imposibilidad de la conciliación, era algo que disfrutaba. Echaba de menos a mi hijo, esa vitalidad espontánea e inocente de los niños, sus ocurrencias, su ritmo exigente y el maravilloso espectáculo de verlos crecer y transformarse.

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