<p class=»ue-c-article__paragraph»>Cuando salimos del Teatro de La Abadía porque fuimos a ver <i>Los yugoslavos</i>, de Juan Mayorga, no hablamos demasiado hasta llegar caminando a la glorieta de Quevedo. Cada uno rumiaba lo visto a su manera. Y los dos teníamos un lugar común sin saberlo: nos había gustado. Nos parecía un teatro de riesgo. Un texto con cabos sueltos, pero una osadía robusta a la manera en que Mayorga pone en pie algunas obras que desconciertan. Creo que lo preguntó ella primero: «¿Cuántas veces te has sentido yugoslavo?». Me gustó que lo dijese así, pero lo entendí perfectamente. Sentirse «yugoslavo» es estar fuera de sitio. Sentirse «yugoslavo» es flotar en algún lugar inconcreto.<strong> Sentirse «yugoslavo» es haber entristecido, también por amor</strong>; haber amado, también sin saber; echarse a llorar sin tener a mano una única razón; desear escapar sin camino, sin mapa, sin fuego. ¡Claro que sé lo que eso significa! Ella también lo sabe, cómo no.</p>
Cuando salimos del Teatro de La Abadía porque fuimos a ver Los yugoslavos, de Juan Mayorga, no hablamos demasiado hasta llegar caminando a
Cuando salimos del Teatro de La Abadía porque fuimos a ver Los yugoslavos, de Juan Mayorga, no hablamos demasiado hasta llegar caminando a la glorieta de Quevedo. Cada uno rumiaba lo visto a su manera. Y los dos teníamos un lugar común sin saberlo: nos había gustado. Nos parecía un teatro de riesgo. Un texto con cabos sueltos, pero una osadía robusta a la manera en que Mayorga pone en pie algunas obras que desconciertan. Creo que lo preguntó ella primero: «¿Cuántas veces te has sentido yugoslavo?». Me gustó que lo dijese así, pero lo entendí perfectamente. Sentirse «yugoslavo» es estar fuera de sitio. Sentirse «yugoslavo» es flotar en algún lugar inconcreto. Sentirse «yugoslavo» es haber entristecido, también por amor; haber amado, también sin saber; echarse a llorar sin tener a mano una única razón; desear escapar sin camino, sin mapa, sin fuego. ¡Claro que sé lo que eso significa! Ella también lo sabe, cómo no.
Y esto es algo de lo que sucede en ese laberinto del ánimo que es el bar que regenta el actor Javier Gutiérrez en la obra de Mayorga. El mismo hombre busca remedio al desconcierto que le genera la tristeza inexplicable de su mujer, la tristeza repentina de su mujer. Y el bálsamo cree encontrarlo en la presencia deslizante y encriptada del actor Luis Bermejo porque hace un rato escuchó cómo éste daba ánimos (mentía) a un amigo que ha perdido el trabajo. Javier Gutiérrez necesita un remedio para su «yugoslavia». Para ese remoto país o estado de ánimo brutal, perforador, escalofriante que envuelve a la estupenda actriz Natalia Hernández, una dama espectral que intenta escapar de no sabe qué (de tanta rutina, de todo el hastío, del desesperante aburrimiento y de los días iguales trabajando en la cocina de un bar). Es la mujer que va en busca de aquel lugar inexacto del que una vez escuchó hablar a unos clientes: «El bar de los yugoslavos, donde se juega de verdad mientras las mujeres bailan».
Y ese es el eje de la pieza seductora, inteligente y desconcertante de Mayorga, que ha escrito y dirige. Salir del teatro y caminar Madrid y pensar a rachas en aquellos poemas que han durado más que las civilizaciones en que fueron escritos. O las historias que nacieron en países sin sitio y de donde en verdad ya no es nadie, como Yugoslavia. Es formidable ir al teatro para ver esto y salir con la cabeza a pájaros sin dar importancia a las dos o tres cosas desabrochadas de la pieza, como no se abrocha ya nunca un lugar perdido. La de veces, ahora lo tengo claro, que en algún momento de la vida nos sentimos «yugoslavos», y no sabemos hacia dónde ni hasta qué. Enhorabuena, Juan.
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