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Mi Europa

mayo 11, 2025
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No recuerdo cuando escuché por primera vez la palabra Europa, pero sí sé lo que significó durante mi adolescencia, que coincidió con los últimos años del régimen comunista en Rumania. Mi Europa era una voz y significaba deseo de libertad. Muchas tardes me sentaba junto a mi madre frente a nuestra vieja radio, siempre acosada por interferencias, para escuchar las emisiones de Radio Europa Libre. En un país donde la información se limitaba a los logros ficticios del socialismo, cada crónica, cada análisis, incluso cada canción que llegaba de Occidente nos recordaba que había una frontera que separaba el aislamiento de la promesa. Soñábamos con cruzarla algún día y acceder así a lo que llamábamos simplemente Europa, que no era solo un lugar en el mapa sino la promesa de la literatura, del arte y del pensamiento libre. Tal vez fuera una visión un tanto idealizada, pero nacía del deseo de ser europeos tanto por afinidad cultural y espiritual como por ubicación geográfica.

La primera vez que crucé esa frontera tangible e imaginaria a la vez fue como entrar en un mundo que hasta entonces solo había habitado en los libros. En 1993, en mi primer viaje a España, al llegar a Madrid me detuve ante el Prado entre la incredulidad y la fascinación. Dentro, al contemplar cualquier obra que conocía solo de reproducciones, sentía una emoción desbordante por haber alcanzado, tras años de deseo silenciado, algo que creí durante mucho tiempo fuera de mi alcance. En el transcurso del mes que pasé en la capital, visité el museo a diario, como si pudiese recuperar el tiempo perdido deteniéndome una y otra vez ante Las Meninas o El jardín de las delicias. Poco a poco la emoción se convirtió en la certeza de que aquello, en el fondo, me pertenecía, no por haber llegado hasta allí, sino porque ya lo había conocido y amado antes, a través de los viejos álbumes de arte, muchas veces en blanco y negro, que hojeaba como si fueran objetos sagrados. Eso era y sigue siendo Europa para mí: acceso al conocimiento, a la belleza, a una herencia compartida que nos conforma.

Y digo todo esto sabiendo que ni siquiera después de 1989 la frontera que nos separaba del resto de Europa desapareció del todo. La división entre la llamada Europa del Este y la otra seguía latente en las leyes, pero también en las miradas, en los prejuicios. En 2007 Rumania se incorporó a la Unión Europea. Para entonces yo ya llevaba casi una década viviendo fuera del país, pero no pude evitar sentir, desde la distancia, la emoción de quien cruza una vez más una frontera simbólica. Europa volvía a significar un lugar de encuentro con la dignidad. Aquel anhelo adolescente de pertenecer a algo más libre, más justo, cobraba por fin una forma concreta, aunque no exenta de tensiones y ambivalencias.

Desde entonces, he vivido más años fuera de mi país que en él. He estudiado, he trabajado, he amado; he vivido en lenguas que no son mías por nacimiento, pero que he habitado hasta el punto de convertirlas en lenguas de creación. Gracias a la literatura, al arte y a los vínculos afectivos que he tejido a lo largo de los años, he podido mantenerme fiel a esa idea de que Europa es un diálogo incesante entre culturas, entre formas de ver el mundo. Escribir en una lengua distinta a la materna no ha significado en mi caso un exilio, sino una manera de ensanchar mi identidad.

Mi Europa de hoy es también una Europa crítica. No ignoro sus carencias, sus desigualdades, sus políticas migratorias cuestionables, pero quiero pensar que el proyecto europeo sigue siendo, pese a todo, una de las ideas más generosas del siglo XX: la de que podemos unirnos no por imposición, sino por voluntad. Que podemos compartir sin uniformarnos. Que podemos convivir sin renunciar a nuestra historia. En un momento en que los nacionalismos resurgen, en que la desinformación erosiona los lazos, siento que la Europa en la que he elegido vivir y que quiero defender es aquella donde caben las diferencias. Donde nadie es extranjero por hablar otra lengua. Cuando me preguntan si me siento rumana o española contesto que no quiero elegir. España no sustituye a mi país de origen: lo amplía dentro de esa idea que es Europa. Me permite ser quien soy con más libertad, con más matices. Y esa posibilidad, que ahora parece tan frágil, hay que defenderla no solo con leyes, sino también con palabras, con actos cotidianos, con gestos de hospitalidad. Europa está en los libros que viajan de una lengua a otra, en las bibliotecas donde conviven Ramon Llull, Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Proust, Joyce, Woolf, Zweig, Pessoa, Kundera o Szymborska. En los cafés donde se entremezclan los acentos. Hoy, más que nunca, me aterra pensar que mi Europa pueda derrumbarse, que el miedo y la desilusión podrían poner en peligro lo que hemos construido. Hay que seguir compartiendo nuestras historias europeas. No para idealizar, sino para recordar por qué empezamos este viaje.

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 El proyecto europeo sigue siendo para mí acceso al conocimiento, a la belleza, a una herencia compartida que nos conforma  

No recuerdo cuando escuché por primera vez la palabra Europa, pero sí sé lo que significó durante mi adolescencia, que coincidió con los últimos años del régimen comunista en Rumania. Mi Europa era una voz y significaba deseo de libertad. Muchas tardes me sentaba junto a mi madre frente a nuestra vieja radio, siempre acosada por interferencias, para escuchar las emisiones de Radio Europa Libre. En un país donde la información se limitaba a los logros ficticios del socialismo, cada crónica, cada análisis, incluso cada canción que llegaba de Occidente nos recordaba que había una frontera que separaba el aislamiento de la promesa. Soñábamos con cruzarla algún día y acceder así a lo que llamábamos simplemente Europa, que no era solo un lugar en el mapa sino la promesa de la literatura, del arte y del pensamiento libre. Tal vez fuera una visión un tanto idealizada, pero nacía del deseo de ser europeos tanto por afinidad cultural y espiritual como por ubicación geográfica.

La primera vez que crucé esa frontera tangible e imaginaria a la vez fue como entrar en un mundo que hasta entonces solo había habitado en los libros. En 1993, en mi primer viaje a España, al llegar a Madrid me detuve ante el Prado entre la incredulidad y la fascinación. Dentro, al contemplar cualquier obra que conocía solo de reproducciones, sentía una emoción desbordante por haber alcanzado, tras años de deseo silenciado, algo que creí durante mucho tiempo fuera de mi alcance. En el transcurso del mes que pasé en la capital, visité el museo a diario, como si pudiese recuperar el tiempo perdido deteniéndome una y otra vez ante Las Meninas o El jardín de las delicias. Poco a poco la emoción se convirtió en la certeza de que aquello, en el fondo, me pertenecía, no por haber llegado hasta allí, sino porque ya lo había conocido y amado antes, a través de los viejos álbumes de arte, muchas veces en blanco y negro, que hojeaba como si fueran objetos sagrados. Eso era y sigue siendo Europa para mí: acceso al conocimiento, a la belleza, a una herencia compartida que nos conforma.

Y digo todo esto sabiendo que ni siquiera después de 1989 la frontera que nos separaba del resto de Europa desapareció del todo. La división entre la llamada Europa del Este y la otra seguía latente en las leyes, pero también en las miradas, en los prejuicios. En 2007 Rumania se incorporó a la Unión Europea. Para entonces yo ya llevaba casi una década viviendo fuera del país, pero no pude evitar sentir, desde la distancia, la emoción de quien cruza una vez más una frontera simbólica. Europa volvía a significar un lugar de encuentro con la dignidad. Aquel anhelo adolescente de pertenecer a algo más libre, más justo, cobraba por fin una forma concreta, aunque no exenta de tensiones y ambivalencias.

Desde entonces, he vivido más años fuera de mi país que en él. He estudiado, he trabajado, he amado; he vivido en lenguas que no son mías por nacimiento, pero que he habitado hasta el punto de convertirlas en lenguas de creación. Gracias a la literatura, al arte y a los vínculos afectivos que he tejido a lo largo de los años, he podido mantenerme fiel a esa idea de que Europa es un diálogo incesante entre culturas, entre formas de ver el mundo. Escribir en una lengua distinta a la materna no ha significado en mi caso un exilio, sino una manera de ensanchar mi identidad.

Mi Europa de hoy es también una Europa crítica. No ignoro sus carencias, sus desigualdades, sus políticas migratorias cuestionables, pero quiero pensar que el proyecto europeo sigue siendo, pese a todo, una de las ideas más generosas del siglo XX: la de que podemos unirnos no por imposición, sino por voluntad. Que podemos compartir sin uniformarnos. Que podemos convivir sin renunciar a nuestra historia. En un momento en que los nacionalismos resurgen, en que la desinformación erosiona los lazos, siento que la Europa en la que he elegido vivir y que quiero defender es aquella donde caben las diferencias. Donde nadie es extranjero por hablar otra lengua. Cuando me preguntan si me siento rumana o española contesto que no quiero elegir. España no sustituye a mi país de origen: lo amplía dentro de esa idea que es Europa. Me permite ser quien soy con más libertad, con más matices. Y esa posibilidad, que ahora parece tan frágil, hay que defenderla no solo con leyes, sino también con palabras, con actos cotidianos, con gestos de hospitalidad. Europa está en los libros que viajan de una lengua a otra, en las bibliotecas donde conviven Ramon Llull, Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Proust, Joyce, Woolf, Zweig, Pessoa, Kundera o Szymborska. En los cafés donde se entremezclan los acentos. Hoy, más que nunca, me aterra pensar que mi Europa pueda derrumbarse, que el miedo y la desilusión podrían poner en peligro lo que hemos construido. Hay que seguir compartiendo nuestras historias europeas. No para idealizar, sino para recordar por qué empezamos este viaje.

Corina Oproae es narradora, poeta y traductora. Ganadora del premio Tusquets de Novela con La casa limón. 

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