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  Libros  Joaquín Ais, biólogo: “Las plantas nos enseñaron a cocinar, pero también a pensar”
Libros

Joaquín Ais, biólogo: “Las plantas nos enseñaron a cocinar, pero también a pensar”

julio 25, 2025
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La cocina como laboratorio y trinchera de resistencia. El biólogo argentino Joaquín Ais, cocinero aficionado y científico de formación, propone que ese espacio para muchas personas mágico, donde se mezclan ingredientes y sabores, sea también un lugar para “conservar especies” que pueden estar amenazadas por una agroindustria desbocada y globalizada. “Cuando una planta se cocina, se nombra y se comparte, y al final trasciende», afirma Ais, autor de Botánica para comer (Siglo veintiuno), un maravilloso viaje científico y gastronómico sobre la importancia de las plantas, no solo en la cocina, sino también como sustento de la vida.

Pregunta. El cocinero Itamar Srulovich escribió en The Guardian lo que considera un gran descubrimiento gastronómico en Oaxaca, el chepiche. “Le doy un mordisco y, de repente, todo en mi boca se ilumina”, dijo. ¿Cuándo fue la última vez que una plata lo sorprendió?

Respuesta. Hay una planta que en estas latitudes conocemos como tomillo silvestre. Es una especie aromática y condimenticia, endémica de nuestra región, que me cautivó no solo por sus cualidades culinarias —que recuerdan al tomillo mediterráneo—, sino porque, a pesar de esa similitud, conserva una identidad botánica propia. Como si en su sabor persistiera un gesto de resistencia. Más allá de sus usos en la cocina, me conmueve la historia de esas plantas que crecen en territorio propio, enraizadas en un entendimiento profundo con el suelo que habitan.

P. Usted dice que la cocina quizá haya sido el primer formato del quehacer científico. ¿Qué papel han jugado las plantas en esa historia?

R. Las plantas siempre fueron —y seguirán siendo— la base de toda cocina. No solo como ingredientes visibles, sino porque son capaces de construir alimento a base de energía solar. Por eso, cuando digo que la cocina pudo haber sido el primer formato del quehacer científico, pienso en esos primeros gestos humanos frente al mundo vegetal: observar, probar, transformar. Las plantas nos enseñaron a cocinar, pero también a pensar. Son memoria, tecnología y sustento.

P. Usted critica lo que llama la invisibilización del mundo vegetal por parte de los humanos. ¿Por qué lo menospreciamos así?

R. Creo que hay algo en la quietud de las plantas que nos confunde. Como no se trasladan, como no gritan ni sangran, solemos darlas por sentadas. A lo largo de la historia humana, la atención se entrenó para percibir lo que se mueve, lo que huye, lo que amenaza. Las plantas, en cambio, operan en otro tiempo. Un tiempo que no es el de la urgencia, sino el de la persistencia. Y en esa lentitud, creo que a nuestra atención le cuesta posarse. Lo que me interesa es que volvamos a enamorarnos de la maravilla vegetal. Porque en el instante mismo en que posamos la atención sobre ese reino aparentemente inanimado y estático, la vida se llena de matices. Aparecen colores, aromas, texturas. Y una forma nueva —o ancestral— de estar en el mundo y de habitar el presente.

Joaquín Ais en Buenos Aires.

P. Su libro es un viaje también por la historia de las plantas. El tomate, por ejemplo, que nació en América y ahora es indispensable en cualquier mesa del mundo. ¿Hemos perdido parte del conocimiento tradicional sobre plantas?

R. No sé si lo hemos perdido, pero sí siento que nos hemos alejado del conocimiento tradicional sobre muchas plantas. La industria y la globalización no son malas en sí mismas, aunque sí conllevan la estandarización de cultivos y sabores, favoreciendo variantes y variables comerciales que responden más a la producción masiva que a la diversidad. En el caso del tomate, como en tantas otras especies, eso significa que muchas variedades locales, con sabores únicos y adaptaciones específicas, se diluyen en el olvido. Y ese olvido no representa solo la pérdida de sabores, sino también de saberes, de historias y de vínculos profundos con el territorio.

P. ¿Debemos regresar al huerto?

R. De nuevo, no me gusta hablar de “deber”, pero espero que quienes pueden acceder a un huerto lo aprovechen, sobre todo como anclaje al presente. La vida moderna y las estructuras económicas, políticas y sociales no garantizan ese acceso para todos, por eso el libro invita a que cada uno, desde su lugar y posibilidades —aunque sean desiguales—, se reconecte con el reino vegetal a su manera.

P. ¿Cuáles son esas plantas poco valoradas que debemos meter en la cocina?

R. Depende mucho del contexto de cada quien. Lo que siempre comparto es la idea de que cuanta más cantidad y diversidad incorporemos, mejor. Ojalá el cayote se convierta en un producto mucho más consumido a lo largo y ancho de nuestro país. No sé cómo será en México, pero creo que rescatar y valorizar ese tipo de frutos es fundamental.

P. ¿Qué consejos daría a alguien que quiere iniciarse en el uso gastronómico de plantas? ¿Por dónde comienza?

R. Lo importante es despertar la curiosidad y el interés por el reino vegetal. Ese solo gesto ya abre puertas, preguntas, ganas de investigar y aprender. Y eso, en sí mismo, ya es un movimiento valioso. Sobre todo, creo que se trata de disfrutar el proceso. La cocina con plantas es un aprendizaje continuo, una forma de reconectar con el ecosistema que habitamos y con nuestra propia historia. Es, en definitiva, una forma de vivir la vida.

Joaquín Ais en el barrio de Palermo.

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P. Cuando el cambio climático amenaza la humanidad y el ecosistema, usted pide que la cocina sea la última trinchera. ¿Cómo puede la cocina ayudar a conservar especies en peligro?

R. La cocina como trinchera la pienso como ese acto cotidiano, íntimo y político posible. Lo que elegimos cocinar, comprar, sembrar o conservar tiene impacto. Cada vez que incorporamos una planta local, una semilla nativa, una variedad poco o muy comercial, estamos contribuyendo —aunque sea de forma modesta— a su continuidad. Conservar especies no es tarea exclusiva de laboratorios o reservas naturales; también sucede en la mesa, en el mercado, en el balcón o en la olla. Cuando una planta se cocina, se nombra y se comparte, y al final trasciende.

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 El investigador argentino publica ‘Botánica para comer’, un viaje científico y gastronómico sobre la importancia de las plantas no solo en la cocina, sino también como sustento de la vida  

La cocina como laboratorio y trinchera de resistencia. El biólogo argentino Joaquín Ais, cocinero aficionado y científico de formación, propone que ese espacio para muchas personas mágico, donde se mezclan ingredientes y sabores, sea también un lugar para “conservar especies” que pueden estar amenazadas por una agroindustria desbocada y globalizada. “Cuando una planta se cocina, se nombra y se comparte, y al final trasciende», afirma Ais, autor de Botánica para comer (Siglo veintiuno), un maravilloso viaje científico y gastronómico sobre la importancia de las plantas, no solo en la cocina, sino también como sustento de la vida.

Pregunta. El cocinero Itamar Srulovich escribió en The Guardian lo que considera un gran descubrimiento gastronómico en Oaxaca, el chepiche. “Le doy un mordisco y, de repente, todo en mi boca se ilumina”, dijo. ¿Cuándo fue la última vez que una plata lo sorprendió?

Respuesta. Hay una planta que en estas latitudes conocemos como tomillo silvestre. Es una especie aromática y condimenticia, endémica de nuestra región, que me cautivó no solo por sus cualidades culinarias —que recuerdan al tomillo mediterráneo—, sino porque, a pesar de esa similitud, conserva una identidad botánica propia. Como si en su sabor persistiera un gesto de resistencia. Más allá de sus usos en la cocina, me conmueve la historia de esas plantas que crecen en territorio propio, enraizadas en un entendimiento profundo con el suelo que habitan.

P. Usted dice que la cocina quizá haya sido el primer formato del quehacer científico. ¿Qué papel han jugado las plantas en esa historia?

R. Las plantas siempre fueron —y seguirán siendo— la base de toda cocina. No solo como ingredientes visibles, sino porque son capaces de construir alimento a base de energía solar. Por eso, cuando digo que la cocina pudo haber sido el primer formato del quehacer científico, pienso en esos primeros gestos humanos frente al mundo vegetal: observar, probar, transformar. Las plantas nos enseñaron a cocinar, pero también a pensar. Son memoria, tecnología y sustento.

P. Usted critica lo que llama la invisibilización del mundo vegetal por parte de los humanos. ¿Por qué lo menospreciamos así?

R. Creo que hay algo en la quietud de las plantas que nos confunde. Como no se trasladan, como no gritan ni sangran, solemos darlas por sentadas. A lo largo de la historia humana, la atención se entrenó para percibir lo que se mueve, lo que huye, lo que amenaza. Las plantas, en cambio, operan en otro tiempo. Un tiempo que no es el de la urgencia, sino el de la persistencia. Y en esa lentitud, creo que a nuestra atención le cuesta posarse. Lo que me interesa es que volvamos a enamorarnos de la maravilla vegetal. Porque en el instante mismo en que posamos la atención sobre ese reino aparentemente inanimado y estático, la vida se llena de matices. Aparecen colores, aromas, texturas. Y una forma nueva —o ancestral— de estar en el mundo y de habitar el presente.

Joaquín Ais en Buenos Aires.
Joaquín Ais en Buenos Aires.MARIANA NEDELCU

P. Su libro es un viaje también por la historia de las plantas. El tomate, por ejemplo, que nació en América y ahora es indispensable en cualquier mesa del mundo. ¿Hemos perdido parte del conocimiento tradicional sobre plantas?

R. No sé si lo hemos perdido, pero sí siento que nos hemos alejado del conocimiento tradicional sobre muchas plantas. La industria y la globalización no son malas en sí mismas, aunque sí conllevan la estandarización de cultivos y sabores, favoreciendo variantes y variables comerciales que responden más a la producción masiva que a la diversidad. En el caso del tomate, como en tantas otras especies, eso significa que muchas variedades locales, con sabores únicos y adaptaciones específicas, se diluyen en el olvido. Y ese olvido no representa solo la pérdida de sabores, sino también de saberes, de historias y de vínculos profundos con el territorio.

P. ¿Debemos regresar al huerto?

R. De nuevo, no me gusta hablar de “deber”, pero espero que quienes pueden acceder a un huerto lo aprovechen, sobre todo como anclaje al presente. La vida moderna y las estructuras económicas, políticas y sociales no garantizan ese acceso para todos, por eso el libro invita a que cada uno, desde su lugar y posibilidades —aunque sean desiguales—, se reconecte con el reino vegetal a su manera.

P. ¿Cuáles son esas plantas poco valoradas que debemos meter en la cocina?

R. Depende mucho del contexto de cada quien. Lo que siempre comparto es la idea de que cuanta más cantidad y diversidad incorporemos, mejor. Ojalá el cayote se convierta en un producto mucho más consumido a lo largo y ancho de nuestro país. No sé cómo será en México, pero creo que rescatar y valorizar ese tipo de frutos es fundamental.

P. ¿Qué consejos daría a alguien que quiere iniciarse en el uso gastronómico de plantas? ¿Por dónde comienza?

R. Lo importante es despertar la curiosidad y el interés por el reino vegetal. Ese solo gesto ya abre puertas, preguntas, ganas de investigar y aprender. Y eso, en sí mismo, ya es un movimiento valioso. Sobre todo, creo que se trata de disfrutar el proceso. La cocina con plantas es un aprendizaje continuo, una forma de reconectar con el ecosistema que habitamos y con nuestra propia historia. Es, en definitiva, una forma de vivir la vida.

Joaquín Ais en el barrio de Palermo.
Joaquín Ais en el barrio de Palermo. MARIANA NEDELCU

P. Cuando el cambio climático amenaza la humanidad y el ecosistema, usted pide que la cocina sea la última trinchera. ¿Cómo puede la cocina ayudar a conservar especies en peligro?

R. La cocina como trinchera la pienso como ese acto cotidiano, íntimo y político posible. Lo que elegimos cocinar, comprar, sembrar o conservar tiene impacto. Cada vez que incorporamos una planta local, una semilla nativa, una variedad poco o muy comercial, estamos contribuyendo —aunque sea de forma modesta— a su continuidad. Conservar especies no es tarea exclusiva de laboratorios o reservas naturales; también sucede en la mesa, en el mercado, en el balcón o en la olla. Cuando una planta se cocina, se nombra y se comparte, y al final trasciende.

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