Paulina, la protagonista de Futrono, de Cecilia Alfaro Gómez, es una treintañera que atraviesa múltiples crisis en su vida. No solo su matrimonio con Francisco acaba de terminar por su infidelidad —la de ella, aunque los lectores terminamos sin saber muchos detalles—, sino que también se ve obligada a volver a vivir, en una covacha al fondo del jardín, a la casa de sus padres. ¿La razón? Paulina está sobreendeudada a niveles extremos: le debe más de cincuenta millones de pesos a cinco bancos, y ahora toda su vida gira alrededor de la necesidad de saldar lo pendiente.
Futrono es el nombre que le da la madre de Paulina a la pieza en que ella se aloja mientras intenta volver a tomar las riendas de su existencia: “Mi mamá le llama Futrono a la bodega que está al fondo del patio. Probablemente, porque es lo más inhóspito que ella conoce. (…) Aquí no hay trufas bajo la tierra, tesoros escondidos en la humedad, el frío y la lluvia. Solo hay humedad, frío y lluvia”. A pesar de haberla recibido en su emergencia, su familia está lejos de ser un clan medianamente funcional. Su padre arrastra una historia donde la violencia y el narcisismo son protagonistas: durante la infancia de sus hijos, los golpes llegaban por las razones más nimias; su preocupación profesional y por su honra llega a niveles enfermizos, y sus incapacidades afectivas llegan incluso a no poder saludar con naturalidad a Paulina con motivo de su cumpleaños. Subyace a todos ellos una imposibilidad de comunicarse de modo medianamente aceptable, lo que establece unas dinámicas donde las diferencias no tienen salida posible y cualquier conflicto deviene en una explosión.
A pesar de una partida prometedora y de haber sido premiada con el Premio Municipal de Literatura 2023 en la categoría de mejor novela inédita, este primer libro de Alfaro Gómez decepciona por una trama cuya ejecución se desencamina al poco andar y, con una prosa, a pesar de algunos chispazos, desangelada (“Le pregunté a mi papá por qué no me había saludado, dado que era mi cambio de folio, información para mí crucial”). El principal defecto, empero, radica en Paulina, un personaje principal que, a pesar de encarnar elementos que podrían haber puesto por alto una historia trágica —los traumas de una infancia violenta, el sobreendeudamiento, el fracaso matrimonial, los excesos del consumismo o la incomunicación patológica de su núcleo familiar—, parece ser incapaz de darse cuenta de lo grave de su situación, tomar conciencia y darle un mínimo cauce a su propia vida.
Entre otras cosas, la crisis de Paulina parece tener su origen en su nula capacidad para contrariar las expectativas del resto. Siempre, en todo momento y a todo el mundo, dice que sí: recibe sin cesar a sus amigos en su hogar, invita a los tragos cuando sale con los compañeros de oficina o siempre está dispuesta a quedarse un poco más en una fiesta. Esa actitud tiene como corolario un intento por reflejar, en las redes sociales, que su vida sí funciona: da lo mismo lo que rodee sus posteos de Instagram mientras las pantallas de los demás muestren una escena donde abunda la felicidad y el éxito: “Tal vez como una forma de hacer ver al mundo que mi realidad actual es envidiable, o como para inventarme a mí misma una historia fantástica de lo que no estoy viviendo. Qué poco se necesita para mentirle al resto”. Todo esto está regado, además, por el uso y abuso de ansiolíticos, alcohol y drogas, en una mixtura que no presagia nada bueno y que termina, cómo no, con la protagonista viviendo en esa bodega al fondo del jardín. Allí, acompañada de un gato y haciéndole el quite a los mosquitos que llegan a la compostera de su madre, reflexiona sobre las malas decisiones que la llevaron a ese estado. Sin embargo, lo que podría haber sido una novela donde la introspección ilumina una vida en su intento por salir a flote, es poco más que una seguidilla de fracasos o escarceos que no llevan a ningún lugar.
Con todo, hay en esta novela ciertos chispazos de lucidez antropológica y de intensidad narrativa. El que la protagonista esté tironeada por sus altísimas deudas es un asunto que, más allá de su actualidad y relevancia, introduce a Paulina en una dinámica que por momentos está bien trabajada literariamente: la narradora lo compara con una bicicleta que se maneja cuesta arriba, a la que la pista se le vuelve cada vez más pesada, pero que lucha con esos fogonazos de dopamina que llegan con cada compra realizada con la tarjeta de crédito. O la angustia de la deuda, que se comprende como una esclavitud moderna y que obliga a entregar, mes a mes, todo el fruto del trabajo. Esa situación está descrita como un acoso angustiante de fantasmas o monstruos que tironean y gritan sin cesar dentro de su cabeza, problema que solo se soluciona con el clonazepam y otros fármacos similares comprados bajo cuerda. A pesar de esos puntos altos, el conjunto termina sin convencer del todo.
Así, en Futrono tenemos una protagonista incapaz de tomar un mínimo rumbo vital, que a pesar de enunciar los episodios difíciles de su infancia no puede elaborar con demasiada lucidez una trayectoria que explique su modo de ser ni que justifique su racha de malas decisiones. La disfuncionalidad de la figura del padre, asimismo, alcanza a ratos ribetes ridículos e inverosímiles, que hacen perder fuerza a la tragedia de su violencia e iracundia. Como corolario, el rasgo dominante de querer siempre agradar al resto —incluso si la cuestión se trata de casarse o de tener hijos— lleva a que solo veamos a Paulina deambular, dar vueltas en círculo y no creer que sea capaz de encontrar una salida posible, ni positiva ni negativa. Que la protagonista no tenga norte no es un problema; pero que la novela tampoco vaya a ningún lado, sin embargo, sí termina siéndolo.
A pesar de una partida prometedora y de obtener el Premio Municipal de Literatura 2023 como mejor novela inédita, ‘Futrono’ decepciona por una trama cuya ejecución se desencamina al poco andar
Paulina, la protagonista de Futrono, de Cecilia Alfaro Gómez, es una treintañera que atraviesa múltiples crisis en su vida. No solo su matrimonio con Francisco acaba de terminar por su infidelidad —la de ella, aunque los lectores terminamos sin saber muchos detalles—, sino que también se ve obligada a volver a vivir, en una covacha al fondo del jardín, a la casa de sus padres. ¿La razón? Paulina está sobreendeudada a niveles extremos: le debe más de cincuenta millones de pesos a cinco bancos, y ahora toda su vida gira alrededor de la necesidad de saldar lo pendiente.
Futrono es el nombre que le da la madre de Paulina a la pieza en que ella se aloja mientras intenta volver a tomar las riendas de su existencia: “Mi mamá le llama Futrono a la bodega que está al fondo del patio. Probablemente, porque es lo más inhóspito que ella conoce. (…) Aquí no hay trufas bajo la tierra, tesoros escondidos en la humedad, el frío y la lluvia. Solo hay humedad, frío y lluvia”. A pesar de haberla recibido en su emergencia, su familia está lejos de ser un clan medianamente funcional. Su padre arrastra una historia donde la violencia y el narcisismo son protagonistas: durante la infancia de sus hijos, los golpes llegaban por las razones más nimias; su preocupación profesional y por su honra llega a niveles enfermizos, y sus incapacidades afectivas llegan incluso a no poder saludar con naturalidad a Paulina con motivo de su cumpleaños. Subyace a todos ellos una imposibilidad de comunicarse de modo medianamente aceptable, lo que establece unas dinámicas donde las diferencias no tienen salida posible y cualquier conflicto deviene en una explosión.
A pesar de una partida prometedora y de haber sido premiada con el Premio Municipal de Literatura 2023 en la categoría de mejor novela inédita, este primer libro de Alfaro Gómez decepciona por una trama cuya ejecución se desencamina al poco andar y, con una prosa, a pesar de algunos chispazos, desangelada (“Le pregunté a mi papá por qué no me había saludado, dado que era mi cambio de folio, información para mí crucial”). El principal defecto, empero, radica en Paulina, un personaje principal que, a pesar de encarnar elementos que podrían haber puesto por alto una historia trágica —los traumas de una infancia violenta, el sobreendeudamiento, el fracaso matrimonial, los excesos del consumismo o la incomunicación patológica de su núcleo familiar—, parece ser incapaz de darse cuenta de lo grave de su situación, tomar conciencia y darle un mínimo cauce a su propia vida.
Entre otras cosas, la crisis de Paulina parece tener su origen en su nula capacidad para contrariar las expectativas del resto. Siempre, en todo momento y a todo el mundo, dice que sí: recibe sin cesar a sus amigos en su hogar, invita a los tragos cuando sale con los compañeros de oficina o siempre está dispuesta a quedarse un poco más en una fiesta. Esa actitud tiene como corolario un intento por reflejar, en las redes sociales, que su vida sí funciona: da lo mismo lo que rodee sus posteos de Instagram mientras las pantallas de los demás muestren una escena donde abunda la felicidad y el éxito: “Tal vez como una forma de hacer ver al mundo que mi realidad actual es envidiable, o como para inventarme a mí misma una historia fantástica de lo que no estoy viviendo. Qué poco se necesita para mentirle al resto”. Todo esto está regado, además, por el uso y abuso de ansiolíticos, alcohol y drogas, en una mixtura que no presagia nada bueno y que termina, cómo no, con la protagonista viviendo en esa bodega al fondo del jardín. Allí, acompañada de un gato y haciéndole el quite a los mosquitos que llegan a la compostera de su madre, reflexiona sobre las malas decisiones que la llevaron a ese estado. Sin embargo, lo que podría haber sido una novela donde la introspección ilumina una vida en su intento por salir a flote, es poco más que una seguidilla de fracasos o escarceos que no llevan a ningún lugar.
Con todo, hay en esta novela ciertos chispazos de lucidez antropológica y de intensidad narrativa. El que la protagonista esté tironeada por sus altísimas deudas es un asunto que, más allá de su actualidad y relevancia, introduce a Paulina en una dinámica que por momentos está bien trabajada literariamente: la narradora lo compara con una bicicleta que se maneja cuesta arriba, a la que la pista se le vuelve cada vez más pesada, pero que lucha con esos fogonazos de dopamina que llegan con cada compra realizada con la tarjeta de crédito. O la angustia de la deuda, que se comprende como una esclavitud moderna y que obliga a entregar, mes a mes, todo el fruto del trabajo. Esa situación está descrita como un acoso angustiante de fantasmas o monstruos que tironean y gritan sin cesar dentro de su cabeza, problema que solo se soluciona con el clonazepam y otros fármacos similares comprados bajo cuerda. A pesar de esos puntos altos, el conjunto termina sin convencer del todo.
Así, en Futrono tenemos una protagonista incapaz de tomar un mínimo rumbo vital, que a pesar de enunciar los episodios difíciles de su infancia no puede elaborar con demasiada lucidez una trayectoria que explique su modo de ser ni que justifique su racha de malas decisiones. La disfuncionalidad de la figura del padre, asimismo, alcanza a ratos ribetes ridículos e inverosímiles, que hacen perder fuerza a la tragedia de su violencia e iracundia. Como corolario, el rasgo dominante de querer siempre agradar al resto —incluso si la cuestión se trata de casarse o de tener hijos— lleva a que solo veamos a Paulina deambular, dar vueltas en círculo y no creer que sea capaz de encontrar una salida posible, ni positiva ni negativa. Que la protagonista no tenga norte no es un problema; pero que la novela tampoco vaya a ningún lado, sin embargo, sí termina siéndolo.
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