<p>Los anuncios de la radio se ajustan a los oyentes de las cadenas con una precisión divina, un billón de veces más bella que la del algoritmo machacón, dale, Perico, al torno con el GPS para perros. En la estación que habla a quienes comienzan a jubilarse y ya han casado a los niños, que quizás incluso permiten que dos o tres nietos los vigilen a diario desde el fondo de la pantalla del móvil, una ruidosísima voz promueve la contratación de agencias de aquiler que exigen a los inquilinos la presentación de sus extractos bancarios y el pago de un cargo extra equivalente a una, ¡uy!, mensualidad que garantizará el acceso a un servicio de manitas y, Dios nos asista, ¡un! mes de fibra óptica. A continuación, <strong>una locutora de cadencia reposada proclamará el descubrimiento de un novedoso método para regular el colesterol.</strong></p>
El tiempo propio queda arrinconado al fin de semana, he aquí el certificado. Uno queda desahuciado de su propia vida y, en lugar de reclamarlo, le proponen, previo pago, parchearlo
Los anuncios de la radio se ajustan a los oyentes de las cadenas con una precisión divina, un billón de veces más bella que la del algoritmo machacón, dale, Perico, al torno con el GPS para perros. En la estación que habla a quienes comienzan a jubilarse y ya han casado a los niños, que quizás incluso permiten que dos o tres nietos los vigilen a diario desde el fondo de la pantalla del móvil, una ruidosísima voz promueve la contratación de agencias de aquiler que exigen a los inquilinos la presentación de sus extractos bancarios y el pago de un cargo extra equivalente a una, ¡uy!, mensualidad que garantizará el acceso a un servicio de manitas y, Dios nos asista, ¡un! mes de fibra óptica. A continuación, una locutora de cadencia reposada proclamará el descubrimiento de un novedoso método para regular el colesterol.
En el transporte público una descubre que el año 2005 d. C. no es un período de tiempo culminado hace casi dos décadas, sino un estado del ánimo al que se accede si se sintoniza el dial adecuado. La radiofórmula sigue viva. Mantiene sus bromas telefónicas protagonizadas por risueñas novias que deciden proclamar amor eterno a sus pichones después de haberles hecho creer que los llamaban del hospital con unos resultados clínicos fatales. Se pertrechan de anécdotas para contar a sus vecinos. O sea, de felicidad.
Las estaciones de radio con las parrillas publicitarias más terroríficas, no obstante, dibujan a su público entre los trabajadores que cada mañana desayunan, y cada tarde meriendan, 45 minutos de tráfico para llegar a su oficina fluorescente. Allí los anuncios proponen encargarse de aquello que desborde el horario laboral. Niños que van al colegio, hacer la compra, recoger un vestido de la tintorería. Si no-le-da-la-vida, allí se plantarán con sus servicios para hacer por el oyente lo que al oyente, enredado en sus calls y off-sites, se le escurre. Se reviste, entonces, de prestigio andar de un lado a otro como pollo sin cabeza. Quien está hasta arriba, se asume, debe de ser una persona solicitada e insustituible. La medida de su valor es su falta de ocio. Son portadores de la cualidad más anhelada entre quienes bucean en el mercado laboral con el ardiente objetivo de dotar de sentido a su vida y de relleno a su ego: son personas productivas. La sobrecarga laboral se revela como el más precioso de sus síntomas. El tiempo propio queda arrinconado al fin de semana, he aquí el certificado. Uno queda desahuciado de su propia vida y, en lugar de reclamarlo, le proponen, previo pago, parchearlo.
Mañana, en cualquier caso, es sábado.
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