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  Libros  Las fallas del tiempo
Libros

Las fallas del tiempo

julio 22, 2025
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En El día de la marmota (1993), Phil Connors, un egocéntrico comentarista meteorológico de televisión, se despierta cada día repitiendo una misma jornada, protagonizando un bucle temporal en el que la rutina de un pueblo que él desprecia se convierte en su única experiencia posible. Interpretado con genialidad por Bill Murray, Phil pasa por distintos estados de ánimo: desde el nihilismo hedonista de saber que sus acciones no tendrán consecuencias hasta la desesperación por un encierro temporal que solo él advierte. Así, mientras el protagonista espera pasar al día siguiente, todo lo demás se resetea en un eterno 2 de febrero en que se celebra el festival más importante de un mísero Punxsutawney. Si El día de la marmota abordó con humor la pesadilla de repetir un mismo día hasta el infinito, El volumen del tiempo, de la escritora danesa Solvej Balle, trata el mismo tema desde un lugar muy distinto: la reflexión existencial, de corte filosófico, en torno ese elemento central de todo artefacto narrativo que es la temporalidad.

En este primer volumen —de siete planificados, de los cuales cinco han aparecido en su idioma original y dos ya han sido traducidos al castellano— nos cuenta la historia de Tara Selter, una mujer que se dedica al comercio de libros antiguos, y que se ve envuelta en un loop en que siempre se repite el 18 de noviembre. De viaje por Burdeos y París, a donde ha adquirido ejemplares del siglo XVIII para su negocio, todo parece avanzar con normalidad. Va a tiendas de anticuarios, visita a amigos, toma con ellos una copa y sufre un accidente doméstico en que se quema un poco la mano. En la noche, antes de dormir, llama a su esposo, quien está en la casa de ambos en Clairon-sous-Bois. Nada parece fuera de lo común. Sin embargo, al día siguiente, mínimos detalles le evidencian que la temporalidad se ha roto, pues mientras ella cree estar comenzando el 19 de noviembre, todos los demás (calendarios, relojes y periódicos) han vuelto a empezar en el 18. Con el paso de los días, escondida en su propio hogar para no romper la rutina que su esposo repite todos los días, constata: “Hoy es mi dieciocho de noviembre # 122. Me he alejado mucho del diecisiete y no sé si algún día veré el diecinueve. Sin embargo, el dieciocho vuelve una y otra vez”.

El desconcierto de Tara —quien puede moverse libremente en el espacio, aunque no en el tiempo— se transforma paulatinamente en vértigo y desasosiego, en constatar una soledad radical de la cual resulta imposible salir. El tiempo repetido una y otra vez la disloca de la experiencia de los otros personajes, quienes se transforman poco a poco en un escenario de utilería que repite siempre las mismas acciones, y ante los cuales Tara evita interponerse al ver que nada de lo que haga impedirá que a la mañana siguiente vuelva otra vez el 18 de noviembre. “Yo conozco el día. Puedo decir qué tiempo hará dentro de un instante. Puedo contar cómo transcurrirá la jornada en casa, hablar acerca de pájaros y nubes oscuras, saber qué fruteros se hallarán por la tarde en el mercado de la place Mignolet, puedo decir quién estará esperando en la cola paga pagar en la caja del supermercado de la rue Clémentine Giroux poco antes de las tres y media o también quién aparecerá por las escaleras del café La Petite Échelle a las cinco menos diez, pero de mi propio futuro no puedo decir nada”. En medio de un relato angustiante, surgen preguntas y reflexiones fundamentales acerca de lo que nos hace propiamente humanos: ¿Qué sucede cuando la memoria y el paso del tiempo se alteran, cuando el avance ininterrumpido y esperable sobre el que se apoya toda la vida y que damos por supuesto ya no está? Ella sigue el curso de la existencia, acumula conocimientos y experiencias, pero ¿qué pasa si el resto del mundo no nos acompaña en ese camino?

La arquitectura de la novela está construida de manera genial, pues Balle equilibra una trama bien armada con una apertura a las paradojas irresolubles que implica quebrar la temporalidad. En ese sentido, esta primera entrega de El volumen del tiempo tiene un aura de teatralidad —una espacialidad limitada, una coreografía de personajes secundarios que siempre repite los mismos patrones, una descripción minuciosa y repetida del clima a lo largo del día— que viene muy bien para solventar una verosimilitud que no es evidente cuando se tocan estos temas. Por otro lado, ubicar la dislocación de Tara en un viaje a París le permite explorar sin contradicciones las alternativas por medio de las que la protagonista intenta resolver su embrollo; así, las preguntas que ella se hace para intentar explicar el laberinto temporal no caen ni en saco roto ni en hipótesis descabelladas. Y, como dice Tara al constatar su desconcierto, “Yo recordaba. Thomas olvidaba. Yo me movía en el tiempo. Thomas permanecía quieto. Los objetos seguían diferentes patrones”.

La pregunta por el origen de la falla va dando paso, a lo largo de la novela, a una reflexión de alto vuelo con respecto al paso del tiempo (y las consecuencias de que eso se haya, de algún modo, descompuesto). Es la misma Tara quien, en una especie de diario personal que se consigna con el número de repetición que está viviendo (ya que la fecha no varía), nos relata su experiencia límite. Sus preguntas no son solo existenciales o filosóficas: la colección de monedas antiguas de su amigo Philip, donde se ven los rostros de los sucesivos emperadores romanos, o las instrucciones de la hortaliza de su jardín, que Tara no puede cultivar porque en su experiencia vital el tiempo no avanza, acompañan la dimensión más abstracta o especulativa de la novela, que discurre en ambos planos con un equilibrio muy bien trabajado.

Con esta novela, Solvej Balle se convirtió en un fenómeno editorial, siendo traducida a numerosos idiomas y nominada al prestigioso Premio Booker. Y aunque no cabe duda de que la repetición de un mismo día sea quizás un motivo difícil de mantener en alto nivel a lo largo de siete tomos, este primer volumen hace que valga mucho la pena estar atento a los siguientes.

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 Si El día de la marmota abordó con humor la pesadilla de repetir un mismo día hasta el infinito, El volumen del tiempo, de la escritora danesa Solvej Balle, trata el mismo tema desde un lugar muy distinto: la reflexión existencial  

En El día de la marmota (1993), Phil Connors, un egocéntrico comentarista meteorológico de televisión, se despierta cada día repitiendo una misma jornada, protagonizando un bucle temporal en el que la rutina de un pueblo que él desprecia se convierte en su única experiencia posible. Interpretado con genialidad por Bill Murray, Phil pasa por distintos estados de ánimo: desde el nihilismo hedonista de saber que sus acciones no tendrán consecuencias hasta la desesperación por un encierro temporal que solo él advierte. Así, mientras el protagonista espera pasar al día siguiente, todo lo demás se resetea en un eterno 2 de febrero en que se celebra el festival más importante de un mísero Punxsutawney. Si El día de la marmota abordó con humor la pesadilla de repetir un mismo día hasta el infinito, El volumen del tiempo, de la escritora danesa Solvej Balle, trata el mismo tema desde un lugar muy distinto: la reflexión existencial, de corte filosófico, en torno ese elemento central de todo artefacto narrativo que es la temporalidad.

En este primer volumen —de siete planificados, de los cuales cinco han aparecido en su idioma original y dos ya han sido traducidos al castellano— nos cuenta la historia de Tara Selter, una mujer que se dedica al comercio de libros antiguos, y que se ve envuelta en un loop en que siempre se repite el 18 de noviembre. De viaje por Burdeos y París, a donde ha adquirido ejemplares del siglo XVIII para su negocio, todo parece avanzar con normalidad. Va a tiendas de anticuarios, visita a amigos, toma con ellos una copa y sufre un accidente doméstico en que se quema un poco la mano. En la noche, antes de dormir, llama a su esposo, quien está en la casa de ambos en Clairon-sous-Bois. Nada parece fuera de lo común. Sin embargo, al día siguiente, mínimos detalles le evidencian que la temporalidad se ha roto, pues mientras ella cree estar comenzando el 19 de noviembre, todos los demás (calendarios, relojes y periódicos) han vuelto a empezar en el 18. Con el paso de los días, escondida en su propio hogar para no romper la rutina que su esposo repite todos los días, constata: “Hoy es mi dieciocho de noviembre # 122. Me he alejado mucho del diecisiete y no sé si algún día veré el diecinueve. Sin embargo, el dieciocho vuelve una y otra vez”.

El desconcierto de Tara —quien puede moverse libremente en el espacio, aunque no en el tiempo— se transforma paulatinamente en vértigo y desasosiego, en constatar una soledad radical de la cual resulta imposible salir. El tiempo repetido una y otra vez la disloca de la experiencia de los otros personajes, quienes se transforman poco a poco en un escenario de utilería que repite siempre las mismas acciones, y ante los cuales Tara evita interponerse al ver que nada de lo que haga impedirá que a la mañana siguiente vuelva otra vez el 18 de noviembre. “Yo conozco el día. Puedo decir qué tiempo hará dentro de un instante. Puedo contar cómo transcurrirá la jornada en casa, hablar acerca de pájaros y nubes oscuras, saber qué fruteros se hallarán por la tarde en el mercado de la place Mignolet, puedo decir quién estará esperando en la cola paga pagar en la caja del supermercado de la rue Clémentine Giroux poco antes de las tres y media o también quién aparecerá por las escaleras del café La Petite Échelle a las cinco menos diez, pero de mi propio futuro no puedo decir nada”. En medio de un relato angustiante, surgen preguntas y reflexiones fundamentales acerca de lo que nos hace propiamente humanos: ¿Qué sucede cuando la memoria y el paso del tiempo se alteran, cuando el avance ininterrumpido y esperable sobre el que se apoya toda la vida y que damos por supuesto ya no está? Ella sigue el curso de la existencia, acumula conocimientos y experiencias, pero ¿qué pasa si el resto del mundo no nos acompaña en ese camino?

La arquitectura de la novela está construida de manera genial, pues Balle equilibra una trama bien armada con una apertura a las paradojas irresolubles que implica quebrar la temporalidad. En ese sentido, esta primera entrega de El volumen del tiempo tiene un aura de teatralidad —una espacialidad limitada, una coreografía de personajes secundarios que siempre repite los mismos patrones, una descripción minuciosa y repetida del clima a lo largo del día— que viene muy bien para solventar una verosimilitud que no es evidente cuando se tocan estos temas. Por otro lado, ubicar la dislocación de Tara en un viaje a París le permite explorar sin contradicciones las alternativas por medio de las que la protagonista intenta resolver su embrollo; así, las preguntas que ella se hace para intentar explicar el laberinto temporal no caen ni en saco roto ni en hipótesis descabelladas. Y, como dice Tara al constatar su desconcierto, “Yo recordaba. Thomas olvidaba. Yo me movía en el tiempo. Thomas permanecía quieto. Los objetos seguían diferentes patrones”.

La pregunta por el origen de la falla va dando paso, a lo largo de la novela, a una reflexión de alto vuelo con respecto al paso del tiempo (y las consecuencias de que eso se haya, de algún modo, descompuesto). Es la misma Tara quien, en una especie de diario personal que se consigna con el número de repetición que está viviendo (ya que la fecha no varía), nos relata su experiencia límite. Sus preguntas no son solo existenciales o filosóficas: la colección de monedas antiguas de su amigo Philip, donde se ven los rostros de los sucesivos emperadores romanos, o las instrucciones de la hortaliza de su jardín, que Tara no puede cultivar porque en su experiencia vital el tiempo no avanza, acompañan la dimensión más abstracta o especulativa de la novela, que discurre en ambos planos con un equilibrio muy bien trabajado.

Con esta novela, Solvej Balle se convirtió en un fenómeno editorial, siendo traducida a numerosos idiomas y nominada al prestigioso Premio Booker. Y aunque no cabe duda de que la repetición de un mismo día sea quizás un motivo difícil de mantener en alto nivel a lo largo de siete tomos, este primer volumen hace que valga mucho la pena estar atento a los siguientes.

Joaquín Castillo Vial es subdirector del Instituto de Estudios de la Sociedad, IES. Es licenciado en Letras y magíster en literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde actualmente cursa un doctorado en literatura

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