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  Libros  Muerte renacida: cuatro ensayos para afrontar el final
Libros

Muerte renacida: cuatro ensayos para afrontar el final

junio 11, 2025
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El alma es mortal, pero el impulso de la mente no se detiene tras la muerte. La mente, como la energía, no muere, se transforma. Puede existir brevemente en los mundos sutiles, pero está incómoda sin el cuerpo, que es su estado natural. Eso dicen los tibetanos, que son los que más han profundizado en la experiencia de la muerte. El vajrayāna es quizá la más salvaje, colorida y optimista de las tradiciones budistas. También la más humana. No hay ninguna experiencia, por perturbada o neurótica que sea, que pueda empañar la luminosidad radiante que nos habita. La vida nos puede arrastrar a todo tipo de enajenaciones, pero la mente pura del Buda estará siempre en el trasfondo del yo, esperando a que nos abramos a ella. El despertar no es un estado que cultivar o un objetivo que lograr, sino algo que está detrás de todos los cultivos y todos los logros, esperando a ser reconocido. Basta con vivir con naturalidad y espontaneidad, fomentando la paz mental. De ahí que el suicida, que quiere acallar su mente, se equivoque. Tras la muerte del cuerpo la mente seguirá su camino, más tortuoso si lo abandona de modo violento.

Los antiguos creían que la fuerza de transformación del mundo es mental. Y lo mental no siempre puede reducirse a lo material. En la escuela nyingma encontramos a los grandes maestros del trance chamánico. Audaces psiconautas que se han aventurado en los intrincados ámbitos de la mente del mundo, que conocen a las divinidades coléricas y pacíficas. Frente a estas concepciones, para muchos exóticas, la mentalidad moderna prefiere mirar a otro lado. En Occidente la muerte es temida por quienes viven en una relativa felicidad, y buscada por quienes se ahogan en el dolor y esperan la bendita anestesia final. Una expectativa basada en una idea dominante en la neurociencia: la mente es una cualidad de la materia. Sin materia (tal y como la entendemos hoy), no hay mente. Una visión que permite al cientifismo garantizar el anhelado descanso final. Como apunta Robert Thurman: “Nadie en sus cabales temerá la nada. Podrá ser aburrida, podrá no ser maravillosa, pero al menos será descansada, tranquila e indolora”. Hay aquí un interesante paralelismo: esa nada que anhela (o la que se resigna) el materialista es una suerte de “paz mental” análoga a la budista, que maneja una lógica más coherente. Para el vajrayāna, como para Parménides, Boecio o Leibniz, creer que algo pueda convertirse en nada es tan ingenuo como creer que de la nada pueda surgir algo.

Si tras la muerte nos convertimos en nada, no hay de que preocuparse. No estaremos allí para lamentarlo. Pero si queda un remanente de lo que fuimos, entonces lamentaremos no haber preparado la travesía. Ese es el argumento principal del Libro de los muertos tibetano, que en breve reedita la editorial Siruela. Otros libros recientes también se adentran en el más allá. La escritora gallega Raquel Ferrández dibuja un paisaje grotesco en Inmortalidad digital (Herder): la pretensión de colonizar el “planeta muerte” mediante la tecnología. Un ensayo de mordacidad valleinclanesca, muy bien escrito, en el que vemos, entre perplejos y divertidos, como la web extiende sus tentáculos sobre el trasmundo. En El umbral (Errata Naturae), Alexander Batthyány ofrece una meticulosa investigación sobre la lucidez terminal y la difusa frontera entre la vida y la muerte. Hans Ruin (Estar con los muertos, Herder) explora las técnicas para cuidar y relacionarse con los muertos. Mientras que Ana Carrasco Conde (La muerte en común, Galaxia Gutenberg) nos regala una incisiva reflexión sobre cómo afrontar la pérdida en una sociedad que no sabe qué hacer con el duelo.

Nuestra finitud sigue siendo el gran fracaso del pensamiento moderno. Se considera de mal gusto hablar de la muerte o se la esquiva postulando un ego eterno. Todo ello no evita que exista un miedo ancestral a desparecer, y que las relaciones con la muerte sean de tristeza y ansiedad. El rito de la muerte, cuyo único oficiante es el implicado, tiende a desaparecer. El moribundo ha perdido su capacidad agente. Se lo considera enfermo y se despacha burocráticamente en los hospitales.

Pero nos guste o no, la muerte es el gran invento de la naturaleza. Un fenómeno recurrente que mantiene el pulso de la creación perpetua que es el universo. Sin ella no existirían la frescura e inocencia del niño, el ímpetu del brote, la magia del óvulo y de todos aquellos que se inician en la vida, que es una alquimia de olvidos y recuerdos. ¡Muere y transfórmate!, imprecaba Goethe al poeta.

Desde la India se ha insistido en que el problema de la muerte es el problema del ego. Deshazte del ego y no temerás a la muerte. La experiencia psicodélica apunta en esa dirección. La muerte no es un mero cambio de túnica, es una renovación radical de un yo que está siempre haciéndose, de una identidad transitiva. En el camino queda un cuerpo gastado, pero sobrevive una orientación general del ser, una constelación de inclinaciones. Un planteamiento que evita el hartazgo del yo y el cansancio ontológico. Borges afirmaba que ser Borges por toda la eternidad sería la peor de las pesadillas. Pero “si existiera la posibilidad de ser inmortal en otra situación, y con el olvido total de haber sido Borges, pues bien, entonces acepto la inmortalidad. Pero no sé si tengo derecho a decir acepto.” ¿Quién acepta? El comentario tiene un tono muy budista y recuerda la “indagación del yo” que propone Ramana Maharshi.

El problema de la muerte acaba siendo el problema del yo. Nos hemos cogido cariño y nos cuesta dejarnos. Sobre todo si uno se ha labrado con esfuerzo una reputación. Frente al apego a la personalidad, tan del gusto occidental, el planteamiento budista es admirable. Se asume que nada de lo que hagamos se pierde y se fomenta una generosidad anónima. Es otro el que hereda nuestras inclinaciones, es el carácter de otro al que estamos dando forma ahora, en esta vida. Ese otro es nuestro hijo legítimo, no el sanguíneo. Ese hijo por venir no sabrá quién fuimos. Heredará nuestros logros, pero no conocerá a su benefactor. Y así, de sucesión en sucesión, se va haciendo camino al despertar.

Las cosmovisiones antiguas, puestas en práctica, hacen la vida más jugosa y afectiva. No se trata de desmentir la modernidad o ignorar el desarrollo de las ciencias, sino de cultivar cierta indiferencia hacia los avances tecnológicos y redirigir la atención al hecho mismo de ser (sin ser nada en particular). Es posible un nuevo humanismo arraigado en la intuición, distanciado de lo abstracto y mecánico, ignorante de la invasión algorítmica (IA) e interesado en lo espontáneo y natural. Un instinto para advertir la presencia elusiva del origen en el eterno morir y devenir de la vida.

Seguir leyendo

 El alma es mortal, pero el impulso de la mente no se detiene tras la muerte. La mente, como la energía, no muere, se transforma. Puede existir brevemente en los mundos sutiles, pero está incómoda sin el cuerpo, que es su estado natural. Eso dicen los tibetanos, que son los que más han profundizado en la experiencia de la muerte. El vajrayāna es quizá la más salvaje, colorida y optimista de las tradiciones budistas. También la más humana. No hay ninguna experiencia, por perturbada o neurótica que sea, que pueda empañar la luminosidad radiante que nos habita. La vida nos puede arrastrar a todo tipo de enajenaciones, pero la mente pura del Buda estará siempre en el trasfondo del yo, esperando a que nos abramos a ella. El despertar no es un estado que cultivar o un objetivo que lograr, sino algo que está detrás de todos los cultivos y todos los logros, esperando a ser reconocido. Basta con vivir con naturalidad y espontaneidad, fomentando la paz mental. De ahí que el suicida, que quiere acallar su mente, se equivoque. Tras la muerte del cuerpo la mente seguirá su camino, más tortuoso si lo abandona de modo violento.Los antiguos creían que la fuerza de transformación del mundo es mental. Y lo mental no siempre puede reducirse a lo material. En la escuela nyingma encontramos a los grandes maestros del trance chamánico. Audaces psiconautas que se han aventurado en los intrincados ámbitos de la mente del mundo, que conocen a las divinidades coléricas y pacíficas. Frente a estas concepciones, para muchos exóticas, la mentalidad moderna prefiere mirar a otro lado. En Occidente la muerte es temida por quienes viven en una relativa felicidad, y buscada por quienes se ahogan en el dolor y esperan la bendita anestesia final. Una expectativa basada en una idea dominante en la neurociencia: la mente es una cualidad de la materia. Sin materia (tal y como la entendemos hoy), no hay mente. Una visión que permite al cientifismo garantizar el anhelado descanso final. Como apunta Robert Thurman: “Nadie en sus cabales temerá la nada. Podrá ser aburrida, podrá no ser maravillosa, pero al menos será descansada, tranquila e indolora”. Hay aquí un interesante paralelismo: esa nada que anhela (o la que se resigna) el materialista es una suerte de “paz mental” análoga a la budista, que maneja una lógica más coherente. Para el vajrayāna, como para Parménides, Boecio o Leibniz, creer que algo pueda convertirse en nada es tan ingenuo como creer que de la nada pueda surgir algo.Si tras la muerte nos convertimos en nada, no hay de que preocuparse. No estaremos allí para lamentarlo. Pero si queda un remanente de lo que fuimos, entonces lamentaremos no haber preparado la travesía. Ese es el argumento principal del Libro de los muertos tibetano, que en breve reedita la editorial Siruela. Otros libros recientes también se adentran en el más allá. La escritora gallega Raquel Ferrández dibuja un paisaje grotesco en Inmortalidad digital (Herder): la pretensión de colonizar el “planeta muerte” mediante la tecnología. Un ensayo de mordacidad valleinclanesca, muy bien escrito, en el que vemos, entre perplejos y divertidos, como la web extiende sus tentáculos sobre el trasmundo. En El umbral (Errata Naturae), Alexander Batthyány ofrece una meticulosa investigación sobre la lucidez terminal y la difusa frontera entre la vida y la muerte. Hans Ruin (Estar con los muertos, Herder) explora las técnicas para cuidar y relacionarse con los muertos. Mientras que Ana Carrasco Conde (La muerte en común, Galaxia Gutenberg) nos regala una incisiva reflexión sobre cómo afrontar la pérdida en una sociedad que no sabe qué hacer con el duelo.Nuestra finitud sigue siendo el gran fracaso del pensamiento moderno. Se considera de mal gusto hablar de la muerte o se la esquiva postulando un ego eterno. Todo ello no evita que exista un miedo ancestral a desparecer, y que las relaciones con la muerte sean de tristeza y ansiedad. El rito de la muerte, cuyo único oficiante es el implicado, tiende a desaparecer. El moribundo ha perdido su capacidad agente. Se lo considera enfermo y se despacha burocráticamente en los hospitales.Pero nos guste o no, la muerte es el gran invento de la naturaleza. Un fenómeno recurrente que mantiene el pulso de la creación perpetua que es el universo. Sin ella no existirían la frescura e inocencia del niño, el ímpetu del brote, la magia del óvulo y de todos aquellos que se inician en la vida, que es una alquimia de olvidos y recuerdos. ¡Muere y transfórmate!, imprecaba Goethe al poeta. Desde la India se ha insistido en que el problema de la muerte es el problema del ego. Deshazte del ego y no temerás a la muerte. La experiencia psicodélica apunta en esa dirección. La muerte no es un mero cambio de túnica, es una renovación radical de un yo que está siempre haciéndose, de una identidad transitiva. En el camino queda un cuerpo gastado, pero sobrevive una orientación general del ser, una constelación de inclinaciones. Un planteamiento que evita el hartazgo del yo y el cansancio ontológico. Borges afirmaba que ser Borges por toda la eternidad sería la peor de las pesadillas. Pero “si existiera la posibilidad de ser inmortal en otra situación, y con el olvido total de haber sido Borges, pues bien, entonces acepto la inmortalidad. Pero no sé si tengo derecho a decir acepto.” ¿Quién acepta? El comentario tiene un tono muy budista y recuerda la “indagación del yo” que propone Ramana Maharshi. El problema de la muerte acaba siendo el problema del yo. Nos hemos cogido cariño y nos cuesta dejarnos. Sobre todo si uno se ha labrado con esfuerzo una reputación. Frente al apego a la personalidad, tan del gusto occidental, el planteamiento budista es admirable. Se asume que nada de lo que hagamos se pierde y se fomenta una generosidad anónima. Es otro el que hereda nuestras inclinaciones, es el carácter de otro al que estamos dando forma ahora, en esta vida. Ese otro es nuestro hijo legítimo, no el sanguíneo. Ese hijo por venir no sabrá quién fuimos. Heredará nuestros logros, pero no conocerá a su benefactor. Y así, de sucesión en sucesión, se va haciendo camino al despertar.Las cosmovisiones antiguas, puestas en práctica, hacen la vida más jugosa y afectiva. No se trata de desmentir la modernidad o ignorar el desarrollo de las ciencias, sino de cultivar cierta indiferencia hacia los avances tecnológicos y redirigir la atención al hecho mismo de ser (sin ser nada en particular). Es posible un nuevo humanismo arraigado en la intuición, distanciado de lo abstracto y mecánico, ignorante de la invasión algorítmica (IA) e interesado en lo espontáneo y natural. Un instinto para advertir la presencia elusiva del origen en el eterno morir y devenir de la vida. Seguir leyendo  

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Los antiguos creían que la fuerza de transformación del mundo es mental. Y lo mental no siempre puede reducirse a lo material. En la escuela nyingma encontramos a los grandes maestros del trance chamánico. Audaces psiconautas que se han aventurado en los intrincados ámbitos de la mente del mundo, que conocen a las divinidades coléricas y pacíficas. Frente a estas concepciones, para muchos exóticas, la mentalidad moderna prefiere mirar a otro lado. En Occidente la muerte es temida por quienes viven en una relativa felicidad, y buscada por quienes se ahogan en el dolor y esperan la bendita anestesia final. Una expectativa basada en una idea dominante en la neurociencia: la mente es una cualidad de la materia. Sin materia (tal y como la entendemos hoy), no hay mente. Una visión que permite al cientifismo garantizar el anhelado descanso final. Como apunta Robert Thurman: “Nadie en sus cabales temerá la nada. Podrá ser aburrida, podrá no ser maravillosa, pero al menos será descansada, tranquila e indolora”. Hay aquí un interesante paralelismo: esa nada que anhela (o la que se resigna) el materialista es una suerte de “paz mental” análoga a la budista, que maneja una lógica más coherente. Para el vajrayāna, como para Parménides, Boecio o Leibniz, creer que algo pueda convertirse en nada es tan ingenuo como creer que de la nada pueda surgir algo.

Si tras la muerte nos convertimos en nada, no hay de que preocuparse. No estaremos allí para lamentarlo. Pero si queda un remanente de lo que fuimos, entonces lamentaremos no haber preparado la travesía. Ese es el argumento principal del Libro de los muertos tibetano, que en breve reedita la editorial Siruela. Otros libros recientes también se adentran en el más allá. La escritora gallega Raquel Ferrández dibuja un paisaje grotesco en Inmortalidad digital (Herder): la pretensión de colonizar el “planeta muerte” mediante la tecnología. Un ensayo de mordacidad valleinclanesca, muy bien escrito, en el que vemos, entre perplejos y divertidos, como la web extiende sus tentáculos sobre el trasmundo. En El umbral (Errata Naturae), Alexander Batthyány ofrece una meticulosa investigación sobre la lucidez terminal y la difusa frontera entre la vida y la muerte. Hans Ruin (Estar con los muertos, Herder) explora las técnicas para cuidar y relacionarse con los muertos. Mientras que Ana Carrasco Conde (La muerte en común, Galaxia Gutenberg) nos regala una incisiva reflexión sobre cómo afrontar la pérdida en una sociedad que no sabe qué hacer con el duelo.

Nuestra finitud sigue siendo el gran fracaso del pensamiento moderno. Se considera de mal gusto hablar de la muerte o se la esquiva postulando un ego eterno. Todo ello no evita que exista un miedo ancestral a desparecer, y que las relaciones con la muerte sean de tristeza y ansiedad. El rito de la muerte, cuyo único oficiante es el implicado, tiende a desaparecer. El moribundo ha perdido su capacidad agente. Se lo considera enfermo y se despacha burocráticamente en los hospitales.

Pero nos guste o no, la muerte es el gran invento de la naturaleza. Un fenómeno recurrente que mantiene el pulso de la creación perpetua que es el universo. Sin ella no existirían la frescura e inocencia del niño, el ímpetu del brote, la magia del óvulo y de todos aquellos que se inician en la vida, que es una alquimia de olvidos y recuerdos. ¡Muere y transfórmate!, imprecaba Goethe al poeta.

Desde la India se ha insistido en que el problema de la muerte es el problema del ego. Deshazte del ego y no temerás a la muerte. La experiencia psicodélica apunta en esa dirección. La muerte no es un mero cambio de túnica, es una renovación radical de un yo que está siempre haciéndose, de una identidad transitiva. En el camino queda un cuerpo gastado, pero sobrevive una orientación general del ser, una constelación de inclinaciones. Un planteamiento que evita el hartazgo del yo y el cansancio ontológico. Borges afirmaba que ser Borges por toda la eternidad sería la peor de las pesadillas. Pero “si existiera la posibilidad de ser inmortal en otra situación, y con el olvido total de haber sido Borges, pues bien, entonces acepto la inmortalidad. Pero no sé si tengo derecho a decir acepto.” ¿Quién acepta? El comentario tiene un tono muy budista y recuerda la “indagación del yo” que propone Ramana Maharshi.

El problema de la muerte acaba siendo el problema del yo. Nos hemos cogido cariño y nos cuesta dejarnos. Sobre todo si uno se ha labrado con esfuerzo una reputación. Frente al apego a la personalidad, tan del gusto occidental, el planteamiento budista es admirable. Se asume que nada de lo que hagamos se pierde y se fomenta una generosidad anónima. Es otro el que hereda nuestras inclinaciones, es el carácter de otro al que estamos dando forma ahora, en esta vida. Ese otro es nuestro hijo legítimo, no el sanguíneo. Ese hijo por venir no sabrá quién fuimos. Heredará nuestros logros, pero no conocerá a su benefactor. Y así, de sucesión en sucesión, se va haciendo camino al despertar.

Las cosmovisiones antiguas, puestas en práctica, hacen la vida más jugosa y afectiva. No se trata de desmentir la modernidad o ignorar el desarrollo de las ciencias, sino de cultivar cierta indiferencia hacia los avances tecnológicos y redirigir la atención al hecho mismo de ser (sin ser nada en particular). Es posible un nuevo humanismo arraigado en la intuición, distanciado de lo abstracto y mecánico, ignorante de la invasión algorítmica (IA) e interesado en lo espontáneo y natural. Un instinto para advertir la presencia elusiva del origen en el eterno morir y devenir de la vida.

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Ramón N. Prats
Siruela
118 páginas
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Raquel Ferrández
Herder, 2025
292 páginas
22 euros

Alexander Bethyány
Traducción de Elena Pérez San Miguel
Errata Naturae, 2025
256 páginas
22,50 euros

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Traducción de Ramón Alfonso Díez Aragón
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Herder, 2025
336 páginas
32 euros

Ana Carrasco-Conde
Galaxia Gutenberg, 2025
392 páginas
22 euros

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