Hay que conocer en profundidad la genealogía de Hollywood para saber que Mariska Hargitay (Santa Mónica, California, 61 años), una de las actrices mejor pagadas —si no la mejor, con 25 millones de euros al año por protagonizar Ley y orden: Unidad de víctimas especiales— de la televisión actual es hija de un mito del cine de serie B, de uno de esos personajes más populares por sus excentricidades y amoríos que por su trabajo: Jayne Mansfield, la otra Marilyn Monroe, una intérprete de desorbitantes medidas físicas y trágico final.
Durante décadas, Hargitay, epítome de la policía neoyorquina gracias a su sufrida y ejemplar Olivia Benton de Ley y orden, no ha publicitado, aunque tampoco escondido, quién era su madre. Sin embargo, en pandemia, encaró su pasado y empezó a bucear en los archivos familiares, lo que le llevó a plantearse presentar al público la auténtica personalidad de su madre y, por añadidura, a publicitar el nombre de su padre biológico, que resultó no ser el culturista y actor estadounidense de origen húngaro Mickey Hargitay, el hombre que la crio. Todo ese cóctel familiar impulsa el motor dramático de My Mom Jayne, documental realizado por Hargitay y que ya está disponible en Max tras su estreno en mayo en el festival de Cannes, donde la actriz se sentó a hablar con EL PAÍS.
Hargitay tenía tres años cuando su madre, Jayne Mansfield, su novio y el chófer del coche murieron en un accidente de tráfico. Era 1967 y Mansfield, estrella erótica que ya rozaba la decadencia a sus 34 años por sus malas decisiones sentimentales y profesionales, viajaba con los otros dos fallecidos en el asiento delantero; Mariska y dos de sus hermanos dormían atrás. Más aún, a Mariska la olvidaron dentro del vehículo destrozado hasta que su hermano preguntó por ella. Durante mucho tiempo, esa ausencia y la sombra de aquella bomba erótica de voz chillona demonizó la relación de Mariska con los recuerdos (en realidad, inexistentes, “fabricados con el tiempo”, confiesa) de su madre. “Mis hermanos mayores se acuerdan de su auténtica voz”, explica sonriente Hargitay. “Aquel tono agudo solo lo usaba cara al público para su caracterización de rubia tonta”, apunta.
Sobre su documental, Hargitay desgrana que es su “visión” de su madre, una mujer que hablaba cinco idiomas, tocaba el piano y el violín —lo que demostraba cada vez que iba a un programa televisivo de entrevistas— y tenía un cociente intelectual altísimo. “Al inicio de mi carrera, rehuí encasillarme como ella, porque mucha gente me miraba prejuzgándome por ser hija de Jayne Mansfield. Ahora es una alegría y un privilegio contar algo tan privado con mis herramientas y que el público entienda que My Mom Jayne alberga una historia universal, sobre lo que escondemos en las familias, sobre lo que significan nuestros padres, sobre nuestra pertenencia a una comunidad; va más allá de que ella fuera una estrella de cine de los cincuenta, con una vida exótica y una casa con una extraña piscina y un zoo. Mi padre, que fue quien más información me ha dado sobre mi madre durante décadas, me contó que era muy distinta en casa que en público, y que en la intimidad, por ejemplo, era muy graciosa”, cuenta.
En este viaje fílmico, Hargitay, confiesa, ha obtenido “más humanidad, más conexión con mi madre, más felicidad”. A pesar de que revela un gran secreto, “el que convierte en mi vida en un choque de placas tectónicas”: que Mickey Hargitay no es su padre biológico, sino el cantante Nelson Sardelli, con el que su madre tuvo un affaire en una pausa en su matrimonio con Hargitay. Mariska se enteró cuando en la universidad le contaron el típico chismorreo de Hollywood. Sí, se parecían, pero Mickey Hargitay lo negó, subrayó el aspecto húngaro de Mariska y su hija tomó dos decisiones: conocer a Sardelli, a sus dos hijas y, por tanto, hermanas, y por respeto a Mickey (al que define como “mi campeón”) no contárselo a nadie hasta su muerte en 2006.
La actriz siempre sintió que era un puzzle por montar: “La gente durante años, más aún con Ley y orden, me decían que parecía neoyorquina de origen italiano… y tenían razón [risas]. Y los Sardelli han sido tan amorosos… Cuando estoy con ellos, al instante surge la conexión. Me sentía italiana antes de saber que lo era. Ahora por fin he entendido todo”.
¿Cómo hubiera sido la carrera de Jayne Mansfield hoy? “Nació en una época equivocada, antes de su tiempo, tuvo que convertirse en esa rubia de gran busto para ganarse la vida. Hollywood fue injusto con ella, hoy habría sido todo tan distinto…”. A Mariska Hargitay se le entristece el rostro. “Hubiera sido una artista distinta, con muchísimas opciones. El resultado de su lucha la hemos disfrutado las siguientes generaciones: yo he podido crear mi camino. Y he sido fruto de una alquimia mágica”.
Antes de la despedida, Hargitay pregunta al periodista: ¿qué tal Carlos Alcaraz? “Mi hijo es un obseso de los tenistas españoles, así que en casa decimos ‘¡Vamos, Rafa!’ [lo exclama en castellano] y conocemos Mallorca». Pues Alcaraz bien (días más tarde ganaría Roland Garros). “Y otra duda: ¿es cierto que mi nombre suena muy similar en español a sea food [marisco en inglés]”. Pues sí, bastante, la verdad. La carcajada de Hargitay, sonora, expansiva, muy alejada al sufrimiento de su Olivia Benson de Ley y orden acaba con una reflexión al aire: “Cuando el año pasado celebré mi 60 cumpleaños y todos los hermanos de las dos familiares se conocieron, sentí que empezaba una nueva etapa. Lo que te he dicho antes: me siento más feliz y en paz”.
La estrella mejor pagada de la televisión ha dirigido un documental sobre sus raíces y los secretos familiares con la intención de rehabilitar la imagen de su madre
Hay que conocer en profundidad la genealogía de Hollywood para saber que Mariska Hargitay (Santa Mónica, California, 61 años), una de las actrices mejor pagadas —si no la mejor, con 25 millones de euros al año por protagonizar Ley y orden: Unidad de víctimas especiales— de la televisión actual es hija de un mito del cine de serie B, de uno de esos personajes más populares por sus excentricidades y amoríos que por su trabajo: Jayne Mansfield, la otra Marilyn Monroe, una intérprete de desorbitantes medidas físicas y trágico final.
Durante décadas, Hargitay, epítome de la policía neoyorquina gracias a su sufrida y ejemplar Olivia Benton de Ley y orden, no ha publicitado, aunque tampoco escondido, quién era su madre. Sin embargo, en pandemia, encaró su pasado y empezó a bucear en los archivos familiares, lo que le llevó a plantearse presentar al público la auténtica personalidad de su madre y, por añadidura, a publicitar el nombre de su padre biológico, que resultó no ser el culturista y actor estadounidense de origen húngaro Mickey Hargitay, el hombre que la crio. Todo ese cóctel familiar impulsa el motor dramático de My Mom Jayne, documental realizado por Hargitay y que ya está disponible en Max tras su estreno en mayo en el festival de Cannes, donde la actriz se sentó a hablar con EL PAÍS.

Hargitay tenía tres años cuando su madre, Jayne Mansfield, su novio y el chófer del coche murieron en un accidente de tráfico. Era 1967 y Mansfield, estrella erótica que ya rozaba la decadencia a sus 34 años por sus malas decisiones sentimentales y profesionales, viajaba con los otros dos fallecidos en el asiento delantero; Mariska y dos de sus hermanos dormían atrás. Más aún, a Mariska la olvidaron dentro del vehículo destrozado hasta que su hermano preguntó por ella. Durante mucho tiempo, esa ausencia y la sombra de aquella bomba erótica de voz chillona demonizó la relación de Mariska con los recuerdos (en realidad, inexistentes, “fabricados con el tiempo”, confiesa) de su madre. “Mis hermanos mayores se acuerdan de su auténtica voz”, explica sonriente Hargitay. “Aquel tono agudo solo lo usaba cara al público para su caracterización de rubia tonta”, apunta.

Sobre su documental, Hargitay desgrana que es su “visión” de su madre, una mujer que hablaba cinco idiomas, tocaba el piano y el violín —lo que demostraba cada vez que iba a un programa televisivo de entrevistas— y tenía un cociente intelectual altísimo. “Al inicio de mi carrera, rehuí encasillarme como ella, porque mucha gente me miraba prejuzgándome por ser hija de Jayne Mansfield. Ahora es una alegría y un privilegio contar algo tan privado con mis herramientas y que el público entienda que My Mom Jayne alberga una historia universal, sobre lo que escondemos en las familias, sobre lo que significan nuestros padres, sobre nuestra pertenencia a una comunidad; va más allá de que ella fuera una estrella de cine de los cincuenta, con una vida exótica y una casa con una extraña piscina y un zoo. Mi padre, que fue quien más información me ha dado sobre mi madre durante décadas, me contó que era muy distinta en casa que en público, y que en la intimidad, por ejemplo, era muy graciosa”, cuenta.

En este viaje fílmico, Hargitay, confiesa, ha obtenido “más humanidad, más conexión con mi madre, más felicidad”. A pesar de que revela un gran secreto, “el que convierte en mi vida en un choque de placas tectónicas”: que Mickey Hargitay no es su padre biológico, sino el cantante Nelson Sardelli, con el que su madre tuvo un affaire en una pausa en su matrimonio con Hargitay. Mariska se enteró cuando en la universidad le contaron el típico chismorreo de Hollywood. Sí, se parecían, pero Mickey Hargitay lo negó, subrayó el aspecto húngaro de Mariska y su hija tomó dos decisiones: conocer a Sardelli, a sus dos hijas y, por tanto, hermanas, y por respeto a Mickey (al que define como “mi campeón”) no contárselo a nadie hasta su muerte en 2006.

La actriz siempre sintió que era un puzzle por montar: “La gente durante años, más aún con Ley y orden, me decían que parecía neoyorquina de origen italiano… y tenían razón [risas]. Y los Sardelli han sido tan amorosos… Cuando estoy con ellos, al instante surge la conexión. Me sentía italiana antes de saber que lo era. Ahora por fin he entendido todo”.

¿Cómo hubiera sido la carrera de Jayne Mansfield hoy? “Nació en una época equivocada, antes de su tiempo, tuvo que convertirse en esa rubia de gran busto para ganarse la vida. Hollywood fue injusto con ella, hoy habría sido todo tan distinto…”. A Mariska Hargitay se le entristece el rostro. “Hubiera sido una artista distinta, con muchísimas opciones. El resultado de su lucha la hemos disfrutado las siguientes generaciones: yo he podido crear mi camino. Y he sido fruto de una alquimia mágica”.

Antes de la despedida, Hargitay pregunta al periodista: ¿qué tal Carlos Alcaraz? “Mi hijo es un obseso de los tenistas españoles, así que en casa decimos ‘¡Vamos, Rafa!’ [lo exclama en castellano] y conocemos Mallorca». Pues Alcaraz bien (días más tarde ganaría Roland Garros). “Y otra duda: ¿es cierto que mi nombre suena muy similar en español a sea food [marisco en inglés]”. Pues sí, bastante, la verdad. La carcajada de Hargitay, sonora, expansiva, muy alejada al sufrimiento de su Olivia Benson de Ley y orden acaba con una reflexión al aire: “Cuando el año pasado celebré mi 60 cumpleaños y todos los hermanos de las dos familiares se conocieron, sentí que empezaba una nueva etapa. Lo que te he dicho antes: me siento más feliz y en paz”.
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