<p>Un sonido electrónico flotante con forma de ondas electromagnéticas envolvió el <strong>Palau Sant Jordi</strong> bajo un edredón. Después de que <strong>Nick Cave</strong> tocara una pequeña melodía en el piano, en el centro del escenario, empezó a cantar. Era una letanía con la estructura del blues y la intención de una canción de iglesia. «Esta mañana me he despertado con el <strong>blues</strong> dando vueltas en la cabeza», cantó. Separó los brazos del teclado y cantó de nuevo el verso moviendo las manos hacia el público como si lanzara su mensaje a todos, un gesto que estuvo repitiendo durante el concierto. «Sentí que alguien de mi familia había muerto», añadió, y las miles de personas reunidas sabían que aquello no era un sueño.</p>
El veterano artista ha ofrecido en Barcelona una actuación apasionante de alta intensidad emocional. Ha combinado canciones de su nuevo disco con clásicos en una catarsis sobre la superación de la tragedia
Un sonido electrónico flotante con forma de ondas electromagnéticas envolvió el Palau Sant Jordi bajo un edredón. Después de que Nick Cave tocara una pequeña melodía en el piano, en el centro del escenario, empezó a cantar. Era una letanía con la estructura del blues y la intención de una canción de iglesia. «Esta mañana me he despertado con el blues dando vueltas en la cabeza», cantó. Separó los brazos del teclado y cantó de nuevo el verso moviendo las manos hacia el público como si lanzara su mensaje a todos, un gesto que estuvo repitiendo durante todo el concierto. «Sentí que alguien de mi familia había muerto», añadió, y las miles de personas reunidas allí sabían que aquello no era un sueño.
«Salté como un conejo y caí de rodillas, y dije: ten piedad de mí», cantó después Nick Cave bajo el edredón protector que se extendía sobre las cabezas de la gente, ningún instrumento marcando el ritmo, solo un sonido en el que sumergirse mientras los brazos continuaban moviéndose y subrayando cada palabra de la letra de la canción Joy. En ella, un fantasma aparece junto a la cama del protagonista. «Hemos tenido demasiada tristeza, es el momento de la alegría», cantó Nick Cave, y el coro entró por fin, un coro de cuatro cantantes de góspel con túnicas situado tras él.
Los Bad Seeds son músicos rigurosos, muy creativos y versátiles, pueden golpear con un mazo de hierro o ser astutamente sutiles. Son multiinstrumentistas tan buenos que es como llevar dos grupos. Pero el coro fue muy importante en el concierto de este jueves por la noche: estuvo apoyando al artista australiano en cada una de las canciones de su expedición musical entre el blues, el gospel, la electrónica ambiental y el rock.
Todas las culturas a lo largo de la historia han experimentado el placer que proporciona cantar junto a otras personas y la sensación de conexión que aporta. Un coro simboliza la unión de la gente, la comprensión, el apoyo y la colaboración, además del disfrute colectivo de trabajar con otros en un bien común mayor.
Nick Cave durante su concierto en el Palau Sant Jordi de BarcelonaGorka LoinazAraba
A eso vino un sonriente, parlanchín y poderosoNick Cave, a cantar con otras personas con el volumen del micrófono bien alto y el barítono vibrante, a compartir sus nuevas canciones y también algunas antiguas.
Anoche en Barcelona pidió al público (el Palau Sant Jordi muy lejos del lleno) que cantara junto a él en O Children, una canción sobre «proteger a los hijos» que le ha «perseguido toda la vida», dijo. Y tras pasar toda su extraordinaria actuación jaleando la participación de la gente, acabó volviendo a pedir a todo el mundo que se uniera en su más glorioso estribillo, el de Into My Arms, una de esas canciones milagrosas que parecen creadas hace mil años y transmitidas durante generaciones. Cantar juntos para extinguir el dolor como las ondas en la superficie del agua, y así alcanzar la alegría.
Alegría es el nombre que pensó poner a su nuevo disco, pero al final se decidió por Dios salvaje, que es el nombre de otra de sus canciones. Wild Godes un disco de celebración y un fabuloso triunfo artístico con composiciones sofisticadas, una música cautivadora y letras sobre conectar cantadas en un sofoco, en las que se entretejen con mucha emoción realidad y ficción. Es un disco grande en la discografía del rockero australiano, que sufrió un cataclismo personal cuando en 2015 uno de sus hijos adolescentes murió al precipitarse por un acantilado. Desde entonces, esa tragedia es el prisma desde el que mirar sus discos y actuaciones.
Joy fue un momento de intimidad en un concierto de alta intensidad emocional. Si Nick Cave y los Bad Seeds se han caracterizado en directo por alcanzar una tensión sofocante con altas dosis de destreza y precisión, ahora llegan a la catarsis sin recurrir apenas a la épica dramática que les distinguió en el pasado. El conflicto y el sufrimiento están, pero el concierto usa la expresión artística para llegar a una comunión colectiva.
Hubo varios momentos del concierto con el aspecto ensoñador de Joy, como Bright Horses o las baladas tristísimas Cinnamon Horses y I Need You, que Cave cantó especialmente conmovido. También medios tiempos líricos de belleza luminosa, como el espiritual Conversion, que culminó en un crescendo tremendo mientras el cantante gritaba una y otra vez «You are beautiful», una frase que se convirtió en el matra del concierto: «Sois preciosos«. Porque, por supuesto, esa es una de sus especialidades, canciones que ascienden en intensidad hasta reventar como una piñata rellena de explosivos. ¡Bam! Es lo que sucedió en la segunda canción, Wild God y, de una manera furiosa, en Jubilee Street y en Papa Won’t Leave You, Henry. Y, buf, en For Her to Eternity, una salvajada que ahora cumple 40 años y que fue una de las tres composiciones de la década de los 80 que recuperó, junto a The Mercy Seat y Tupelo, que interpretó en trance, un latigazo turbio y violento como la tormenta durante la que nació Elvis Presley.
En su deseo de establecer una conexión directa con el público, el escenario se proyectaba más allá del foso de seguridad con una pasarela horizontal tan ancha como el propio escenario y elevada como un metro y medio. Allí pasó el carismático cantante la mitad de la actuación, recorriendo ese pasillo de un lado a otro, sin distancia con la gente, agarrando continuamente sus manos y cantando con ellos. Su indumentaria de traje y corbata parecía estar fabricada en el tejido elástico de la ropa deportiva, pues sometió su cuerpo enjuto a una sesión de patadas, braceos, saltos y sacudidas, todo él recorrido por un torrente de energía.
El concierto comenzó con cuatro canciones de su nuevo disco y quedó claro que no iba a ser una ceremonia para celebrar el viejo legado. Interpretó su décimo octavo álbum prácticamente al completo, a lo que se sumaron además otras tres piezas creadas en los últimos años: Bright Horses, Carnage y White Elephant. A veces, sus fans veteranos (todos) encontraban la sorpresa de algún clásico ineludible como Red Right Hand (arrebatada, memorable) o The Weeping Song, pero no fue una noche para la nostalgia.
Con 67 años bien camuflados bajo su media melena azabache (¿Just for Men, L’Oréal?), Nick Cave ya no es el joven salvaje en busca de una profecía ni el maduro príncipe de las tinieblas. Ha hecho un disco fantástico y parece sentirse concentrado y resuelto: trabajó en sus nuevas canciones con la dedicación de un monje medieval y ahora las defiende con el compromiso del perro guardián de un templo sintoísta.
Desde que empezó esta gira hace un mes, cada noche toca las mismas canciones en el mismo orden en largas interpretaciones que llegan a durar seis o siete minutos. Si en Barcelona alguien tuvo la sensación de asistir a una liturgia de 150 minutos, hechizado por su dominio de la interpretación, fue sin duda un ritual de la alegría.
Nick Cave durante su concierto en el Palau Sant Jordi de BarcelonaGorka LoinazAraba Cultura