<p class=»ue-c-article__paragraph»>Había que subir tres pisos por unas escaleras de peldaño alto y arriba del todo estaba el pintor Bonifacio Alfonso en sus mundos del revés, tomando la pintura con una bocanada de ducados, uno detrás de otro. Murió en 2011. Una semana antes me llamó para despedirse. <strong>Bonifacio era un hombre disparatado, listo, huraño, autor de una obra que tiene su chorro primero en el informalismo</strong> y en un caos de modales surrealistas. Al Boni lo echamos de menos. Cuando estoy en Lavapiés recuerdo su casa gigante y lo recuerdo dentro a él, como un centinela indisciplinado de la calle de la Cabeza. Algunos de los cuadros que pintó en la guarida vuelven a Madrid. Cuelgan hoy en la Galería Luis Burgos (Plaza de Cataluña, 1).</p>
Había que subir tres pisos por unas escaleras de peldaño alto y arriba del todo estaba el pintor Bonifacio Alfonso en sus mundos del revés, toman
Había que subir tres pisos por unas escaleras de peldaño alto y arriba del todo estaba el pintor Bonifacio Alfonso en sus mundos del revés, tomando la pintura con una bocanada de ducados, uno detrás de otro. Murió en 2011. Una semana antes me llamó para despedirse. Bonifacio era un hombre disparatado, listo, huraño, autor de una obra que tiene su chorro primero en el informalismo y en un caos de modales surrealistas. Al Boni lo echamos de menos. Cuando estoy en Lavapiés recuerdo su casa gigante y lo recuerdo dentro a él, como un centinela indisciplinado de la calle de la Cabeza. Algunos de los cuadros que pintó en la guarida vuelven a Madrid. Cuelgan hoy en la Galería Luis Burgos (Plaza de Cataluña, 1).
Tenía mucho de zíngaro que nació por accidente en San Sebastián, más o menos en 1934. Allí adquirió raras costumbres para un heterodoxo que en verdad tiene alma de gitano noble. A su padre, republicano, lo fusilaron en Ochandiano los nacionales y él acabó preso en un campo de concentración.
La edad le dotó de una elegancia con lamparones. Arrastraba esqueleto de galgo cascado. Al desplazarse iba tirado hacia delante con un traqueteo de huesos que le asomaban por todos lados. En esta vida Bonifacio fue cosas muy raras, cosas que, juntas, no aventuran al artista que llegó a ser. Pescaba anchoas cuando aún le asomaba un mostacho de perlé. Dejó la Escuela de Artes y Ocios porque le obligaban a hacer la línea recta al carboncillo. Toreó 26 novilladas con picadores hasta que un bicho rematado en puntas le asestó en Bilbao un pitonazo en los cuartos traseros. Cambió los trastos de matar por la batería de jazz y se dejó algunos años en el fondo de los vasos de todos los garitos. Probó después como pintor de brocha gorda y un día, tras miles de dibujos rayados en blocs de bolsillo, decidió que se instalaba en el arte a su manera, desde la rara matemática de su intuición.
Aterrizó una mañana en Cuenca con Fernando Zobel y Antonio Saura y se quedó 28 años. En aquel tiempo, bajo un cielo deslumbrante, el grupo El Paso templaba las armas para el asalto al poder por vía de la abstracción mientras Bonifacio se dedicaba a pescar truchas.
Pasé un buen puñado horas escuchándolo en su taller de Lavapiés. Hablaba con la ira fingida de los ogros buenos. Si estaba a gusto dispensaba chupitos de JB. Trazó su perímetro vital entre el Casa Patas, el Viña P y el Candela (ahora resvivido), donde dejó a un poderoso friso sobre la barra del local en pago por tantas madrugadas con el flamenco por quinqué. Fue un pintor estupendo. Emocional. Difícil. Y el tipo más raro y generoso de aquel Madrid. O del mundo.
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