<p>Cuando <strong>Paul Reubens</strong> se pone ante la cámara de <strong>Matt Wolf</strong>, director de <i><strong>El mismísimo Pee-wee</strong></i>, ya sabe que se está muriendo. El documental terminará sin él. También, de alguna manera, empezará sin él, pues en todo momento el cómico se muestra reticente a abrirse en canal para una serie que, paradójicamente, no existiría si él no hubiera querido.</p>
El documental de Max es una biografía casi autorizada de Paul Reubens, pero sobre todo es una gran reflexión sobre el control y la dignidad
Cuando Paul Reubens se pone ante la cámara de Matt Wolf, director de El mismísimo Pee-wee, ya sabe que se está muriendo. El documental terminará sin él. También, de alguna manera, empezará sin él, pues en todo momento el cómico se muestra reticente a abrirse en canal para una serie que, paradójicamente, no existiría si él no hubiera querido.
El mismísimo Pee-wee, en Max, es una biografía casi autorizada, pero sobre todo es una gran reflexión sobre el control y la dignidad. A Paul Reubens ambas cosas se le fueron de las manos. Querer controlar todo le llevó a fracasar con su segunda película, la megalómana El gran Pee-wee; llevar su dignidad hasta las últimas consecuencias lo condenó a la cancelación eterna cuando la palabra cancelación todavía no existía.
Lo que sí existían eran el doble rasero y la doble moral. Paul Reubens los sufrió, pero se niega a recordarse como víctima. Cualquiera diría que le tiene más rencor a Tim Burton, al que prácticamente acusa de haberse apropiado de su peculiar universo, que al fiscal meapilas que, tras hallar ingentes cantidades de pornografía en casa de Reubens, consiguió que se declarase culpable de un delito más que cuestionable: obscenidad.
Dejando caer la palabra «pedofilia» por aquí y por allí, se consiguió hundir la reputación de Paul Reubens, lo cual contaminó irreversiblemente a Pee-Wee Herman, el estrafalario personaje tras el que el cómico se había escondido durante casi toda su vida.
Pee-Wee no era una obra tan perfecta como para resistir que su creador fuese detenido en un cine porno en 1991 y, poco después, declarado culpable de, ejem, obscenidad. Reubens, pronunciando sin miedo la palabra maldita, reivindicó su derecho a coleccionar lo que le diera la gana: monedas, sellos o fotos de tíos en pelotas. Legalmente, tenía toda la razón del mundo; mediáticamente, la suya era una batalla perdida.
Es indiscutible que a Paul Reubens se lo expulsó del sistema injustamente. No necesitamos una serie documental para entenderlo. El mismísimo Pee-Wee no es esa serie. ¿Lo intentó en un principio? Probablemente. Pero la puerta que abre Reubens en sus entrevistas es mucho más seductora: él había mantenido su vida personal fuera de los focos en su momento y si ahora, 30 años después, estaba dispuesto a compartirla, sería en sus términos. Control hasta el final.
No esperen en El mismísimo Pee-Wee la versión de la historia de quienes tienen algo malo que decir de Paul Reubens. Pero sí esperen descubrir que el mayor problema de ese hombre no era ser homosexual ni aficionado al porno (sólo faltaría), sino una combinación perversa de ego y complejos. Su antipatía, ya septuagenario, es a veces irónica y otras veces genuinamente desagradable.
El mismísimo Pee-Wee muestra las dos personalidades de un hombre tan consciente de su valor (Reubens sabe perfectamente qué frases se convertirán en titulares) como incapaz de reconocer que en el éxito de Pee-Wee hubo factores que a cualquiera, él incluido, se le escapan.
Es triste que no se reconozca la influencia de Pee-Wee Herman en tantas obras y autores posteriores, aunque no será su creador quien señale esa falta de reconocimiento. Soberbia hasta el final. En El mismísimo Pee-Wee, Paul Reubens parece estar todo el rato diciendo a sus enemigos, reales o imaginarios: «Sabéis perfectamente quiénes sois y deberíais avergonzaros de lo que hicistéis». Moriría muy poco después, en 2023.
Dignidad hasta el final. O cabezonería patológica. O las dos cosas.
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