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  Libros  Julio Camba: el periodismo al margen entra en el canon (y sale de las facultades)
Libros

Julio Camba: el periodismo al margen entra en el canon (y sale de las facultades)

junio 13, 2025
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Julio Camba era el hombre que no habría ido ni a su propio entierro. Lo decía su amigo César González-Ruano, otro nombre dorado del periodismo español. A Camba no le gustaban las obligaciones. Ni familia ni propiedades, ni filiación política. Tampoco le gustaba trabajar. Mejor quedarse en su habitación pequeña, sombría y barata del hotel Palace de Madrid, donde vivió como huésped fijo desde el verano del 49 hasta su muerte en el invierno del 62, bajo un franquismo que lo domesticó y acalló. O, si acaso, mejor sentarse en un café y ver pasar la vida minúscula, la vida real; esa que Camba hacía sonar en los periódicos como suena la música de café: liviana, de fondo, un poco excitante, veloz.

Él se retrató a sí mismo como un Bartleby: aquel que prefería no hacerlo. Nunca hablaba de literatura. Aseguraba que prefería morirse de hambre a escribir. Detestaba la caduca actualidad periodística. Era refractario a los cenáculos literarios. Rechazó entrar en la RAE. Y su único odio confeso era para “el miserable que inventó la imprenta”, su cadena vital. La condena que lo convirtió en una fábrica humana de producir artículos llenos de yo, de vida y de humor.

Los más brillantes los recogió en Mis páginas mejores. Setenta años después, el anticanónico Camba, de raíz y juventud libertarias, el periodista y escritor que rompió sus archivos y que destruía la correspondencia sin pensar en mañana y menos aún en el mañana, ingresa ahora en el canon de las Letras Hispánicas de Cátedra, la colección de tapa negra que solo alberga a los grandes nombres de las letras en español. Los entremeses de Cervantes, las novelas de Pérez Galdós o Vargas Llosa, el teatro de Lorca y Calderón, la poesía de Quevedo y Machado, las nivolas de Unamuno, los cuentos de Rulfo y Pardo Bazán, las greguerías de De la Serna o los ensayos de Ortega y Zambrano.

Entre los periodistas —género expulsado del parnaso por quién sabe qué pecado original—, solo aparecían los Artículos de Larra, el Viaje en autobús de Pla y el Contra Paraíso de Manuel Vicent. Desde ahora, 920 títulos después, en las Letras Hispánicas brilla el periodismo al margen de Julio Camba, maestro de la columna periodística. O mejor: de la crónica hecha columna. Porque así entendía su oficio el periodista gallego de pícaras comisuras y pupilas escudriñadoras, que salió de Vilanova de Arousa en la bodega de un barco rumbo a Buenos Aires con dieciséis años y que ejerció el viejo oficio de andar, mirar, oír y contar en Turquía, Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Italia y Portugal como corresponsal de Abc, El Mundo, La Tribuna o El Sol.

Portada de 'Mis páginas mejores', de Julio Camba.

Mis páginas mejores —un monumento a la columna literaria; quizá la columna trajana de nuestro periodismo clásico— quintaesencia la mirada irónica y sagaz de Camba. Ahí puede aludir a la calvicie germánica diciendo que “una cabeza alemana es algo así como la Mancha: árido, seco, sombrío, desolado”, y al mismo tiempo subrayar la vocación de los alemanes de ser gobernados hasta en el andar, el escupir o el subir al tranvía porque les falta “esa fuerza inmensa, profunda, inconsciente, peligrosa y alucinante que se parece al mar y que se llama pueblo”. Camba también puede ironizar sobre el turista inglés, reflejando su aspiración a seguir siendo inglés en el extranjero: hablando inglés, comiendo roast-beef, tomando el té de las cinco y jugando al golf. O puede burlarse del turista yanqui diciendo que si no han comprado ya el Mont-Blanc es porque piensan hacer en Chicago uno mucho más grande, con mucha más nieve y en el que muera mucha más gente, porque un americano es un adicto a los récords y a que veinte duros puedan multiplicarse como en el casino de Montecarlo.

Camba admiraba la pintoresca variedad de la humanidad antes de que la aviación, el cine, los antibióticos, la Coca-Cola y el plexiglás uniformizasen el mundo, y antes de que las prisas —“¿Hay algo en el mundo que valga la pena de ir a buscarlo de prisa?”— lo arruinaran todo y acabaran con los deseos lentos y cercanos. Así son sus columnas: cercanas. Ya sea sobre el escaparate de una funeraria —“Cuando estoy en posesión del dinero necesario para comprarme un buen ataúd, es precisamente cuando tengo menos ganas de morirme”— o sobre algunas de las paradojas de la naciente República española, como aquel ciudadano que esperaba en el andén y se mostraba más preocupado por que le cambiaran el nombre de Alfonso XIII a la vieja y lenta máquina del tren de Vilagarcía de Arousa que de la renovación de esas cochambrosas locomotoras. La República, decía Camba, tenía “la mala suerte de no encontrar problemas para sus soluciones”.

El profesor Francisco Fuster, biógrafo de Camba y encargado de esta edición en Cátedra, subraya en su introducción las múltiples razones que han postergado el prestigio literario de Camba, como sí le ocurrió al periodismo literario de Azorín, al de Josep Pla o —muy recientemente— al de Chaves Nogales. Solo una cuarta parte de sus artículos están compilados en libros. Hubo malas selecciones de artículos. Los títulos de los libros eran desafortunados (Ejemplo: Esto, lo otro y lo de más allá. Otro ejemplo: Etc., etc.). Y hasta el papel de las ediciones era de una ínfima calidad.

Fuster, que también es profesor de Historia Contemporánea en la Universitat de València, resume así las razones que hacen tan distinto a Camba: “Fue un visionario que, ya a principios del siglo XX, detectó que el público que leía los diarios no quería textos densos, sino artículos ligeros y frescos, con pocas ideas pero brillantes. Encontró una fórmula literaria y la perfeccionó. Fue un gran intérprete de aquello que Eugeni d’Ors denominaba ‘las palpitaciones del tiempo’. Camba no era un simple periodista, sino un cronista de su época. Su obra —como la de Pla o Gaziel— es un documento excepcional para entender el siglo XX desde un punto de vista muy diferente al de otras fuentes tradicionales. Me recuerda a esa idea del Joseph Roth periodista, cuando escribió: ‘No soy una guarnición, ni un postre. Yo soy el plato principal. No escribo ‘glosas ingeniosas’. Yo pinto el retrato de esta época. Ese debería ser el trabajo de cualquier gran periódico”.

Las columnas de Camba ya no tienen cabida en las facultades de Periodismo. Allí, cuenta el profesor, ya nadie lee el periódico de hoy, menos aún los de ayer. Allí, cuenta, nadie siente curiosidad por Camba, Pla o Gaziel. Allí, sigue contando, preguntó el primer día de curso por el nombre de algún periodista del siglo XX y se hizo el silencio. Solo una chica levantó la mano y respondió Maruja Torres. “Si nadie lee columnas, ¿cómo van a escribirlas?» se pregunta el profesor.

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 ‘Mis páginas mejores’, del columnista y escritor gallego, ingresa en la colección de tapa negra de las Letras Hispánicas de Cátedra, que solo alberga a los grandes autores en español  

Julio Camba era el hombre que no habría ido ni a su propio entierro. Lo decía su amigo César González-Ruano, otro nombre dorado del periodismo español. A Camba no le gustaban las obligaciones. Ni familia ni propiedades, ni filiación política. Tampoco le gustaba trabajar. Mejor quedarse en su habitación pequeña, sombría y barata del hotel Palace de Madrid, donde vivió como huésped fijo desde el verano del 49 hasta su muerte en el invierno del 62, bajo un franquismo que lo domesticó y acalló. O, si acaso, mejor sentarse en un café y ver pasar la vida minúscula, la vida real; esa que Camba hacía sonar en los periódicos como suena la música de café: liviana, de fondo, un poco excitante, veloz.

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Él se retrató a sí mismo como un Bartleby: aquel que prefería no hacerlo. Nunca hablaba de literatura. Aseguraba que prefería morirse de hambre a escribir. Detestaba la caduca actualidad periodística. Era refractario a los cenáculos literarios. Rechazó entrar en la RAE. Y su único odio confeso era para “el miserable que inventó la imprenta”, su cadena vital. La condena que lo convirtió en una fábrica humana de producir artículos llenos de yo, de vida y de humor.

Los más brillantes los recogió en Mis páginas mejores. Setenta años después, el anticanónico Camba, de raíz y juventud libertarias, el periodista y escritor que rompió sus archivos y que destruía la correspondencia sin pensar en mañana y menos aún en el mañana, ingresa ahora en el canon de las Letras Hispánicas de Cátedra, la colección de tapa negra que solo alberga a los grandes nombres de las letras en español. Los entremeses de Cervantes, las novelas de Pérez Galdós o Vargas Llosa, el teatro de Lorca y Calderón, la poesía de Quevedo y Machado, las nivolas de Unamuno, los cuentos de Rulfo y Pardo Bazán, las greguerías de De la Serna o los ensayos de Ortega y Zambrano.

Entre los periodistas —género expulsado del parnaso por quién sabe qué pecado original—, solo aparecían los Artículos de Larra, el Viaje en autobús de Pla y el Contra Paraíso de Manuel Vicent. Desde ahora, 920 títulos después, en las Letras Hispánicas brilla el periodismo al margen de Julio Camba, maestro de la columna periodística. O mejor: de la crónica hecha columna. Porque así entendía su oficio el periodista gallego de pícaras comisuras y pupilas escudriñadoras, que salió de Vilanova de Arousa en la bodega de un barco rumbo a Buenos Aires con dieciséis años y que ejerció el viejo oficio de andar, mirar, oír y contar en Turquía, Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Italia y Portugal como corresponsal de Abc, El Mundo, La Tribuna o El Sol.

Portada de 'Mis páginas mejores', de Julio Camba.
Portada de ‘Mis páginas mejores’, de Julio Camba.Ediciones Cátedra

Mis páginas mejores —un monumento a la columna literaria; quizá la columna trajana de nuestro periodismo clásico— quintaesencia la mirada irónica y sagaz de Camba. Ahí puede aludir a la calvicie germánica diciendo que “una cabeza alemana es algo así como la Mancha: árido, seco, sombrío, desolado”, y al mismo tiempo subrayar la vocación de los alemanes de ser gobernados hasta en el andar, el escupir o el subir al tranvía porque les falta “esa fuerza inmensa, profunda, inconsciente, peligrosa y alucinante que se parece al mar y que se llama pueblo”. Camba también puede ironizar sobre el turista inglés, reflejando su aspiración a seguir siendo inglés en el extranjero: hablando inglés, comiendo roast-beef, tomando el té de las cinco y jugando al golf. O puede burlarse del turista yanqui diciendo que si no han comprado ya el Mont-Blanc es porque piensan hacer en Chicago uno mucho más grande, con mucha más nieve y en el que muera mucha más gente, porque un americano es un adicto a los récords y a que veinte duros puedan multiplicarse como en el casino de Montecarlo.

Camba admiraba la pintoresca variedad de la humanidad antes de que la aviación, el cine, los antibióticos, la Coca-Cola y el plexiglás uniformizasen el mundo, y antes de que las prisas —“¿Hay algo en el mundo que valga la pena de ir a buscarlo de prisa?”— lo arruinaran todo y acabaran con los deseos lentos y cercanos. Así son sus columnas: cercanas. Ya sea sobre el escaparate de una funeraria —“Cuando estoy en posesión del dinero necesario para comprarme un buen ataúd, es precisamente cuando tengo menos ganas de morirme”— o sobre algunas de las paradojas de la naciente República española, como aquel ciudadano que esperaba en el andén y se mostraba más preocupado por que le cambiaran el nombre de Alfonso XIII a la vieja y lenta máquina del tren de Vilagarcía de Arousa que de la renovación de esas cochambrosas locomotoras. La República, decía Camba, tenía “la mala suerte de no encontrar problemas para sus soluciones”.

El profesor Francisco Fuster, biógrafo de Camba y encargado de esta edición en Cátedra, subraya en su introducción las múltiples razones que han postergado el prestigio literario de Camba, como sí le ocurrió al periodismo literario de Azorín, al de Josep Pla o —muy recientemente— al de Chaves Nogales. Solo una cuarta parte de sus artículos están compilados en libros. Hubo malas selecciones de artículos. Los títulos de los libros eran desafortunados (Ejemplo: Esto, lo otro y lo de más allá. Otro ejemplo: Etc., etc.). Y hasta el papel de las ediciones era de una ínfima calidad.

Fuster, que también es profesor de Historia Contemporánea en la Universitat de València, resume así las razones que hacen tan distinto a Camba: “Fue un visionario que, ya a principios del siglo XX, detectó que el público que leía los diarios no quería textos densos, sino artículos ligeros y frescos, con pocas ideas pero brillantes. Encontró una fórmula literaria y la perfeccionó. Fue un gran intérprete de aquello que Eugeni d’Ors denominaba ‘las palpitaciones del tiempo’. Camba no era un simple periodista, sino un cronista de su época. Su obra —como la de Pla o Gaziel— es un documento excepcional para entender el siglo XX desde un punto de vista muy diferente al de otras fuentes tradicionales. Me recuerda a esa idea del Joseph Roth periodista, cuando escribió: ‘No soy una guarnición, ni un postre. Yo soy el plato principal. No escribo ‘glosas ingeniosas’. Yo pinto el retrato de esta época. Ese debería ser el trabajo de cualquier gran periódico”.

Las columnas de Camba ya no tienen cabida en las facultades de Periodismo. Allí, cuenta el profesor, ya nadie lee el periódico de hoy, menos aún los de ayer. Allí, cuenta, nadie siente curiosidad por Camba, Pla o Gaziel. Allí, sigue contando, preguntó el primer día de curso por el nombre de algún periodista del siglo XX y se hizo el silencio. Solo una chica levantó la mano y respondió Maruja Torres. “Si nadie lee columnas, ¿cómo van a escribirlas?» se pregunta el profesor.

Si el periodismo muere algún día, Camba no irá al entierro. Pero qué columna escribiría.

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