Es curiosa la forma en que la televisión está transformándose. Y aún lo es más una figura como la de Amy Sherman-Palladino, obsesionada con no rendirse a ni una sola concesión del medio, obsesionado a su vez con la audiencia y el miedo a que algo tenga demasiado aspecto de autor. Fue capaz, Sherman-Palladino, de renunciar —ella y su marido, Daniel Palladino, el tándem perfecto— a una temporada completa —la siete— de su más exitosa primera creación, Las chicas Gilmore (Netflix), por negarse a seguir los imperativos de la cadena. ¿El resultado? La evidencia de lo que ocurre cuando se aparta a un autor de su obra: que pierde parte de su alma. Que se desdibuja. Y, a la vez, se convierte —esa temporada en concreto— en una prueba irrefutable del error de aquellos que creen que la televisión no puede desarrollar obras de autor.
Amy Sherman-Palladino y su marido Daniel firman una poderosa y libérrima ficción sobre dos compañías de ballet que intercambian a sus estrellas
Es curiosa la forma en que la televisión está transformándose. Y aún lo es más una figura como la de Amy Sherman-Palladino, obsesionada con no rendirse a ni una sola concesión del medio, obsesionado a su vez con la audiencia y el miedo a que algo tenga demasiado aspecto de autor. Fue capaz, Sherman-Palladino, de renunciar —ella y su marido, Daniel Palladino, el tándem perfecto— a una temporada completa —la siete— de su más exitosa primera creación, Las chicas Gilmore (Netflix), por negarse a seguir los imperativos de la cadena. ¿El resultado? La evidencia de lo que ocurre cuando se aparta a un autor de su obra: que pierde parte de su alma. Que se desdibuja. Y, a la vez, se convierte —esa temporada en concreto— en una prueba irrefutable del error de aquellos que creen que la televisión no puede desarrollar obras de autor.
La libertad con la que los Palladino escribieron y dirigieron después La maravillosa señora Maisel (Prime), la serie que protagonizan Rachel Brosnahan, en el papel de una inteligentísima monologuista, y su nada convencional agente, Susie (Alex Bornstein), la historia de dos amigas, en realidad, que se sostienen y se elevan a un olimpo propio y único, dejó bien claro cómo de lejos podía llegarse —en lo que a impecable nuevo formato, y ambición estilística se refería— cuando nada es un impedimento para el creador al frente del pequeño ejército que supone una producción de este estilo.
Nuevos caminos
¿Y qué ocurre en Étoile (Prime), su siguiente creación? Que, en primer lugar, es algo otra vez, nuevo, y por supuesto, de un tan altísimo nivel que inaugura otro camino en la ficción televisiva, pero uno, como ha ocurrido cada vez, que sólo parece apto para su incorruptible mano firme.
Quizá para entender cómo se atreven a llevar a la pequeña pantalla una exquisita y a la vez divertidísima serie cuya única intriga o trama consiste en ver qué ocurre cuando un par de ballets en horas bajas —uno de París y otro de Nueva York— deciden, desesperados, intercambiar a sus estrellas. Una de ellas, dejénme decirles, es uno de los mejores personajes femeninos creados este siglo XXI. Su nombre es Cheyenne, la interpreta fabulosamente Lou de Laâge, y es la estrella parisina que viaja a Nueva York. Cheyenne es una fuerza de la naturaleza. Casi un animal salvaje, extremadamente sofisticado y rudo a la vez. Su madre —sí, los Palladino siempre van a escribir sobre aquello que somos porque somos hijos de alguien— también es un animal salvaje, pero uno de otro tipo, una especie de inventora del siglo XIX con aspecto de aviadora chiflada.

Dada la intrincada teatralidad que los diálogos de los Palladino han ido adquiriendo con el tiempo, tiempo en el que su obra ha empezado a ser consciente de su condición de artefacto —algo que ocurrió con La maravillosa señora Maisel—, un artefacto que funciona a distintos niveles estéticos, los personajes son algo así como las puertas que permiten entrar en la historia. Puertas brillantes y fascinantes, pero sólo eso: puertas. Porque nada en ellos cambia —prepárense para el camino del héroe desaparezca ante sus ojos—, son las mismas inmutables personas —fíjense en el coreógrafo Tobias, la estrella que el ballet de Nueva York cede al de París— jugando a construir y deconstruir una trama que sólo es una situación —el intercambio—. Corrían un riesgo enorme, y lo sabían, pero nada les detuvo, ni siquiera el hecho de que ya lo habían intentado antes.
Sí, justo después de Las chicas Gilmore, los Palladino rodaron la primera temporada de algo llamado Bunheads, una serie sobre una bailarina que tampoco —como ésta— pasó de la primera temporada. Sherman-Palladino, hija de una bailarina y un monologuista, que estuvo bailando en un ballet hasta que empezó a escribir Roseanne, estaba convencida de que esta vez sí, y no sólo contó con Charlotte Gainsbourg —toda la serie está escrita e interpretada en dos idiomas: francés e inglés— sino también con viejos conocidos —Kelly Bishop (Emily Gilmore), Yanic Truesdale (el Michel de Las chicas Gilmore) y Luke Kirby (el Lenny Bruce de La maravillosa señora Maisel)—, algo habitual en su ficción. La flexibilidad ante las posibilidades, el carácter lúdico de todo lo que tocan, la ambición y una visión (de autora, o autores) que la televisión aún acepta con reticencia, no ha conectado con una audiencia masiva, ni es probable que lo haga jamás. La cosa es que, creo, deberíamos permitirnos ser tan libres —de miras, y expectativas— como ellos para detener la involución del medio ante la avalancha de los cada vez más insulsos e indiferenciados productos algorítmicos.
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