La exposición del Museo Metropolitano de Nueva York de este año, la muestra sobre moda más importante (y visitada) del mundo, versará sobre el dandismo negro. Inspirada en el libro de Monica Miller Slaves to fashion (2009), la exhibición pretende trazar un recorrido por la historia de la moda hecha por y para afroamericanos, planteando cómo la indumentaria fue y es una herramienta de lucha, metafórica y a veces real, contra la opresión: el lujo, la elegancia y la sofisticación, que estuvieron vedados para ellos en la esfera social, fueron sus armas para reivindicar su lugar en la cultura, aunque esa cultura no les reconociera. “Puede parecer algo frívolo, pero plantea preguntas sobre la representación y la movilidad social en términos de raza, género, clase y poder”, explica Miller.
Entre la customización de la ropa de los esclavos (a los que les estaba prohibido usar ciertas telas o llevar ciertas prendas), los zoot suits o trajes de sastrería de los primeros migrantes libres, los trajes de colores contundentes de los sapeurs del Congo y el éxito billonario de las (pocas) firmas de moda afroamericanas que hoy lucen raperos y artistas de influencia global, está la figura de Daniel Day, también conocido como Dapper Dan. “Lo único que he hecho es dar voz a mi cultura”, cuenta al teléfono desde su casa de Harlem. Ese ‘dar voz’ al que se refiere fue en realidad una sastrería semiclandestina en la calle 125 de Manhattan (la arteria de Harlem) en la que Dan hacía trajes a medida, primero a gánsteres del barrio y poco después a estrellas de la música y el deporte (Mike Tyson, LL Cool J, Salt-N-Pepa, Floyd Mayweather, Nas…), utilizando logos falsos de grandes marcas de lujo.
Mucho antes de que Gucci, Louis Vuitton o Dior se pusieran a diseñar bombers, pantalones deportivos, gorras y otras prendas propias del entorno del hip hop, Dan las hacía por encargo ilegalmente: “Para nosotros no eran símbolos de estatus, eran símbolos de poder”, explica sobre aquellos logos que estampaba, primero a mano y después, cuando llegó a la cima de su éxito, de forma industrializada. “En Harlem había mucho dinero. Los domingos la calle era una especie de pasarela, pero ninguno de nosotros podía acceder a ese tipo de ropa. Vi que había demanda”, recuerda. Abrió su ‘sastrería’ en 1982, cuando los artistas de rap ya comenzaban a ser ídolos de masas y los deportistas afroamericanos comenzaban a ser mitos vivientes de muchos jóvenes de su misma raza. Pero ninguno, famoso o anónimo, podía acceder a la moda de alta gama. En las tiendas de Madison Avenue los miraban con recelo, aunque tuvieran el dinero para comprar. Las pocas firmas que accedían a venderles sus colecciones no contaban con prendas con las que ellos se sintieran identificados. Los logos de Dan eran falsos pero muchos músicos y deportistas no querían llevar los verdaderos y seguían acudiendo a él, “porque lo que yo hacía era parte de la cultura, formo parte de ella”, cuenta, “no utilizábamos la moda para formar parte de una élite, sino para crear la nuestra”.
Aquellas chaquetas, trajes o chándales con logos falsos terminaron por aparecer en portadas de discos y en vídeos de la MTV a finales de los ochenta. Daniel, que guarda fotos de cada uno de sus clientes, llegó a despachar más de 60 prendas al día y a tapizar con esos logos coches de cantantes, deportistas y cabecillas de bandas de Harlem. Era cuestión de tiempo que las marcas implicadas tomaran acciones legales. Tras varias redadas, su taller se clausuró definitivamente en 1992 y él se dedicó a confeccionar ropa a medida desde su casa, ya sin logos.
Si Dapper Dan publicó sus memorias el año pasado, traducidas al castellano por la editorial Superflua, fue porque, ironías de la vida, las marcas que lo persiguieron terminaron homenajeándolo, devolviéndolo al panorama mediático tres décadas después de cerrar su negocio. Él, profundamente religioso, considera que “los designios divinos ponen a cada uno en su lugar. Lo que pasó con Gucci fue un reconocimiento de años, no a mí, sino a nuestra moda y a nuestra cultura, que lleva mucho tiempo influyendo en las pasarelas”, opina. Se refiere al momento en que Alessandro Michele diseñó para su colección crucero de 2018 una bomber igual que la que él creó para la atleta Diane Dixon en 1989, con las mangas serigrafiadas con el monograma de Louis Vuitton (que Michele, obviamente, cambió por el de Gucci). Las redes enloquecieron y la firma italiana terminó por confesar de dónde había sacado la inspiración y, de paso, reabrir su taller y colaborar con él en varias colecciones cápsula.
Poco después firmaba un contrato con GAP, la compañía que representa la quintaesencia del estilo norteamaericano, para lanzar una línea anual que, según explica, “trata de desestigmatizar la sudadera con capucha, una prenda muy asociada a lo marginal”. De repente, Daniel Day se convierte en alguien fuera de los confines (imaginarios y reales) de Harlem. “No necesitamos la validación del sistema porque tenemos nuestro propio sistema”, apunta. En el que el acceso a la moda tradicional y el lujo no significan pertenencia a una clase social, sino pertenencia a la comunidad, “Nosotros hemos creado muchas de las tendencias actuales, aunque no se nos haya reconocido”, dice. Ahora el Met quiere, décadas después, otorgar crédito a Dan (que forma parte del comité) y a todos esos diseñadores y clientes que utilizaron la moda para reivindicar su identidad, al margen de etiquetas reales o falsas.
La exposición del Museo Metropolitano de Nueva York de este año, la muestra sobre moda más importante (y visitada) del mundo, versará sobre el dandismo negro. Inspirada en el libro de Monica Miller Slaves to fashion (2009), la exhibición pretende trazar un recorrido por la historia de la moda hecha por y para afroamericanos, planteando cómo la indumentaria fue y es una herramienta de lucha, metafórica y a veces real, contra la opresión: el lujo, la elegancia y la sofisticación, que estuvieron vedados para ellos en la esfera social, fueron sus armas para reivindicar su lugar en la cultura, aunque esa cultura no les reconociera. “Puede parecer algo frívolo, pero plantea preguntas sobre la representación y la movilidad social en términos de raza, género, clase y poder”, explica Miller.Entre la customización de la ropa de los esclavos (a los que les estaba prohibido usar ciertas telas o llevar ciertas prendas), los zoot suits o trajes de sastrería de los primeros migrantes libres, los trajes de colores contundentes de los sapeurs del Congo y el éxito billonario de las (pocas) firmas de moda afroamericanas que hoy lucen raperos y artistas de influencia global, está la figura de Daniel Day, también conocido como Dapper Dan. “Lo único que he hecho es dar voz a mi cultura”, cuenta al teléfono desde su casa de Harlem. Ese ‘dar voz’ al que se refiere fue en realidad una sastrería semiclandestina en la calle 125 de Manhattan (la arteria de Harlem) en la que Dan hacía trajes a medida, primero a gánsteres del barrio y poco después a estrellas de la música y el deporte (Mike Tyson, LL Cool J, Salt-N-Pepa, Floyd Mayweather, Nas…), utilizando logos falsos de grandes marcas de lujo. Mucho antes de que Gucci, Louis Vuitton o Dior se pusieran a diseñar bombers, pantalones deportivos, gorras y otras prendas propias del entorno del hip hop, Dan las hacía por encargo ilegalmente: “Para nosotros no eran símbolos de estatus, eran símbolos de poder”, explica sobre aquellos logos que estampaba, primero a mano y después, cuando llegó a la cima de su éxito, de forma industrializada. “En Harlem había mucho dinero. Los domingos la calle era una especie de pasarela, pero ninguno de nosotros podía acceder a ese tipo de ropa. Vi que había demanda”, recuerda. Abrió su ‘sastrería’ en 1982, cuando los artistas de rap ya comenzaban a ser ídolos de masas y los deportistas afroamericanos comenzaban a ser mitos vivientes de muchos jóvenes de su misma raza. Pero ninguno, famoso o anónimo, podía acceder a la moda de alta gama. En las tiendas de Madison Avenue los miraban con recelo, aunque tuvieran el dinero para comprar. Las pocas firmas que accedían a venderles sus colecciones no contaban con prendas con las que ellos se sintieran identificados. Los logos de Dan eran falsos pero muchos músicos y deportistas no querían llevar los verdaderos y seguían acudiendo a él, “porque lo que yo hacía era parte de la cultura, formo parte de ella”, cuenta, “no utilizábamos la moda para formar parte de una élite, sino para crear la nuestra”. Aquellas chaquetas, trajes o chándales con logos falsos terminaron por aparecer en portadas de discos y en vídeos de la MTV a finales de los ochenta. Daniel, que guarda fotos de cada uno de sus clientes, llegó a despachar más de 60 prendas al día y a tapizar con esos logos coches de cantantes, deportistas y cabecillas de bandas de Harlem. Era cuestión de tiempo que las marcas implicadas tomaran acciones legales. Tras varias redadas, su taller se clausuró definitivamente en 1992 y él se dedicó a confeccionar ropa a medida desde su casa, ya sin logos.Si Dapper Dan publicó sus memorias el año pasado, traducidas al castellano por la editorial Superflua, fue porque, ironías de la vida, las marcas que lo persiguieron terminaron homenajeándolo, devolviéndolo al panorama mediático tres décadas después de cerrar su negocio. Él, profundamente religioso, considera que “los designios divinos ponen a cada uno en su lugar. Lo que pasó con Gucci fue un reconocimiento de años, no a mí, sino a nuestra moda y a nuestra cultura, que lleva mucho tiempo influyendo en las pasarelas”, opina. Se refiere al momento en que Alessandro Michele diseñó para su colección crucero de 2018 una bomber igual que la que él creó para la atleta Diane Dixon en 1989, con las mangas serigrafiadas con el monograma de Louis Vuitton (que Michele, obviamente, cambió por el de Gucci). Las redes enloquecieron y la firma italiana terminó por confesar de dónde había sacado la inspiración y, de paso, reabrir su taller y colaborar con él en varias colecciones cápsula. Poco después firmaba un contrato con GAP, la compañía que representa la quintaesencia del estilo norteamaericano, para lanzar una línea anual que, según explica, “trata de desestigmatizar la sudadera con capucha, una prenda muy asociada a lo marginal”. De repente, Daniel Day se convierte en alguien fuera de los confines (imaginarios y reales) de Harlem. “No necesitamos la validación del sistema porque tenemos nuestro propio sistema”, apunta. En el que el acceso a la moda tradicional y el lujo no significan pertenencia a una clase social, sino pertenencia a la comunidad, “Nosotros hemos creado muchas de las tendencias actuales, aunque no se nos haya reconocido”, dice. Ahora el Met quiere, décadas después, otorgar crédito a Dan (que forma parte del comité) y a todos esos diseñadores y clientes que utilizaron la moda para reivindicar su identidad, al margen de etiquetas reales o falsas. Seguir leyendo
La exposición del Museo Metropolitano de Nueva York de este año, la muestra sobre moda más importante (y visitada) del mundo, versará sobre el dandismo negro. Inspirada en el libro de Monica Miller Slaves to fashion (2009), la exhibición pretende trazar un recorrido por la historia de la moda hecha por y para afroamericanos, planteando cómo la indumentaria fue y es una herramienta de lucha, metafórica y a veces real, contra la opresión: el lujo, la elegancia y la sofisticación, que estuvieron vedados para ellos en la esfera social, fueron sus armas para reivindicar su lugar en la cultura, aunque esa cultura no les reconociera. “Puede parecer algo frívolo, pero plantea preguntas sobre la representación y la movilidad social en términos de raza, género, clase y poder”, explica Miller.

Entre la customización de la ropa de los esclavos (a los que les estaba prohibido usar ciertas telas o llevar ciertas prendas), los zoot suits o trajes de sastrería de los primeros migrantes libres, los trajes de colores contundentes de los sapeurs del Congo y el éxito billonario de las (pocas) firmas de moda afroamericanas que hoy lucen raperos y artistas de influencia global, está la figura de Daniel Day, también conocido como Dapper Dan. “Lo único que he hecho es dar voz a mi cultura”, cuenta al teléfono desde su casa de Harlem. Ese ‘dar voz’ al que se refiere fue en realidad una sastrería semiclandestina en la calle 125 de Manhattan (la arteria de Harlem) en la que Dan hacía trajes a medida, primero a gánsteres del barrio y poco después a estrellas de la música y el deporte (Mike Tyson, LL Cool J, Salt-N-Pepa, Floyd Mayweather, Nas…), utilizando logos falsos de grandes marcas de lujo.

Mucho antes de que Gucci, Louis Vuitton o Dior se pusieran a diseñar bombers, pantalones deportivos, gorras y otras prendas propias del entorno del hip hop, Dan las hacía por encargo ilegalmente: “Para nosotros no eran símbolos de estatus, eran símbolos de poder”, explica sobre aquellos logos que estampaba, primero a mano y después, cuando llegó a la cima de su éxito, de forma industrializada. “En Harlem había mucho dinero. Los domingos la calle era una especie de pasarela, pero ninguno de nosotros podía acceder a ese tipo de ropa. Vi que había demanda”, recuerda. Abrió su ‘sastrería’ en 1982, cuando los artistas de rap ya comenzaban a ser ídolos de masas y los deportistas afroamericanos comenzaban a ser mitos vivientes de muchos jóvenes de su misma raza. Pero ninguno, famoso o anónimo, podía acceder a la moda de alta gama. En las tiendas de Madison Avenue los miraban con recelo, aunque tuvieran el dinero para comprar. Las pocas firmas que accedían a venderles sus colecciones no contaban con prendas con las que ellos se sintieran identificados. Los logos de Dan eran falsos pero muchos músicos y deportistas no querían llevar los verdaderos y seguían acudiendo a él, “porque lo que yo hacía era parte de la cultura, formo parte de ella”, cuenta, “no utilizábamos la moda para formar parte de una élite, sino para crear la nuestra”.

Aquellas chaquetas, trajes o chándales con logos falsos terminaron por aparecer en portadas de discos y en vídeos de la MTV a finales de los ochenta. Daniel, que guarda fotos de cada uno de sus clientes, llegó a despachar más de 60 prendas al día y a tapizar con esos logos coches de cantantes, deportistas y cabecillas de bandas de Harlem. Era cuestión de tiempo que las marcas implicadas tomaran acciones legales. Tras varias redadas, su taller se clausuró definitivamente en 1992 y él se dedicó a confeccionar ropa a medida desde su casa, ya sin logos.

Si Dapper Dan publicó sus memorias el año pasado, traducidas al castellano por la editorial Superflua, fue porque, ironías de la vida, las marcas que lo persiguieron terminaron homenajeándolo, devolviéndolo al panorama mediático tres décadas después de cerrar su negocio. Él, profundamente religioso, considera que “los designios divinos ponen a cada uno en su lugar. Lo que pasó con Gucci fue un reconocimiento de años, no a mí, sino a nuestra moda y a nuestra cultura, que lleva mucho tiempo influyendo en las pasarelas”, opina. Se refiere al momento en que Alessandro Michele diseñó para su colección crucero de 2018 una bomber igual que la que él creó para la atleta Diane Dixon en 1989, con las mangas serigrafiadas con el monograma de Louis Vuitton (que Michele, obviamente, cambió por el de Gucci). Las redes enloquecieron y la firma italiana terminó por confesar de dónde había sacado la inspiración y, de paso, reabrir su taller y colaborar con él en varias colecciones cápsula.

Poco después firmaba un contrato con GAP, la compañía que representa la quintaesencia del estilo norteamaericano, para lanzar una línea anual que, según explica, “trata de desestigmatizar la sudadera con capucha, una prenda muy asociada a lo marginal”. De repente, Daniel Day se convierte en alguien fuera de los confines (imaginarios y reales) de Harlem. “No necesitamos la validación del sistema porque tenemos nuestro propio sistema”, apunta. En el que el acceso a la moda tradicional y el lujo no significan pertenencia a una clase social, sino pertenencia a la comunidad, “Nosotros hemos creado muchas de las tendencias actuales, aunque no se nos haya reconocido”, dice. Ahora el Met quiere, décadas después, otorgar crédito a Dan (que forma parte del comité) y a todos esos diseñadores y clientes que utilizaron la moda para reivindicar su identidad, al margen de etiquetas reales o falsas.
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