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Cuando de adolescente le preguntaban por su futuro, Dario Ferrari (Viareggio, 43 años) contestaba que quería ser un mesías. No porque tuviese ambiciones desmedidas, sino porque era una forma eficaz de zanjar la conversación y no tener que contestar con la verdad: que no tenía idea. Hoy, considera que es genial que un chaval recién salido del bachillerato pase por las mismas dudas. “Cuando mis estudiantes me dicen que no saben qué hacer con sus vidas, me parece estupendo. Es una excelente situación de partida, porque les permite abrirse a las posibilidades”, dice el escritor y profesor de instituto. Libros del Asteroide acaba de publicar en España su novela Se acabó el recreo (con traducción de Carlos Gumpert), que en Italia se convirtió en un auténtico fenómeno editorial.
La incertidumbre es el punto de partida de esta sátira que tiene como protagonista a Marcello, un hombre de 30 años que no ha sido capaz de tomar ni una sola decisión importante en su vida. El joven se repite como un mantra que tiene tiempo de sobra para “estar completo” (haciendo alusión a la célebre frase de Italo Calvino, “a veces uno se cree incompleto y es solamente joven”). La realidad es que es un procrastinador profesional, que tarda más de una década en licenciarse en Letras. Cuando el tiempo empieza a echársele encima, y su padre a presionarle para que se quede con el bar familiar, gana una beca para un doctorado en la universidad.
Se acabó el recreo empieza como una crítica punzante a un mundo académico que es despiadado con los intrusos que, como Marcello, no juegan según las reglas. Un mundo que Ferrari conoce bien, ya que él también, como su protagonista, cursó tres años de doctorado en la Universidad de Pisa. “Para mí estuvo claro desde el principio que no me iba a quedar en ese mundo. No hice nada para lograrlo y nadie me cogió particular cariño como para apadrinarme. Pero fue un divorcio de mutuo acuerdo, nadie sufrió”, asegura el escritor.
Aun así, esos tres años estudiando la filosofía francesa postestructuralista fueron bien aprovechados. “Como nadie tenía muchas esperanzas en mi trabajo, me dejaron viajar mucho. Pasé una temporada en Estados Unidos y en París, sin que nadie me exigiera nada”. Las historias y conversaciones que experimentó en su etapa de doctorando fueron una de las principales inspiraciones para la novela, aunque Ferrari nunca quiso centrar su historia en esta faceta.
Su punto de partida era, de hecho, el terrorismo italiano de los años setenta. La necesidad de investigar esa década oscura de la historia italiana, que culminó con el asesinato del ex primer ministro Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas, dio origen a la trama paralela de Se acabó el recreo. “Como profesor de historia, me doy cuenta de que cuando llegamos en clase a los años de plomo hay algo que no logro transmitir a mis estudiantes”, explica. “No entendía cómo era posible que del deseo de liberarse, de superar la explotación, se terminara con sangre derramada en las calles”.
“Me pregunté si realmente tenía derecho a escribir una novela histórica sobre este periodo. No soy experto, ni testigo, ni historiador. Así que decidí que esa historia la contara Marcello, alguien que tampoco lo entiende del todo, y que tiene herramientas aún más limitadas que las mías”. A la hora de elegir un tema para la tesis, el profesor Sacrosanti —cuyo nombre no deja dudas sobre el poder que ostenta en la facultad— le encarga que investigue sobre un tal Tito Stella, un joven escritor-terrorista prácticamente desconocido que murió en la cárcel. El personaje, surgido de la imaginación de Ferrari, se mueve en la periferia de la lucha armada, lejos de las grandes ciudades como Roma o Milán donde usualmente operaban los grupos terroristas.
Generaciones enfrentadas
Cuando Marcello empieza a rebuscar entre las cartas de Tito Stella, el contraste entre las dos generaciones se hace evidente. Y aunque las diferencias pesan más de las similitudes, los dos personajes, separados por cincuenta años de historia, comparten la desilusión por el futuro. A Tito se lo arrebató el terrorismo y la cárcel. A Marcello y sus compañeros de universidad, las luchas de poder y la precariedad aplastante del mundo académico. “Estoy convencido de que Italia no es un país para jóvenes. Existe una actitud muy clara hacia ellos: se les dice que deben quedarse en su sitio y esperar, con la esperanza de que algún día ocurra algo. Pero este algo, para muchos, no llega nunca”, reconoce Ferrari.
Cuando el libro se publicó en Italia, Ferrari estaba preparado para recibir las críticas de los dos mundos. Llegaron más por parte del mundo académico, decidido a descifrar quién era el profesor de la universidad de Pisa en el cual se había inspirado para dibujar el personaje de Sacrosanti. “Sobre el terrorismo no he recibido críticas, ni de la derecha ni de la izquierda. No sé si eso es algo bueno o malo”, ironiza. Probablemente, reconoce, el tono desenfadado de la novela y haber situado la historia lejos de los principales escenarios le ayudaron a evitar críticas de quienes hicieron política en aquellos años.
Dos años después, Ferrari aún no ha resuelto el problema de cómo hablar con sus estudiantes del terrorismo. Y no es porque no se interesen por la historia. “Les resulta fácil entender por qué alguien estaba dispuesto a morir en el siglo XIX por tener una constitución, o para combatir el fascismo. Pero no logran entender cómo, hace 50 años, alguien podía llegar a matar a otra persona de la nada por la convicción casi alucinada de que había una guerra civil en curso”, explica. Reconoce también que es un problema generalizado.
— ¿Se puede hablar de herida abierta en Italia?
— Me parece más bien que decidimos reprimirlo. Quisimos cerrar rápidamente esa experiencia. Y eso es algo que en Italia hacemos con cierta frecuencia. Incluso con el fascismo. Nos contamos que fue solo un paréntesis, un desvío temporal que podemos fingir que no ocurrió. Pero fueron 20 años de historia que seguimos arrastrando.
Dario Ferrari explora con mucho humor los mecanismos de poder en la universidad y la memoria incómoda del terrorismo de los años setenta en ‘Se acabó el recreo’
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Cuando de adolescente le preguntaban por su futuro, Dario Ferrari (Viareggio, 43 años) contestaba que quería ser un mesías. No porque tuviese ambiciones desmedidas, sino porque era una forma eficaz de zanjar la conversación y no tener que contestar con la verdad: que no tenía idea. Hoy, considera que es genial que un chaval recién salido del bachillerato pase por las mismas dudas. “Cuando mis estudiantes me dicen que no saben qué hacer con sus vidas, me parece estupendo. Es una excelente situación de partida, porque les permite abrirse a las posibilidades”, dice el escritor y profesor de instituto. Libros del Asteroide acaba de publicar en España su novela Se acabó el recreo (con traducción de Carlos Gumpert), que en Italia se convirtió en un auténtico fenómeno editorial.
La incertidumbre es el punto de partida de esta sátira que tiene como protagonista a Marcello, un hombre de 30 años que no ha sido capaz de tomar ni una sola decisión importante en su vida. El joven se repite como un mantra que tiene tiempo de sobra para “estar completo” (haciendo alusión a la célebre frase de Italo Calvino, “a veces uno se cree incompleto y es solamente joven”). La realidad es que es un procrastinador profesional, que tarda más de una década en licenciarse en Letras. Cuando el tiempo empieza a echársele encima, y su padre a presionarle para que se quede con el bar familiar, gana una beca para un doctorado en la universidad.

Se acabó el recreo empieza como una crítica punzante a un mundo académico que es despiadado con los intrusos que, como Marcello, no juegan según las reglas. Un mundo que Ferrari conoce bien, ya que él también, como su protagonista, cursó tres años de doctorado en la Universidad de Pisa. “Para mí estuvo claro desde el principio que no me iba a quedar en ese mundo. No hice nada para lograrlo y nadie me cogió particular cariño como para apadrinarme. Pero fue un divorcio de mutuo acuerdo, nadie sufrió”, asegura el escritor.
Aun así, esos tres años estudiando la filosofía francesa postestructuralista fueron bien aprovechados. “Como nadie tenía muchas esperanzas en mi trabajo, me dejaron viajar mucho. Pasé una temporada en Estados Unidos y en París, sin que nadie me exigiera nada”. Las historias y conversaciones que experimentó en su etapa de doctorando fueron una de las principales inspiraciones para la novela, aunque Ferrari nunca quiso centrar su historia en esta faceta.
Su punto de partida era, de hecho, el terrorismo italiano de los años setenta. La necesidad de investigar esa década oscura de la historia italiana, que culminó con el asesinato del ex primer ministro Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas, dio origen a la trama paralela de Se acabó el recreo. “Como profesor de historia, me doy cuenta de que cuando llegamos en clase a los años de plomo hay algo que no logro transmitir a mis estudiantes”, explica. “No entendía cómo era posible que del deseo de liberarse, de superar la explotación, se terminara con sangre derramada en las calles”.
“Me pregunté si realmente tenía derecho a escribir una novela histórica sobre este periodo. No soy experto, ni testigo, ni historiador. Así que decidí que esa historia la contara Marcello, alguien que tampoco lo entiende del todo, y que tiene herramientas aún más limitadas que las mías”. A la hora de elegir un tema para la tesis, el profesor Sacrosanti —cuyo nombre no deja dudas sobre el poder que ostenta en la facultad— le encarga que investigue sobre un tal Tito Stella, un joven escritor-terrorista prácticamente desconocido que murió en la cárcel. El personaje, surgido de la imaginación de Ferrari, se mueve en la periferia de la lucha armada, lejos de las grandes ciudades como Roma o Milán donde usualmente operaban los grupos terroristas.
Generaciones enfrentadas
Cuando Marcello empieza a rebuscar entre las cartas de Tito Stella, el contraste entre las dos generaciones se hace evidente. Y aunque las diferencias pesan más de las similitudes, los dos personajes, separados por cincuenta años de historia, comparten la desilusión por el futuro. A Tito se lo arrebató el terrorismo y la cárcel. A Marcello y sus compañeros de universidad, las luchas de poder y la precariedad aplastante del mundo académico. “Estoy convencido de que Italia no es un país para jóvenes. Existe una actitud muy clara hacia ellos: se les dice que deben quedarse en su sitio y esperar, con la esperanza de que algún día ocurra algo. Pero este algo, para muchos, no llega nunca”, reconoce Ferrari.
Cuando el libro se publicó en Italia, Ferrari estaba preparado para recibir las críticas de los dos mundos. Llegaron más por parte del mundo académico, decidido a descifrar quién era el profesor de la universidad de Pisa en el cual se había inspirado para dibujar el personaje de Sacrosanti. “Sobre el terrorismo no he recibido críticas, ni de la derecha ni de la izquierda. No sé si eso es algo bueno o malo”, ironiza. Probablemente, reconoce, el tono desenfadado de la novela y haber situado la historia lejos de los principales escenarios le ayudaron a evitar críticas de quienes hicieron política en aquellos años.

Dos años después, Ferrari aún no ha resuelto el problema de cómo hablar con sus estudiantes del terrorismo. Y no es porque no se interesen por la historia. “Les resulta fácil entender por qué alguien estaba dispuesto a morir en el siglo XIX por tener una constitución, o para combatir el fascismo. Pero no logran entender cómo, hace 50 años, alguien podía llegar a matar a otra persona de la nada por la convicción casi alucinada de que había una guerra civil en curso”, explica. Reconoce también que es un problema generalizado.
— ¿Se puede hablar de herida abierta en Italia?
— Me parece más bien que decidimos reprimirlo. Quisimos cerrar rápidamente esa experiencia. Y eso es algo que en Italia hacemos con cierta frecuencia. Incluso con el fascismo. Nos contamos que fue solo un paréntesis, un desvío temporal que podemos fingir que no ocurrió. Pero fueron 20 años de historia que seguimos arrastrando.
EL PAÍS