Aquel pariente mío, que había hecho fortuna en la vida, me pedía que le aconsejara libros para que leyeran sus hijas, a punto ya de salir de la infancia: “Pero que sean libros con fundamento, no novelas ni cosas así”. Mi tío había alcanzado su posición sin necesidad de leer ningún libro, pero aún así tenía ideas muy firmes sobre los que no les convenía leer a sus hijas, y no ya por la antigua sospecha de la inmoralidad de las novelas, en particular para las mujeres, sino por un recelo particular contra la ficción. ¿Para qué sirve leer historias inventadas sobre gente que no existe? Ahora me acuerdo de mi pobre tío porque voy leyendo aquí y allá informes y análisis sobre la creciente indiferencia, y hasta el abierto rechazo, de los hombres hacia las novelas, en particular varones jóvenes o en la primera madurez. Lo que ahora detectan con tanta agudeza los expertos lo ha sabido siempre cualquier escritor que dedica libros a una fila de lectores, da una conferencia o acepta la invitación de un club de lectura. Estadísticamente, el lector es lectora, igual que el enfermero es enfermera. Hay excelentes lectores varones, lo mismo que hay enfermeros magníficos, pero desde que hacia mediados del siglo XVIII se generalizó la lectura de novelas ya se observó que su público mayoritario estaba entre las mujeres, lo cual fue visto muchas veces como una prueba de la baja consistencia intelectual de esa forma de literatura. Algunas mujeres, sobre todo en Inglaterra y en Francia, pudieron hacerse una carrera literaria porque, según Virginia Woolf, era la más barata de todas las profesiones. Hasta una señorita viviendo en la decorosa pobreza de Jane Austen podía permitirse los pocos materiales que incluso en nuestra época necesarios para escribir: tinta, papel, pluma, algo de indolencia.
Hay otro ingrediente imprescindible, aunque gratuito: la curiosidad hacia la vida de los otros, y la facultad de la imaginación que permite observar la propia vida desde dentro y desde fuera, y de contar las experiencias de otros como si uno mismo las hubiera vivido, estuviera viviéndolas. Esa facultad del novelista tiene su equivalente exacto en la que permite al lector vivir imaginariamente las vidas de los personajes de ficción; no a ciegas, desde luego, ni confundiéndolos con personas reales, sino por ese sofisticado mecanismo que el poeta Coleridge llamó la suspensión temporal o condicional de la incredulidad. Yo sé que ni el príncipe Andréi Bolkonsky ni Frédéric Moreau existieron nunca: pero cuando Bolkonsky, gravemente herido en la batalla de Austerlitz, mira bocarriba al cielo muy azul y siente la melancolía de morir tan joven, o cuando Frédéric Moreau se despide del amor de su vida, Madame Arnoux, y la ve alejarse con andar lento y pelo blanco, en esos dos momentos de Guerra y paz y La educación sentimental me sube desde la garganta una congoja que no puedo ni quiero dominar y que me humedece los ojos. La literatura, la música, el arte, dice Marcel Proust, son la única forma que tenemos de saber cómo es el alma de los otros, selladas para nosotros detrás de los signos siempre inciertos de las palabras y los gestos.
Cada uno vive confinado en su propia vida, en un ámbito escaso de personas y lugares, en el tiempo breve que se le ha concedido en este mundo. Yo no creo que las novelas nos consuelen de la mediocridad de lo real, ni que permitan disfrutar emociones más intensas o verdaderas de las que ofrece la vida; y desde luego hay novelas malas, y novelas detestables, y novelas que en algunos casos pueden tener un efecto dañino, en momentos o edades de mucha fragilidad. Pero estoy convencido de que el hábito de leerlas, y de educarse crítica y fervorosamente en el ejercicio de la lectura, nos puede iluminar sobre nosotros mismos y sobre los otros, no sin olvidar su cualidad de entretenimiento saludable y barato, pues, como escribió Isaac Bashevis Singer, “en literatura, una verdad aburrida no es una verdad”. Este mundo de ahora, que parece regalarnos perspectivas ilimitadas sobre todas las cosas, nos encierra en el caparazón de lo semejante y lo tribal: tu identidad sexual, tu catecismo ideológico, tu generación con su mayúscula clasificatoria. Una buena novela te educa en los matices infinitos de lo particular y lo irreductible, y en la fraternidad profunda que puede unirlo a uno con quien parecería más ajeno, personas de otra época y otro sexo, de otra clase y de otro idioma ,en las que de golpes te reconoces con una identificación que rara vez encuentras en tus contemporáneos, en los miembros del grupo en el que te ves incluido, por voluntad propia, o por conformidad, o a la fuerza.
Hay historiadores que hablan de un tiempo, que comienza aproximadamente con la Ilustración, en el que sucedió una “ampliación del círculo moral”. Casualidad o no, es también el comienzo de la edad de oro de la novela. Personas o grupos a los que se les había negado la plena humanidad, o designado como inferiores, empezaban a ser reconocidas como iguales. Exploradores y comerciantes sometían a pueblos originarios en nombre de la superioridad del hombre blanco, pero había ilustrados, como Diderot y tantos otros, muchas mujeres entre ellos, que desde el principio condenaron la explotación y la violencia colonial, denunciaron la esclavitud, imaginaron que esas personas de otro color de piel y otras maneras de vivir merecían ser incluidas en un círculo moral en el que hasta entonces solo gozaban derecho de admisión los varones blancos de un cierto poder económico. Jean Jacques Rousseau, novelista igual que filósofo, defendió la igualdad de los hombres, y Mary Wollstonecraft les recordó a los roussonianos de la Revolución Francesa que la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano solo sería de verdad universal si incluía a las mujeres. Fue su hija, Mary Shelley, tan bravía como ella, quien retrató en Frankenstein la humanidad trágica del mayor excluido del círculo moral, la criatura monstruosa de la que ha renegado con espanto hasta su mismo creador. La lucha política contra la esclavitud ganó todavía más fuerza cuando a los argumentos teóricos se sumaron los relatos veraces de esclavos fugitivos que al contar en primera persona su servidumbre y su rebeldía y coraje forzaban a la imaginación de los lectores a ponerse en el lugar de los perseguidos, y a reconocerse como en un espejo inquietante en las figuras de quienes habían sido clasificados como inferiores. La ciencia, escandalosamente, solo se liberó del todo de las fantasías racistas tras el terrible escarmiento del nazismo: fue la mejor literatura la que despertó a los lectores a la evidencia de la igualdad de los seres humanos, y a la singularidad de cada uno de ellos.
Nosotros hemos asistido con nuestros propios ojos al ensanchamiento del círculo moral, en las leyes y en la vida cotidiana, en nuestras mismas familias, donde lo hasta hace no muchos años inimaginable ahora es común, las opciones vitales y sexuales de cada uno, los antiguos tabús tan extinguidos que ya ni se recuerdan. Imaginar lo nunca imaginado es tarea de novelistas y de reformadores sociales. Y precisamente porque nosotros sí recordamos la fealdad estética y moral de un pasado de prejuicios nos espanta más estar viendo cómo él círculo moral ahora vuelve a estrecharse, en las fronteras tajantes entre los nuestros y los otros, las fronteras mentales que las novelas ayudaron a derribar y las fronteras físicas que vuelven a levantarse, con toda la virulencia del oscurantismo político y de la tecnología. En Gaza, en Ucrania, en El Salvador, en las minas infernales del Congo, en Afganistán, en las jaulas rodeadas de caimanes de Florida, a las personas se las atormenta y se las elimina mejor si no se sabe o no se quiere imaginar que son seres humanos.
Aquel pariente mío, que había hecho fortuna en la vida, me pedía que le aconsejara libros para que leyeran sus hijas, a punto ya de salir de la infancia: “Pero que sean libros con fundamento, no novelas ni cosas así”. Mi tío había alcanzado su posición sin necesidad de leer ningún libro, pero aún así tenía ideas muy firmes sobre los que no les convenía leer a sus hijas, y no ya por la antigua sospecha de la inmoralidad de las novelas, en particular para las mujeres, sino por un recelo particular contra la ficción. ¿Para qué sirve leer historias inventadas sobre gente que no existe? Ahora me acuerdo de mi pobre tío porque voy leyendo aquí y allá informes y análisis sobre la creciente indiferencia, y hasta el abierto rechazo, de los hombres hacia las novelas, en particular varones jóvenes o en la primera madurez. Lo que ahora detectan con tanta agudeza los expertos lo ha sabido siempre cualquier escritor que dedica libros a una fila de lectores, da una conferencia o acepta la invitación de un club de lectura. Estadísticamente, el lector es lectora, igual que el enfermero es enfermera. Hay excelentes lectores varones, lo mismo que hay enfermeros magníficos, pero desde que hacia mediados del siglo XVIII se generalizó la lectura de novelas ya se observó que su público mayoritario estaba entre las mujeres, lo cual fue visto muchas veces como una prueba de la baja consistencia intelectual de esa forma de literatura. Algunas mujeres, sobre todo en Inglaterra y en Francia, pudieron hacerse una carrera literaria porque, según Virginia Woolf, era la más barata de todas las profesiones. Hasta una señorita viviendo en la decorosa pobreza de Jane Austen podía permitirse los pocos materiales que incluso en nuestra época necesarios para escribir: tinta, papel, pluma, algo de indolencia. Hay otro ingrediente imprescindible, aunque gratuito: la curiosidad hacia la vida de los otros, y la facultad de la imaginación que permite observar la propia vida desde dentro y desde fuera, y de contar las experiencias de otros como si uno mismo las hubiera vivido, estuviera viviéndolas. Esa facultad del novelista tiene su equivalente exacto en la que permite al lector vivir imaginariamente las vidas de los personajes de ficción; no a ciegas, desde luego, ni confundiéndolos con personas reales, sino por ese sofisticado mecanismo que el poeta Coleridge llamó la suspensión temporal o condicional de la incredulidad. Yo sé que ni el príncipe Andréi Bolkonsky ni Frédéric Moreau existieron nunca: pero cuando Bolkonsky, gravemente herido en la batalla de Austerlitz, mira bocarriba al cielo muy azul y siente la melancolía de morir tan joven, o cuando Frédéric Moreau se despide del amor de su vida, Madame Arnoux, y la ve alejarse con andar lento y pelo blanco, en esos dos momentos de Guerra y paz y La educación sentimental me sube desde la garganta una congoja que no puedo ni quiero dominar y que me humedece los ojos. La literatura, la música, el arte, dice Marcel Proust, son la única forma que tenemos de saber cómo es el alma de los otros, selladas para nosotros detrás de los signos siempre inciertos de las palabras y los gestos. Cada uno vive confinado en su propia vida, en un ámbito escaso de personas y lugares, en el tiempo breve que se le ha concedido en este mundo. Yo no creo que las novelas nos consuelen de la mediocridad de lo real, ni que permitan disfrutar emociones más intensas o verdaderas de las que ofrece la vida; y desde luego hay novelas malas, y novelas detestables, y novelas que en algunos casos pueden tener un efecto dañino, en momentos o edades de mucha fragilidad. Pero estoy convencido de que el hábito de leerlas, y de educarse crítica y fervorosamente en el ejercicio de la lectura, nos puede iluminar sobre nosotros mismos y sobre los otros, no sin olvidar su cualidad de entretenimiento saludable y barato, pues, como escribió Isaac Bashevis Singer, “en literatura, una verdad aburrida no es una verdad”. Este mundo de ahora, que parece regalarnos perspectivas ilimitadas sobre todas las cosas, nos encierra en el caparazón de lo semejante y lo tribal: tu identidad sexual, tu catecismo ideológico, tu generación con su mayúscula clasificatoria. Una buena novela te educa en los matices infinitos de lo particular y lo irreductible, y en la fraternidad profunda que puede unirlo a uno con quien parecería más ajeno, personas de otra época y otro sexo, de otra clase y de otro idioma ,en las que de golpes te reconoces con una identificación que rara vez encuentras en tus contemporáneos, en los miembros del grupo en el que te ves incluido, por voluntad propia, o por conformidad, o a la fuerza.Hay historiadores que hablan de un tiempo, que comienza aproximadamente con la Ilustración, en el que sucedió una “ampliación del círculo moral”. Casualidad o no, es también el comienzo de la edad de oro de la novela. Personas o grupos a los que se les había negado la plena humanidad, o designado como inferiores, empezaban a ser reconocidas como iguales. Exploradores y comerciantes sometían a pueblos originarios en nombre de la superioridad del hombre blanco, pero había ilustrados, como Diderot y tantos otros, muchas mujeres entre ellos, que desde el principio condenaron la explotación y la violencia colonial, denunciaron la esclavitud, imaginaron que esas personas de otro color de piel y otras maneras de vivir merecían ser incluidas en un círculo moral en el que hasta entonces solo gozaban derecho de admisión los varones blancos de un cierto poder económico. Jean Jacques Rousseau, novelista igual que filósofo, defendió la igualdad de los hombres, y Mary Wollstonecraft les recordó a los roussonianos de la Revolución Francesa que la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano solo sería de verdad universal si incluía a las mujeres. Fue su hija, Mary Shelley, tan bravía como ella, quien retrató en Frankenstein la humanidad trágica del mayor excluido del círculo moral, la criatura monstruosa de la que ha renegado con espanto hasta su mismo creador. La lucha política contra la esclavitud ganó todavía más fuerza cuando a los argumentos teóricos se sumaron los relatos veraces de esclavos fugitivos que al contar en primera persona su servidumbre y su rebeldía y coraje forzaban a la imaginación de los lectores a ponerse en el lugar de los perseguidos, y a reconocerse como en un espejo inquietante en las figuras de quienes habían sido clasificados como inferiores. La ciencia, escandalosamente, solo se liberó del todo de las fantasías racistas tras el terrible escarmiento del nazismo: fue la mejor literatura la que despertó a los lectores a la evidencia de la igualdad de los seres humanos, y a la singularidad de cada uno de ellos.Nosotros hemos asistido con nuestros propios ojos al ensanchamiento del círculo moral, en las leyes y en la vida cotidiana, en nuestras mismas familias, donde lo hasta hace no muchos años inimaginable ahora es común, las opciones vitales y sexuales de cada uno, los antiguos tabús tan extinguidos que ya ni se recuerdan. Imaginar lo nunca imaginado es tarea de novelistas y de reformadores sociales. Y precisamente porque nosotros sí recordamos la fealdad estética y moral de un pasado de prejuicios nos espanta más estar viendo cómo él círculo moral ahora vuelve a estrecharse, en las fronteras tajantes entre los nuestros y los otros, las fronteras mentales que las novelas ayudaron a derribar y las fronteras físicas que vuelven a levantarse, con toda la virulencia del oscurantismo político y de la tecnología. En Gaza, en Ucrania, en El Salvador, en las minas infernales del Congo, en Afganistán, en las jaulas rodeadas de caimanes de Florida, a las personas se las atormenta y se las elimina mejor si no se sabe o no se quiere imaginar que son seres humanos. Seguir leyendo
Aquel pariente mío, que había hecho fortuna en la vida, me pedía que le aconsejara libros para que leyeran sus hijas, a punto ya de salir de la infancia: “Pero que sean libros con fundamento, no novelas ni cosas así”. Mi tío había alcanzado su posición sin necesidad de leer ningún libro, pero aún así tenía ideas muy firmes sobre los que no les convenía leer a sus hijas, y no ya por la antigua sospecha de la inmoralidad de las novelas, en particular para las mujeres, sino por un recelo particular contra la ficción. ¿Para qué sirve leer historias inventadas sobre gente que no existe? Ahora me acuerdo de mi pobre tío porque voy leyendo aquí y allá informes y análisis sobre la creciente indiferencia, y hasta el abierto rechazo, de los hombres hacia las novelas, en particular varones jóvenes o en la primera madurez. Lo que ahora detectan con tanta agudeza los expertos lo ha sabido siempre cualquier escritor que dedica libros a una fila de lectores, da una conferencia o acepta la invitación de un club de lectura. Estadísticamente, el lector es lectora, igual que el enfermero es enfermera. Hay excelentes lectores varones, lo mismo que hay enfermeros magníficos, pero desde que hacia mediados del siglo XVIII se generalizó la lectura de novelas ya se observó que su público mayoritario estaba entre las mujeres, lo cual fue visto muchas veces como una prueba de la baja consistencia intelectual de esa forma de literatura. Algunas mujeres, sobre todo en Inglaterra y en Francia, pudieron hacerse una carrera literaria porque, según Virginia Woolf, era la más barata de todas las profesiones. Hasta una señorita viviendo en la decorosa pobreza de Jane Austen podía permitirse los pocos materiales que incluso en nuestra época necesarios para escribir: tinta, papel, pluma, algo de indolencia.
Hay otro ingrediente imprescindible, aunque gratuito: la curiosidad hacia la vida de los otros, y la facultad de la imaginación que permite observar la propia vida desde dentro y desde fuera, y de contar las experiencias de otros como si uno mismo las hubiera vivido, estuviera viviéndolas. Esa facultad del novelista tiene su equivalente exacto en la que permite al lector vivir imaginariamente las vidas de los personajes de ficción; no a ciegas, desde luego, ni confundiéndolos con personas reales, sino por ese sofisticado mecanismo que el poeta Coleridge llamó la suspensión temporal o condicional de la incredulidad. Yo sé que ni el príncipe Andréi Bolkonsky ni Frédéric Moreau existieron nunca: pero cuando Bolkonsky, gravemente herido en la batalla de Austerlitz, mira bocarriba al cielo muy azul y siente la melancolía de morir tan joven, o cuando Frédéric Moreau se despide del amor de su vida, Madame Arnoux, y la ve alejarse con andar lento y pelo blanco, en esos dos momentos de Guerra y paz y La educación sentimental me sube desde la garganta una congoja que no puedo ni quiero dominar y que me humedece los ojos. La literatura, la música, el arte, dice Marcel Proust, son la única forma que tenemos de saber cómo es el alma de los otros, selladas para nosotros detrás de los signos siempre inciertos de las palabras y los gestos.
Cada uno vive confinado en su propia vida, en un ámbito escaso de personas y lugares, en el tiempo breve que se le ha concedido en este mundo. Yo no creo que las novelas nos consuelen de la mediocridad de lo real, ni que permitan disfrutar emociones más intensas o verdaderas de las que ofrece la vida; y desde luego hay novelas malas, y novelas detestables, y novelas que en algunos casos pueden tener un efecto dañino, en momentos o edades de mucha fragilidad. Pero estoy convencido de que el hábito de leerlas, y de educarse crítica y fervorosamente en el ejercicio de la lectura, nos puede iluminar sobre nosotros mismos y sobre los otros, no sin olvidar su cualidad de entretenimiento saludable y barato, pues, como escribió Isaac Bashevis Singer, “en literatura, una verdad aburrida no es una verdad”. Este mundo de ahora, que parece regalarnos perspectivas ilimitadas sobre todas las cosas, nos encierra en el caparazón de lo semejante y lo tribal: tu identidad sexual, tu catecismo ideológico, tu generación con su mayúscula clasificatoria. Una buena novela te educa en los matices infinitos de lo particular y lo irreductible, y en la fraternidad profunda que puede unirlo a uno con quien parecería más ajeno, personas de otra época y otro sexo, de otra clase y de otro idioma ,en las que de golpes te reconoces con una identificación que rara vez encuentras en tus contemporáneos, en los miembros del grupo en el que te ves incluido, por voluntad propia, o por conformidad, o a la fuerza.
Hay historiadores que hablan de un tiempo, que comienza aproximadamente con la Ilustración, en el que sucedió una “ampliación del círculo moral”. Casualidad o no, es también el comienzo de la edad de oro de la novela. Personas o grupos a los que se les había negado la plena humanidad, o designado como inferiores, empezaban a ser reconocidas como iguales. Exploradores y comerciantes sometían a pueblos originarios en nombre de la superioridad del hombre blanco, pero había ilustrados, como Diderot y tantos otros, muchas mujeres entre ellos, que desde el principio condenaron la explotación y la violencia colonial, denunciaron la esclavitud, imaginaron que esas personas de otro color de piel y otras maneras de vivir merecían ser incluidas en un círculo moral en el que hasta entonces solo gozaban derecho de admisión los varones blancos de un cierto poder económico. Jean Jacques Rousseau, novelista igual que filósofo, defendió la igualdad de los hombres, y Mary Wollstonecraft les recordó a los roussonianos de la Revolución Francesa que la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano solo sería de verdad universal si incluía a las mujeres. Fue su hija, Mary Shelley, tan bravía como ella, quien retrató en Frankenstein la humanidad trágica del mayor excluido del círculo moral, la criatura monstruosa de la que ha renegado con espanto hasta su mismo creador. La lucha política contra la esclavitud ganó todavía más fuerza cuando a los argumentos teóricos se sumaron los relatos veraces de esclavos fugitivos que al contar en primera persona su servidumbre y su rebeldía y coraje forzaban a la imaginación de los lectores a ponerse en el lugar de los perseguidos, y a reconocerse como en un espejo inquietante en las figuras de quienes habían sido clasificados como inferiores. La ciencia, escandalosamente, solo se liberó del todo de las fantasías racistas tras el terrible escarmiento del nazismo: fue la mejor literatura la que despertó a los lectores a la evidencia de la igualdad de los seres humanos, y a la singularidad de cada uno de ellos.
Nosotros hemos asistido con nuestros propios ojos al ensanchamiento del círculo moral, en las leyes y en la vida cotidiana, en nuestras mismas familias, donde lo hasta hace no muchos años inimaginable ahora es común, las opciones vitales y sexuales de cada uno, los antiguos tabús tan extinguidos que ya ni se recuerdan. Imaginar lo nunca imaginado es tarea de novelistas y de reformadores sociales. Y precisamente porque nosotros sí recordamos la fealdad estética y moral de un pasado de prejuicios nos espanta más estar viendo cómo él círculo moral ahora vuelve a estrecharse, en las fronteras tajantes entre los nuestros y los otros, las fronteras mentales que las novelas ayudaron a derribar y las fronteras físicas que vuelven a levantarse, con toda la virulencia del oscurantismo político y de la tecnología. En Gaza, en Ucrania, en El Salvador, en las minas infernales del Congo, en Afganistán, en las jaulas rodeadas de caimanes de Florida, a las personas se las atormenta y se las elimina mejor si no se sabe o no se quiere imaginar que son seres humanos.
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