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  Libros  Venecia, a pesar de todo: libros para entender cómo sobrevive la ciudad más enigmática del mundo
Libros

Venecia, a pesar de todo: libros para entender cómo sobrevive la ciudad más enigmática del mundo

julio 5, 2025
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Venecia tiene algo imposible y no es fácil escribir sobre ella, va más allá de las palabras, pero algunos libros lo han conseguido. “Creo que los sortilegios de Venecia son difíciles de definir, o captar: se padecen, se sucumbe a ellos sin ni siquiera ser consciente. Es un sentimiento de irrealidad, próximo al mundo de los fantasmas o de los sueños, lo que crea los encantamientos, los mitos, las mil seducciones de Venecia”, escribió el gran historiador del Mediterráneo, Fernand Braudel, enamorado de la ciudad, en su ensayo Venise (Flammarion, 1984). Se entra en un estado de desorientación, tanto literal, en el laberinto de calles, como psicológico, por estar en un mundo extraño, que no se parece otro. Quizá por eso la fascinación de Venecia permanece intacta, a pesar de todo y de que cuando se habla de ella suele ser por algo malo. Puede pasarle por encima la boda de Jeff Bezos y Lauren Sánchez, como acaba de ocurrir, pero la ciudad sobrevive a eso y más. A la masificación turística, a la subida del nivel del mar, a la despoblación. Y sin embargo, es inalterable esa alegría infantil de volver a verla, solo superada por la envidia de la emoción que sentirán quienes la ven por primera vez. Qué cosa increíble, de cuento, es llegar a Venecia en tren.

“Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 y yo a 32”, son las primeras líneas de Marca de agua (Siruela), el maravilloso librito de Joseph Brodsky sobre Venecia, que describe su llegada a la estación, gélida y desolada, como un náufrago, en diciembre de 1972. Se leen escritas a máquina en la copia del manuscrito, varios metros de papel, que Robert Morgan desenrolla sobre la mesa de su casa, en el barrio veneciano de Dorsoduro. Morgan, pintor neoyorquino de 82 años, es a quien está dedicado el libro, amigo de Brodsky, compañero de confidencias. Sigue viviendo en Venecia, desde 1973, y no se cansa de pintar sus rincones en cuadros luminosos, porque la ciudad tampoco se acaba nunca. Brodsky, uno de los grandes poetas rusos, premio Nobel en 1987, exiliado en Estados Unidos, viajaba cada año a la ciudad flotante, siempre en invierno, y vivía allí unas semanas. Es significativo que, siendo poeta, escribiera de Venecia en prosa, como si la poesía en este lugar ya fuera superflua, fuera de lugar. Tiene páginas memorables que adentran en el misterio de la ciudad, sin intentar resolverlo mínimamente.

“Salía de casa por la mañana y no volvía hasta muy tarde, por no tener que subir las escaleras, porque estaba mal del corazón y le costaba mucho”, recuerda Morgan. Así que Brodsky se pasaba el día en la calle, paseando, en bares y cafés, escribiendo siempre. “Bebía café negro, grappa, fumaba mucho. Estaba mal de salud, pero él era así. No tenía miedo a nada, era amable con todo el mundo”. En un pasaje del libro, describe como en medio de la luz de Venecia su taza de café “es el único punto negro en un radio de muchas millas”. Brodsky murió con 55 años, en 1996, y está enterrado en la isla de San Michele.

A Brodsky le gustaba el nombre del viejo hospital de la ribera de Zattere, los Incurables (título del libro en Italia, Fondamenta degli Incurabili, que le sugirió Morgan), y así se sentía él, un incurable. “A veces venía a casa a dormir una siesta. Este retrato se lo hice en una de esas ocasiones”, dice Morgan señalando a uno de los cuadros de su estudio, el único retrato del poeta, en el que aparece recostado, perdido en alguna ensoñación.

Robert Morgan y Joseph Brodsky, en Venecia en 1986.

Morgan explica que Brodsky siempre tuvo un perfil bajo, casi nadie en la ciudad sabía quién era, pocos reconocían su obra, y él también detestaba a los intelectuales comunistas locales, pues venía de donde venía, había sido encarcelado, torturado y expulsado de la URSS. “Cuando vino a Venecia con Susan Sontag, a quien todos conocían y buscaban, ella se lo llevaba a donde la invitaban”, recuerda.

¿Qué ciudad era Venecia en los setenta? “Ah, todo costaba mucho menos, era muy genuina. En las calles había tiendas normales, carnicerías, panaderías. Recuerdo que me encargaron una máscara para un regalo y no la encontré, no se vendían, me la tuvo que hacer un amigo”. Para él, como para mucha gente, uno de los libros que mejor sirve como introducción a la ciudad es Venecia, de Jan Morris. Otro ya clásico es Guía sentimental de Venecia (Confluencias), de Diego Valeri, y los libros de Alberto Toso Fei, que indagan en los misterios de la ciudad, como uno en el que ha contabilizado los 6.000 grafitis e inscripciones de sus muros, I graffiti di Venezia (Lineadacqua), escrito con la historiadora Desi Marangon. En cuanto a la ficción, el comisario Brunetti de las novelas Donna Leon lleva más de 30 años recorriendo los canales resolviendo enigmas, aunque ella se fue de allí en 2020 harta de los turistas.

Adrián J. Sáez, profesor de literatura española en la universidad Ca’ Foscari y estudioso de Cervantes y el Siglo de Oro español, vive en Venecia desde hace siete años y ama la ciudad, que en realidad, dice, es como un pueblo. “Es como una aldea tipo Astérix y Obélix, vas andando a todas partes, conoces a todo el mundo, los niños juegan en la calle. Aquí he recuperado una dimensión humana que no he tenido en otros lugares”, explica. Señala algo que en pocas ciudades es tan cierto como aquí, sobre todo para los muchos vecinos extranjeros: “Vivir en Venecia se elige, es una elección”. Se convierte en un acto de resistencia, también en el campo cultural. Por ejemplo, en dos buenas librerías de Dorsoduro, La Toletta, fundada en 1933 y que también edita libros, y Marco Polo. O la editorial local Wetlands, cuyo objetivo declarado es “liberar Venecia del papel de víctima de la monocultura turística, revelando la vitalidad de una ciudad creativa”. Las portadas de sus libros están fabricadas con algas de la laguna y tienen títulos curiosos con ángulos distintos, como Venezia africana, sobre la presencia africana en la ciudad (empezando por Otelo, o todos esos sirvientes que se ven en el monumental Cena en casa de Levi, de Veronese, en la Academia).

Para leer sobre Venecia, Sáez recomienda Venecia es un pez, (Minúscula) de Tiziano Scarpa. Y de autores españoles, apunta dos: La isla inaudita, de Eduardo Mendoza, y El puente de los asesinos, de la serie del capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte, que “tiene detrás una investigación histórica potente”. Sobre su especialidad, el Siglo de Oro, Sáez dice que Venecia en esos años tenía la peor fama posible, de gente inmoral, mercantes astutos y gobernantes poco de fiar (pactó con los turcos al año siguiente de la batalla de Lepanto).

No sabemos, cuenta Sáez, si Cervantes, que habla de Venecia como la ciudad más bella del mundo, llegó a pisarla, porque dice que solo la supera Tenochtitlan y en México seguro que no estuvo. Y lo mismo pasa con Quevedo, que en cambio habla fatal de Venecia (para él era “la ramera de Europa”). Aunque, señala Sáez, su primer biógrafo asegura que participó en la fracasada conjura española de 1618 para tomar la ciudad y tuvo que huir disfrazado de mendigo. La conspiración, por cierto, inspiró a Simone Weil una obra de teatro, Venecia salvada (Trotta), porque veía en el episodio el choque decisivo entre la fuerza bruta y la belleza. Venecia, en su apogeo, era poderosa, rica y temida. Y luego en su decadencia, a partir del siglo XVIII, era la ciudad más divertida, refinada y hedonista de Europa, con un carnaval permanente.

Vista casi cenital de la Piazzeta de San Marcos de Venecia desde el 'campanile', en una imagen de 2020, junto al Gran Canal.

Hoy el impacto de los turistas es abrumador, aunque solo sea por lo perturbador que es ver a todo el mundo cenar a las cinco de la tarde. Ya no tiene el mismo encanto de Locuras de verano (1955), la película de David Lean en la que Katherine Hepburn es una turista americana en los años cincuenta, alojada en la pensión Fiorini. Pero cae la noche y hay rincones lúgubres donde parece que la soledad se ha quedado a vivir, es casi una presencia, y tú no deberías estar ahí. En la terraza de Gleb Smirnov, escritor ruso que lleva más de treinta años en la ciudad, se ve el crepúsculo sobre los tejados y las cúpulas orientales de San Marcos. Escribe de teología, filosofía y cultura, es otro de esos extranjeros que ha elegido Venecia. “El extranjero la ama con un amor más puro, como una amante. El veneciano en realidad no la ha elegido, es un amor distinto, como el que se tiene a una madre, que es más complejo”. Cree que el problema de escribir de Venecia es que te impone sus temas. En ese sentido, cree que una de las mejores novelas, opinión de muchos otros, es Los papeles de Aspern, de Henry James, “donde no sucede nada, pero es muy densa filosóficamente”. También adora La cita, un cuento de Edgar Alan Poe, que en realidad nunca estuvo en Venecia. Es una pirueta más de la ensoñación de Venecia, dice Smirnov: se podría hacer una antología de autores que han escrito sobre la ciudad sin haber estado en ella, porque solo lo que se imagina de ella, con su potencia evocadora, es material suficiente. Como se ve, por ejemplo, con Proust en En busca del tiempo perdido. Smirnov, por su parte, espera que esa idea que a veces se hacen los turistas, de que Venecia no vale la pena, se expanda por el mundo: “Se lo lees en la cara a muchos, cansados y descontentos, que están pensado: ¿qué hago yo aquí? Venecia no da los placeres del hombre contemporáneo”.

El escritor francés Lucien D’Azay, que llegó con 27 años en 1994, cree que Venecia hay que manejarla con cuidado, porque es un lugar ambiguo, peligroso. “Sobre todo para quien no está bien. Tiene esa melancolía típica de las islas. Yo he llegado a verla como una reserva india”, reflexiona. Apunta que se bebe mucho, hay mucha droga, algo de lo que no se habla, y también muchos suicidios, de lo que se habla todavía menos. “Porque muchos son en hoteles”, señala. Aunque recuerda que en 2003 un bailarín se lanzó desde el mismísimo campanile de San Marcos, haciendo el salto del ángel, gritando: “¡No me entendéis!”. Esa morbosidad veneciana, que está en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, o de decadencia final de una de las más bellas novelas de Hemingway, Al otro lado del río y entre los árboles, también es real.

D’Azay opina que, junto al aire internacional, la urbe anfibia es muy provinciana, con muchos cotilleos, y que es casi como vivir en el campo: “No hay coches, vives entre el agua y el viento. Cuando hay agua alta y se levantan fuertes vientos, como un huracán, te sientes como en una balsa en medio del mar”. Cree que los mejores se van y los demás pasan la vida girando sobre sí mismos. “Desde mi ventana oigo las conversaciones de los gondoleros y son las mismas desde hace 30 años. La ciudad no evoluciona, ha alcanzado una perfección insuperable, y sus habitantes están atrapados en ella”.

Sobre los que se van, es inevitable pensar en dos clásicos de dos de los más grandes aventureros a contracorriente, el Milione de Marco Polo, y la Historia de mi vida (Atalanta), las memorias de Casanova. Y se puede añadir Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, en donde Marco Polo describe ciudades fantásticas al Gran Kan. Otro gran viajero es el Corto Maltés, legendario personaje de cómic del veneciano Hugo Pratt. En la ciudad transcurre Fábula de Venecia, pero también el inicio de Corto Maltés en Siberia, en una corte, o patio, que existe realmente, frente al enigmático Palazzo Tetta, y que en el libro es una entrada secreta a otros mundos. Antes se podía acceder a él, pero han puesto una puerta y no se pasa ni a otro mundo ni a ningún sitio. Al lado hay, de todos modos, otra buena librería, Acqua Alta, que tiene dentro una góndola llena de libros.

A la hora de escribir, a D’Azay le parece que Venecia impone mucho respeto y crea dificultades: “Escribí una novela ambientada en Venecia y la ciudad devoraba todo, eclipsaba los personajes, tuve que cambiarla a Verona”. Por fin, después de muchos años, se sintió legitimado para escribir sobre la ciudad. Ha publicado un Dictionnaire insolite de Venise (Cosmopole, 2012) y una serie de retratos de mujeres imaginarias de Venecia, Vénitiennes au peigne fin (Les Belles Lettres, 2024). Parte de la dificultad de escribir de la ciudad es que está cubierta de estereotipos, por eso opina que funcionan mejor las novelas que crean una atmósfera. Cita El placer del viajero, de Ian McEwan (en Anagrama), donde ni siquiera se aclara que transcurre en Venecia, pero se deduce. Como crónica viajera, recomienda Venecias (Península), de Paul Morand.

La fascinación por la ciudad también hace milagros y saca lo mejor de la humanidad. El amor a Venecia mueve a muchas fundaciones que hay por el mundo dedicadas a salvarla y preservar su infinito patrimonio. El 4 de noviembre de 1966, una marea extraordinaria de casi dos metros de altura inundó Venecia, las imágenes dieron la vuelta al mundo y la UNESCO hizo una llamada internacional de ayuda. Un exembajador británico en Roma, Sir Ashley Clarke (también enterrado en San Michele), empezó a llamar a amigos y conocidos de la sociedad londinense. Organizaron un fondo, encabezados por el historiador John Julius Norwich (su Historia de Venecia es una de las más amenas que pueden leerse), que fue el germen de la fundación Venice in Peril Fund (Fondo Venecia en Peligro). Desde entonces ha financiado más de 100 proyectos de restauración en la ciudad. “En Inglaterra siempre ha habido un gran amor por Italia, tenía la tradición del Grand Tour, y lo más bonito de Venice in Peril es que hay un lazo muy emocional, afectivo, con la ciudad. Cuando hablo con nuestros donantes muchas veces se han casado en Venecia, o fue el primer viaje que hicieron de jóvenes”, cuenta al teléfono, desde Londres, Lavinia Filippi, directora de la fundación. Este año, por ejemplo, han restaurado, entre otras cosas, un cuadro de Bellini de la Academia o uno de los globos terráqueos de Vincenzo Coronelli, cartógrafo del siglo XVII, de la Biblioteca Marciana.

Luego llegaron más fundaciones, que están reunidas en el Asociación de Comités Privados Internacionales. Ya son 26 de 11 países y se reúnen una vez al año en una asamblea, que debe de ser magnífica de ver, donde las principales instituciones culturales de la ciudad ―los museos venecianos, la Academia, la Curia, la Fenice…― presentan su lista de urgencias. Cuadros, esculturas, edificios enteros, papiros, objetos que necesitan ayuda. Cada asociación elige una y se encarga de ella. “Van desde marionetas del museo Goldoni a la gran restauración del museo de Ca’ d’Oro o de la huerta-jardín del convento del Redentor en la Giudecca”, explica la presidenta de la asociación, Paola Marini, historiadora del arte y exdirectora de la Galería de la Academia, en su despacho del palazzo Soranzo Cappello. En total, desde 1966 se han emprendido más de mil proyectos, por valor de más de 300 millones. “Y hay que tener en cuenta que también ya hay cosas que restauramos hace 50 años y hay que volver a restaurar. Estamos en la vanguardia de la restauración porque las condiciones de Venecia son realmente particulares”. Marini es optimista, cree que Venecia está viva y es un hervidero de iniciativas donde se mueven muchas cosas, pero echa en falta una fuerte coordinación pública. “Es como si todas las energías se hubiera agotado tras la construcción del Mosé [el sistema de compuertas que protege la ciudad de las mareas altas], pero no solo es cuestión de dinero, sino de imaginación”.

Como Venecia produce todo tipo de sensaciones, en el extremo opuesto está incluso la aversión. Fue célebre la provocación de Marinetti en 1910 en uno de los manifiestos futuristas, Contro Venezia passatista, impreso en 800.000 panfletos que arrojaron sobre la ciudad, que representaba todo lo que odiaban: “Repudiamos la Venecia de los extranjeros, mercado de anticuarios falsificados, imán de esnobismo e imbecilidad universales…”. Tremendo. También hicieron un mitin futurista contra los venecianos, llamándoles de todo, en La Fenice y salieron a tortas. Más en nuestro tiempo, el filósofo francés Regis Debray publicó Contra Venecia en 1995, diciendo que ya solo era una ciudad de postal para turistas, y que prefería mil veces Nápoles. Uno, desde luego, puede quejarse mucho, pero como decía Jan Morris, al final de un día en Venecia “paga, no discutas, súbete a una góndola y vete a la laguna a contemplar su mágica silueta hundiéndose en el atardecer, porque, después de mil años, sigue siendo una de las vistas supremas de la civilización”.

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 Venecia tiene algo imposible y no es fácil escribir sobre ella, va más allá de las palabras, pero algunos libros lo han conseguido. “Creo que los sortilegios de Venecia son difíciles de definir, o captar: se padecen, se sucumbe a ellos sin ni siquiera ser consciente. Es un sentimiento de irrealidad, próximo al mundo de los fantasmas o de los sueños, lo que crea los encantamientos, los mitos, las mil seducciones de Venecia”, escribió el gran historiador del Mediterráneo, Fernand Braudel, enamorado de la ciudad, en su ensayo Venise (Flammarion, 1984). Se entra en un estado de desorientación, tanto literal, en el laberinto de calles, como psicológico, por estar en un mundo extraño, que no se parece otro. Quizá por eso la fascinación de Venecia permanece intacta, a pesar de todo y de que cuando se habla de ella suele ser por algo malo. Puede pasarle por encima la boda de Jeff Bezos y Lauren Sánchez, como acaba de ocurrir, pero la ciudad sobrevive a eso y más. A la masificación turística, a la subida del nivel del mar, a la despoblación. Y sin embargo, es inalterable esa alegría infantil de volver a verla, solo superada por la envidia de la emoción que sentirán quienes la ven por primera vez. Qué cosa increíble, de cuento, es llegar a Venecia en tren.“Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 y yo a 32”, son las primeras líneas de Marca de agua (Siruela), el maravilloso librito de Joseph Brodsky sobre Venecia, que describe su llegada a la estación, gélida y desolada, como un náufrago, en diciembre de 1972. Se leen escritas a máquina en la copia del manuscrito, varios metros de papel, que Robert Morgan desenrolla sobre la mesa de su casa, en el barrio veneciano de Dorsoduro. Morgan, pintor neoyorquino de 82 años, es a quien está dedicado el libro, amigo de Brodsky, compañero de confidencias. Sigue viviendo en Venecia, desde 1973, y no se cansa de pintar sus rincones en cuadros luminosos, porque la ciudad tampoco se acaba nunca. Brodsky, uno de los grandes poetas rusos, premio Nobel en 1987, exiliado en Estados Unidos, viajaba cada año a la ciudad flotante, siempre en invierno, y vivía allí unas semanas. Es significativo que, siendo poeta, escribiera de Venecia en prosa, como si la poesía en este lugar ya fuera superflua, fuera de lugar. Tiene páginas memorables que adentran en el misterio de la ciudad, sin intentar resolverlo mínimamente.“Salía de casa por la mañana y no volvía hasta muy tarde, por no tener que subir las escaleras, porque estaba mal del corazón y le costaba mucho”, recuerda Morgan. Así que Brodsky se pasaba el día en la calle, paseando, en bares y cafés, escribiendo siempre. “Bebía café negro, grappa, fumaba mucho. Estaba mal de salud, pero él era así. No tenía miedo a nada, era amable con todo el mundo”. En un pasaje del libro, describe como en medio de la luz de Venecia su taza de café “es el único punto negro en un radio de muchas millas”. Brodsky murió con 55 años, en 1996, y está enterrado en la isla de San Michele. A Brodsky le gustaba el nombre del viejo hospital de la ribera de Zattere, los Incurables (título del libro en Italia, Fondamenta degli Incurabili, que le sugirió Morgan), y así se sentía él, un incurable. “A veces venía a casa a dormir una siesta. Este retrato se lo hice en una de esas ocasiones”, dice Morgan señalando a uno de los cuadros de su estudio, el único retrato del poeta, en el que aparece recostado, perdido en alguna ensoñación.Morgan explica que Brodsky siempre tuvo un perfil bajo, casi nadie en la ciudad sabía quién era, pocos reconocían su obra, y él también detestaba a los intelectuales comunistas locales, pues venía de donde venía, había sido encarcelado, torturado y expulsado de la URSS. “Cuando vino a Venecia con Susan Sontag, a quien todos conocían y buscaban, ella se lo llevaba a donde la invitaban”, recuerda.¿Qué ciudad era Venecia en los setenta? “Ah, todo costaba mucho menos, era muy genuina. En las calles había tiendas normales, carnicerías, panaderías. Recuerdo que me encargaron una máscara para un regalo y no la encontré, no se vendían, me la tuvo que hacer un amigo”. Para él, como para mucha gente, uno de los libros que mejor sirve como introducción a la ciudad es Venecia, de Jan Morris. Otro ya clásico es Guía sentimental de Venecia (Confluencias), de Diego Valeri, y los libros de Alberto Toso Fei, que indagan en los misterios de la ciudad, como uno en el que ha contabilizado los 6.000 grafitis e inscripciones de sus muros, I graffiti di Venezia (Lineadacqua), escrito con la historiadora Desi Marangon. En cuanto a la ficción, el comisario Brunetti de las novelas Donna Leon lleva más de 30 años recorriendo los canales resolviendo enigmas, aunque ella se fue de allí en 2020 harta de los turistas.Adrián J. Sáez, profesor de literatura española en la universidad Ca’ Foscari y estudioso de Cervantes y el Siglo de Oro español, vive en Venecia desde hace siete años y ama la ciudad, que en realidad, dice, es como un pueblo. “Es como una aldea tipo Astérix y Obélix, vas andando a todas partes, conoces a todo el mundo, los niños juegan en la calle. Aquí he recuperado una dimensión humana que no he tenido en otros lugares”, explica. Señala algo que en pocas ciudades es tan cierto como aquí, sobre todo para los muchos vecinos extranjeros: “Vivir en Venecia se elige, es una elección”. Se convierte en un acto de resistencia, también en el campo cultural. Por ejemplo, en dos buenas librerías de Dorsoduro, La Toletta, fundada en 1933 y que también edita libros, y Marco Polo. O la editorial local Wetlands, cuyo objetivo declarado es “liberar Venecia del papel de víctima de la monocultura turística, revelando la vitalidad de una ciudad creativa”. Las portadas de sus libros están fabricadas con algas de la laguna y tienen títulos curiosos con ángulos distintos, como Venezia africana, sobre la presencia africana en la ciudad (empezando por Otelo, o todos esos sirvientes que se ven en el monumental Cena en casa de Levi, de Veronese, en la Academia). Para leer sobre Venecia, Sáez recomienda Venecia es un pez, (Minúscula) de Tiziano Scarpa. Y de autores españoles, apunta dos: La isla inaudita, de Eduardo Mendoza, y El puente de los asesinos, de la serie del capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte, que “tiene detrás una investigación histórica potente”. Sobre su especialidad, el Siglo de Oro, Sáez dice que Venecia en esos años tenía la peor fama posible, de gente inmoral, mercantes astutos y gobernantes poco de fiar (pactó con los turcos al año siguiente de la batalla de Lepanto). No sabemos, cuenta Sáez, si Cervantes, que habla de Venecia como la ciudad más bella del mundo, llegó a pisarla, porque dice que solo la supera Tenochtitlan y en México seguro que no estuvo. Y lo mismo pasa con Quevedo, que en cambio habla fatal de Venecia (para él era “la ramera de Europa”). Aunque, señala Sáez, su primer biógrafo asegura que participó en la fracasada conjura española de 1618 para tomar la ciudad y tuvo que huir disfrazado de mendigo. La conspiración, por cierto, inspiró a Simone Weil una obra de teatro, Venecia salvada (Trotta), porque veía en el episodio el choque decisivo entre la fuerza bruta y la belleza. Venecia, en su apogeo, era poderosa, rica y temida. Y luego en su decadencia, a partir del siglo XVIII, era la ciudad más divertida, refinada y hedonista de Europa, con un carnaval permanente.Hoy el impacto de los turistas es abrumador, aunque solo sea por lo perturbador que es ver a todo el mundo cenar a las cinco de la tarde. Ya no tiene el mismo encanto de Locuras de verano (1955), la película de David Lean en la que Katherine Hepburn es una turista americana en los años cincuenta, alojada en la pensión Fiorini. Pero cae la noche y hay rincones lúgubres donde parece que la soledad se ha quedado a vivir, es casi una presencia, y tú no deberías estar ahí. En la terraza de Gleb Smirnov, escritor ruso que lleva más de treinta años en la ciudad, se ve el crepúsculo sobre los tejados y las cúpulas orientales de San Marcos. Escribe de teología, filosofía y cultura, es otro de esos extranjeros que ha elegido Venecia. “El extranjero la ama con un amor más puro, como una amante. El veneciano en realidad no la ha elegido, es un amor distinto, como el que se tiene a una madre, que es más complejo”. Cree que el problema de escribir de Venecia es que te impone sus temas. En ese sentido, cree que una de las mejores novelas, opinión de muchos otros, es Los papeles de Aspern, de Henry James, “donde no sucede nada, pero es muy densa filosóficamente”. También adora La cita, un cuento de Edgar Alan Poe, que en realidad nunca estuvo en Venecia. Es una pirueta más de la ensoñación de Venecia, dice Smirnov: se podría hacer una antología de autores que han escrito sobre la ciudad sin haber estado en ella, porque solo lo que se imagina de ella, con su potencia evocadora, es material suficiente. Como se ve, por ejemplo, con Proust en En busca del tiempo perdido. Smirnov, por su parte, espera que esa idea que a veces se hacen los turistas, de que Venecia no vale la pena, se expanda por el mundo: “Se lo lees en la cara a muchos, cansados y descontentos, que están pensado: ¿qué hago yo aquí? Venecia no da los placeres del hombre contemporáneo”.El escritor francés Lucien D’Azay, que llegó con 27 años en 1994, cree que Venecia hay que manejarla con cuidado, porque es un lugar ambiguo, peligroso. “Sobre todo para quien no está bien. Tiene esa melancolía típica de las islas. Yo he llegado a verla como una reserva india”, reflexiona. Apunta que se bebe mucho, hay mucha droga, algo de lo que no se habla, y también muchos suicidios, de lo que se habla todavía menos. “Porque muchos son en hoteles”, señala. Aunque recuerda que en 2003 un bailarín se lanzó desde el mismísimo campanile de San Marcos, haciendo el salto del ángel, gritando: “¡No me entendéis!”. Esa morbosidad veneciana, que está en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, o de decadencia final de una de las más bellas novelas de Hemingway, Al otro lado del río y entre los árboles, también es real.D’Azay opina que, junto al aire internacional, la urbe anfibia es muy provinciana, con muchos cotilleos, y que es casi como vivir en el campo: “No hay coches, vives entre el agua y el viento. Cuando hay agua alta y se levantan fuertes vientos, como un huracán, te sientes como en una balsa en medio del mar”. Cree que los mejores se van y los demás pasan la vida girando sobre sí mismos. “Desde mi ventana oigo las conversaciones de los gondoleros y son las mismas desde hace 30 años. La ciudad no evoluciona, ha alcanzado una perfección insuperable, y sus habitantes están atrapados en ella”. Sobre los que se van, es inevitable pensar en dos clásicos de dos de los más grandes aventureros a contracorriente, el Milione de Marco Polo, y la Historia de mi vida (Atalanta), las memorias de Casanova. Y se puede añadir Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, en donde Marco Polo describe ciudades fantásticas al Gran Kan. Otro gran viajero es el Corto Maltés, legendario personaje de cómic del veneciano Hugo Pratt. En la ciudad transcurre Fábula de Venecia, pero también el inicio de Corto Maltés en Siberia, en una corte, o patio, que existe realmente, frente al enigmático Palazzo Tetta, y que en el libro es una entrada secreta a otros mundos. Antes se podía acceder a él, pero han puesto una puerta y no se pasa ni a otro mundo ni a ningún sitio. Al lado hay, de todos modos, otra buena librería, Acqua Alta, que tiene dentro una góndola llena de libros. A la hora de escribir, a D’Azay le parece que Venecia impone mucho respeto y crea dificultades: “Escribí una novela ambientada en Venecia y la ciudad devoraba todo, eclipsaba los personajes, tuve que cambiarla a Verona”. Por fin, después de muchos años, se sintió legitimado para escribir sobre la ciudad. Ha publicado un Dictionnaire insolite de Venise (Cosmopole, 2012) y una serie de retratos de mujeres imaginarias de Venecia, Vénitiennes au peigne fin (Les Belles Lettres, 2024). Parte de la dificultad de escribir de la ciudad es que está cubierta de estereotipos, por eso opina que funcionan mejor las novelas que crean una atmósfera. Cita El placer del viajero, de Ian McEwan (en Anagrama), donde ni siquiera se aclara que transcurre en Venecia, pero se deduce. Como crónica viajera, recomienda Venecias (Península), de Paul Morand. La fascinación por la ciudad también hace milagros y saca lo mejor de la humanidad. El amor a Venecia mueve a muchas fundaciones que hay por el mundo dedicadas a salvarla y preservar su infinito patrimonio. El 4 de noviembre de 1966, una marea extraordinaria de casi dos metros de altura inundó Venecia, las imágenes dieron la vuelta al mundo y la UNESCO hizo una llamada internacional de ayuda. Un exembajador británico en Roma, Sir Ashley Clarke (también enterrado en San Michele), empezó a llamar a amigos y conocidos de la sociedad londinense. Organizaron un fondo, encabezados por el historiador John Julius Norwich (su Historia de Venecia es una de las más amenas que pueden leerse), que fue el germen de la fundación Venice in Peril Fund (Fondo Venecia en Peligro). Desde entonces ha financiado más de 100 proyectos de restauración en la ciudad. “En Inglaterra siempre ha habido un gran amor por Italia, tenía la tradición del Grand Tour, y lo más bonito de Venice in Peril es que hay un lazo muy emocional, afectivo, con la ciudad. Cuando hablo con nuestros donantes muchas veces se han casado en Venecia, o fue el primer viaje que hicieron de jóvenes”, cuenta al teléfono, desde Londres, Lavinia Filippi, directora de la fundación. Este año, por ejemplo, han restaurado, entre otras cosas, un cuadro de Bellini de la Academia o uno de los globos terráqueos de Vincenzo Coronelli, cartógrafo del siglo XVII, de la Biblioteca Marciana.Luego llegaron más fundaciones, que están reunidas en el Asociación de Comités Privados Internacionales. Ya son 26 de 11 países y se reúnen una vez al año en una asamblea, que debe de ser magnífica de ver, donde las principales instituciones culturales de la ciudad ―los museos venecianos, la Academia, la Curia, la Fenice…― presentan su lista de urgencias. Cuadros, esculturas, edificios enteros, papiros, objetos que necesitan ayuda. Cada asociación elige una y se encarga de ella. “Van desde marionetas del museo Goldoni a la gran restauración del museo de Ca’ d’Oro o de la huerta-jardín del convento del Redentor en la Giudecca”, explica la presidenta de la asociación, Paola Marini, historiadora del arte y exdirectora de la Galería de la Academia, en su despacho del palazzo Soranzo Cappello. En total, desde 1966 se han emprendido más de mil proyectos, por valor de más de 300 millones. “Y hay que tener en cuenta que también ya hay cosas que restauramos hace 50 años y hay que volver a restaurar. Estamos en la vanguardia de la restauración porque las condiciones de Venecia son realmente particulares”. Marini es optimista, cree que Venecia está viva y es un hervidero de iniciativas donde se mueven muchas cosas, pero echa en falta una fuerte coordinación pública. “Es como si todas las energías se hubiera agotado tras la construcción del Mosé [el sistema de compuertas que protege la ciudad de las mareas altas], pero no solo es cuestión de dinero, sino de imaginación”.Como Venecia produce todo tipo de sensaciones, en el extremo opuesto está incluso la aversión. Fue célebre la provocación de Marinetti en 1910 en uno de los manifiestos futuristas, Contro Venezia passatista, impreso en 800.000 panfletos que arrojaron sobre la ciudad, que representaba todo lo que odiaban: “Repudiamos la Venecia de los extranjeros, mercado de anticuarios falsificados, imán de esnobismo e imbecilidad universales…”. Tremendo. También hicieron un mitin futurista contra los venecianos, llamándoles de todo, en La Fenice y salieron a tortas. Más en nuestro tiempo, el filósofo francés Regis Debray publicó Contra Venecia en 1995, diciendo que ya solo era una ciudad de postal para turistas, y que prefería mil veces Nápoles. Uno, desde luego, puede quejarse mucho, pero como decía Jan Morris, al final de un día en Venecia “paga, no discutas, súbete a una góndola y vete a la laguna a contemplar su mágica silueta hundiéndose en el atardecer, porque, después de mil años, sigue siendo una de las vistas supremas de la civilización”. Seguir leyendo  

Venecia tiene algo imposible y no es fácil escribir sobre ella, va más allá de las palabras, pero algunos libros lo han conseguido. “Creo que los sortilegios de Venecia son difíciles de definir, o captar: se padecen, se sucumbe a ellos sin ni siquiera ser consciente. Es un sentimiento de irrealidad, próximo al mundo de los fantasmas o de los sueños, lo que crea los encantamientos, los mitos, las mil seducciones de Venecia”, escribió el gran historiador del Mediterráneo, Fernand Braudel, enamorado de la ciudad, en su ensayo Venise (Flammarion, 1984). Se entra en un estado de desorientación, tanto literal, en el laberinto de calles, como psicológico, por estar en un mundo extraño, que no se parece otro. Quizá por eso la fascinación de Venecia permanece intacta, a pesar de todo y de que cuando se habla de ella suele ser por algo malo. Puede pasarle por encima la boda de Jeff Bezos y Lauren Sánchez, como acaba de ocurrir, pero la ciudad sobrevive a eso y más. A la masificación turística, a la subida del nivel del mar, a la despoblación. Y sin embargo, es inalterable esa alegría infantil de volver a verla, solo superada por la envidia de la emoción que sentirán quienes la ven por primera vez. Qué cosa increíble, de cuento, es llegar a Venecia en tren.

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“Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 y yo a 32”, son las primeras líneas de Marca de agua (Siruela), el maravilloso librito de Joseph Brodsky sobre Venecia, que describe su llegada a la estación, gélida y desolada, como un náufrago, en diciembre de 1972. Se leen escritas a máquina en la copia del manuscrito, varios metros de papel, que Robert Morgan desenrolla sobre la mesa de su casa, en el barrio veneciano de Dorsoduro. Morgan, pintor neoyorquino de 82 años, es a quien está dedicado el libro, amigo de Brodsky, compañero de confidencias. Sigue viviendo en Venecia, desde 1973, y no se cansa de pintar sus rincones en cuadros luminosos, porque la ciudad tampoco se acaba nunca. Brodsky, uno de los grandes poetas rusos, premio Nobel en 1987, exiliado en Estados Unidos, viajaba cada año a la ciudad flotante, siempre en invierno, y vivía allí unas semanas. Es significativo que, siendo poeta, escribiera de Venecia en prosa, como si la poesía en este lugar ya fuera superflua, fuera de lugar. Tiene páginas memorables que adentran en el misterio de la ciudad, sin intentar resolverlo mínimamente.

“Salía de casa por la mañana y no volvía hasta muy tarde, por no tener que subir las escaleras, porque estaba mal del corazón y le costaba mucho”, recuerda Morgan. Así que Brodsky se pasaba el día en la calle, paseando, en bares y cafés, escribiendo siempre. “Bebía café negro, grappa, fumaba mucho. Estaba mal de salud, pero él era así. No tenía miedo a nada, era amable con todo el mundo”. En un pasaje del libro, describe como en medio de la luz de Venecia su taza de café “es el único punto negro en un radio de muchas millas”. Brodsky murió con 55 años, en 1996, y está enterrado en la isla de San Michele.

A Brodsky le gustaba el nombre del viejo hospital de la ribera de Zattere, los Incurables (título del libro en Italia, Fondamenta degli Incurabili, que le sugirió Morgan), y así se sentía él, un incurable. “A veces venía a casa a dormir una siesta. Este retrato se lo hice en una de esas ocasiones”, dice Morgan señalando a uno de los cuadros de su estudio, el único retrato del poeta, en el que aparece recostado, perdido en alguna ensoñación.

Robert Morgan y Joseph Brodsky, en Venecia en 1986.
Robert Morgan y Joseph Brodsky, en Venecia en 1986.Daniel Deitch

Morgan explica que Brodsky siempre tuvo un perfil bajo, casi nadie en la ciudad sabía quién era, pocos reconocían su obra, y él también detestaba a los intelectuales comunistas locales, pues venía de donde venía, había sido encarcelado, torturado y expulsado de la URSS. “Cuando vino a Venecia con Susan Sontag, a quien todos conocían y buscaban, ella se lo llevaba a donde la invitaban”, recuerda.

¿Qué ciudad era Venecia en los setenta? “Ah, todo costaba mucho menos, era muy genuina. En las calles había tiendas normales, carnicerías, panaderías. Recuerdo que me encargaron una máscara para un regalo y no la encontré, no se vendían, me la tuvo que hacer un amigo”. Para él, como para mucha gente, uno de los libros que mejor sirve como introducción a la ciudad es Venecia, de Jan Morris. Otro ya clásico es Guía sentimental de Venecia (Confluencias), de Diego Valeri, y los libros de Alberto Toso Fei, que indagan en los misterios de la ciudad, como uno en el que ha contabilizado los 6.000 grafitis e inscripciones de sus muros, I graffiti di Venezia (Lineadacqua), escrito con la historiadora Desi Marangon. En cuanto a la ficción, el comisario Brunetti de las novelas Donna Leon lleva más de 30 años recorriendo los canales resolviendo enigmas, aunque ella se fue de allí en 2020 harta de los turistas.

Adrián J. Sáez, profesor de literatura española en la universidad Ca’ Foscari y estudioso de Cervantes y el Siglo de Oro español, vive en Venecia desde hace siete años y ama la ciudad, que en realidad, dice, es como un pueblo. “Es como una aldea tipo Astérix y Obélix, vas andando a todas partes, conoces a todo el mundo, los niños juegan en la calle. Aquí he recuperado una dimensión humana que no he tenido en otros lugares”, explica. Señala algo que en pocas ciudades es tan cierto como aquí, sobre todo para los muchos vecinos extranjeros: “Vivir en Venecia se elige, es una elección”. Se convierte en un acto de resistencia, también en el campo cultural. Por ejemplo, en dos buenas librerías de Dorsoduro, La Toletta, fundada en 1933 y que también edita libros, y Marco Polo. O la editorial local Wetlands, cuyo objetivo declarado es “liberar Venecia del papel de víctima de la monocultura turística, revelando la vitalidad de una ciudad creativa”. Las portadas de sus libros están fabricadas con algas de la laguna y tienen títulos curiosos con ángulos distintos, como Venezia africana, sobre la presencia africana en la ciudad (empezando por Otelo, o todos esos sirvientes que se ven en el monumental Cena en casa de Levi, de Veronese, en la Academia).

Para leer sobre Venecia, Sáez recomienda Venecia es un pez, (Minúscula) de Tiziano Scarpa. Y de autores españoles, apunta dos: La isla inaudita, de Eduardo Mendoza, y El puente de los asesinos, de la serie del capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte, que “tiene detrás una investigación histórica potente”. Sobre su especialidad, el Siglo de Oro, Sáez dice que Venecia en esos años tenía la peor fama posible, de gente inmoral, mercantes astutos y gobernantes poco de fiar (pactó con los turcos al año siguiente de la batalla de Lepanto).

No sabemos, cuenta Sáez, si Cervantes, que habla de Venecia como la ciudad más bella del mundo, llegó a pisarla, porque dice que solo la supera Tenochtitlan y en México seguro que no estuvo. Y lo mismo pasa con Quevedo, que en cambio habla fatal de Venecia (para él era “la ramera de Europa”). Aunque, señala Sáez, su primer biógrafo asegura que participó en la fracasada conjura española de 1618 para tomar la ciudad y tuvo que huir disfrazado de mendigo. La conspiración, por cierto, inspiró a Simone Weil una obra de teatro, Venecia salvada (Trotta), porque veía en el episodio el choque decisivo entre la fuerza bruta y la belleza. Venecia, en su apogeo, era poderosa, rica y temida. Y luego en su decadencia, a partir del siglo XVIII, era la ciudad más divertida, refinada y hedonista de Europa, con un carnaval permanente.

Vista casi cenital de la Piazzeta de San Marcos de Venecia desde el 'campanile', en una imagen de 2020, junto al Gran Canal.
Vista casi cenital de la Piazzeta de San Marcos de Venecia desde el ‘campanile’, en una imagen de 2020, junto al Gran Canal.Martin Parr (Magnum Photos / Contacto)

Hoy el impacto de los turistas es abrumador, aunque solo sea por lo perturbador que es ver a todo el mundo cenar a las cinco de la tarde. Ya no tiene el mismo encanto de Locuras de verano (1955), la película de David Lean en la que Katherine Hepburn es una turista americana en los años cincuenta, alojada en la pensión Fiorini. Pero cae la noche y hay rincones lúgubres donde parece que la soledad se ha quedado a vivir, es casi una presencia, y tú no deberías estar ahí. En la terraza de Gleb Smirnov, escritor ruso que lleva más de treinta años en la ciudad, se ve el crepúsculo sobre los tejados y las cúpulas orientales de San Marcos. Escribe de teología, filosofía y cultura, es otro de esos extranjeros que ha elegido Venecia. “El extranjero la ama con un amor más puro, como una amante. El veneciano en realidad no la ha elegido, es un amor distinto, como el que se tiene a una madre, que es más complejo”. Cree que el problema de escribir de Venecia es que te impone sus temas. En ese sentido, cree que una de las mejores novelas, opinión de muchos otros, es Los papeles de Aspern, de Henry James, “donde no sucede nada, pero es muy densa filosóficamente”. También adora La cita, un cuento de Edgar Alan Poe, que en realidad nunca estuvo en Venecia. Es una pirueta más de la ensoñación de Venecia, dice Smirnov: se podría hacer una antología de autores que han escrito sobre la ciudad sin haber estado en ella, porque solo lo que se imagina de ella, con su potencia evocadora, es material suficiente. Como se ve, por ejemplo, con Proust en En busca del tiempo perdido. Smirnov, por su parte, espera que esa idea que a veces se hacen los turistas, de que Venecia no vale la pena, se expanda por el mundo: “Se lo lees en la cara a muchos, cansados y descontentos, que están pensado: ¿qué hago yo aquí? Venecia no da los placeres del hombre contemporáneo”.

El escritor francés Lucien D’Azay, que llegó con 27 años en 1994, cree que Venecia hay que manejarla con cuidado, porque es un lugar ambiguo, peligroso. “Sobre todo para quien no está bien. Tiene esa melancolía típica de las islas. Yo he llegado a verla como una reserva india”, reflexiona. Apunta que se bebe mucho, hay mucha droga, algo de lo que no se habla, y también muchos suicidios, de lo que se habla todavía menos. “Porque muchos son en hoteles”, señala. Aunque recuerda que en 2003 un bailarín se lanzó desde el mismísimo campanile de San Marcos, haciendo el salto del ángel, gritando: “¡No me entendéis!”. Esa morbosidad veneciana, que está en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, o de decadencia final de una de las más bellas novelas de Hemingway, Al otro lado del río y entre los árboles,también es real.

D’Azay opina que, junto al aire internacional, la urbe anfibia es muy provinciana, con muchos cotilleos, y que es casi como vivir en el campo: “No hay coches, vives entre el agua y el viento. Cuando hay agua alta y se levantan fuertes vientos, como un huracán, te sientes como en una balsa en medio del mar”. Cree que los mejores se van y los demás pasan la vida girando sobre sí mismos. “Desde mi ventana oigo las conversaciones de los gondoleros y son las mismas desde hace 30 años. La ciudad no evoluciona, ha alcanzado una perfección insuperable, y sus habitantes están atrapados en ella”.

Sobre los que se van, es inevitable pensar en dos clásicos de dos de los más grandes aventureros a contracorriente, el Milione de Marco Polo, y la Historia de mi vida (Atalanta), las memorias de Casanova. Y se puede añadir Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, en donde Marco Polo describe ciudades fantásticas al Gran Kan. Otro gran viajero es el Corto Maltés, legendario personaje de cómic del veneciano Hugo Pratt. En la ciudad transcurre Fábula de Venecia, pero también el inicio de Corto Maltés en Siberia, en una corte, o patio, que existe realmente, frente al enigmático Palazzo Tetta, y que en el libro es una entrada secreta a otros mundos. Antes se podía acceder a él, pero han puesto una puerta y no se pasa ni a otro mundo ni a ningún sitio. Al lado hay, de todos modos, otra buena librería, Acqua Alta, que tiene dentro una góndola llena de libros.

A la hora de escribir, a D’Azay le parece que Venecia impone mucho respeto y crea dificultades: “Escribí una novela ambientada en Venecia y la ciudad devoraba todo, eclipsaba los personajes, tuve que cambiarla a Verona”. Por fin, después de muchos años, se sintió legitimado para escribir sobre la ciudad. Ha publicado un Dictionnaire insolite de Venise (Cosmopole, 2012) y una serie de retratos de mujeres imaginarias de Venecia, Vénitiennes au peigne fin(Les Belles Lettres, 2024). Parte de la dificultad de escribir de la ciudad es que está cubierta de estereotipos, por eso opina que funcionan mejor las novelas que crean una atmósfera. Cita El placer del viajero, de Ian McEwan (en Anagrama), donde ni siquiera se aclara que transcurre en Venecia, pero se deduce. Como crónica viajera, recomienda Venecias (Península), de Paul Morand.

La fascinación por la ciudad también hace milagros y saca lo mejor de la humanidad. El amor a Venecia mueve a muchas fundaciones que hay por el mundo dedicadas a salvarla y preservar su infinito patrimonio. El 4 de noviembre de 1966, una marea extraordinaria de casi dos metros de altura inundó Venecia, las imágenes dieron la vuelta al mundo y la UNESCO hizo una llamada internacional de ayuda. Un exembajador británico en Roma, Sir Ashley Clarke (también enterrado en San Michele), empezó a llamar a amigos y conocidos de la sociedad londinense. Organizaron un fondo, encabezados por el historiador John Julius Norwich (su Historia de Venecia es una de las más amenas que pueden leerse), que fue el germen de la fundación Venice in Peril Fund (Fondo Venecia en Peligro). Desde entonces ha financiado más de 100 proyectos de restauración en la ciudad. “En Inglaterra siempre ha habido un gran amor por Italia, tenía la tradición del Grand Tour, y lo más bonito de Venice in Peril es que hay un lazo muy emocional, afectivo, con la ciudad. Cuando hablo con nuestros donantes muchas veces se han casado en Venecia, o fue el primer viaje que hicieron de jóvenes”, cuenta al teléfono, desde Londres, Lavinia Filippi, directora de la fundación. Este año, por ejemplo, han restaurado, entre otras cosas, un cuadro de Bellini de la Academia o uno de los globos terráqueos de Vincenzo Coronelli, cartógrafo del siglo XVII, de la Biblioteca Marciana.

Luego llegaron más fundaciones, que están reunidas en el Asociación de Comités Privados Internacionales. Ya son 26 de 11 países y se reúnen una vez al año en una asamblea, que debe de ser magnífica de ver, donde las principales instituciones culturales de la ciudad ―los museos venecianos, la Academia, la Curia, la Fenice…― presentan su lista de urgencias. Cuadros, esculturas, edificios enteros, papiros, objetos que necesitan ayuda. Cada asociación elige una y se encarga de ella. “Van desde marionetas del museo Goldoni a la gran restauración del museo de Ca’ d’Oro o de la huerta-jardín del convento del Redentor en la Giudecca”, explica la presidenta de la asociación, Paola Marini, historiadora del arte y exdirectora de la Galería de la Academia, en su despacho del palazzo Soranzo Cappello. En total, desde 1966 se han emprendido más de mil proyectos, por valor de más de 300 millones. “Y hay que tener en cuenta que también ya hay cosas que restauramos hace 50 años y hay que volver a restaurar. Estamos en la vanguardia de la restauración porque las condiciones de Venecia son realmente particulares”. Marini es optimista, cree que Venecia está viva y es un hervidero de iniciativas donde se mueven muchas cosas, pero echa en falta una fuerte coordinación pública. “Es como si todas las energías se hubiera agotado tras la construcción del Mosé [el sistema de compuertas que protege la ciudad de las mareas altas], pero no solo es cuestión de dinero, sino de imaginación”.

Como Venecia produce todo tipo de sensaciones, en el extremo opuesto está incluso la aversión. Fue célebre la provocación de Marinetti en 1910 en uno de los manifiestos futuristas, Contro Venezia passatista, impreso en 800.000 panfletos que arrojaron sobre la ciudad, que representaba todo lo que odiaban: “Repudiamos la Venecia de los extranjeros, mercado de anticuarios falsificados, imán de esnobismo e imbecilidad universales…”. Tremendo. También hicieron un mitin futurista contra los venecianos, llamándoles de todo, en La Fenice y salieron a tortas. Más en nuestro tiempo, el filósofo francés Regis Debray publicó Contra Venecia en 1995, diciendo que ya solo era una ciudad de postal para turistas, y que prefería mil veces Nápoles. Uno, desde luego, puede quejarse mucho, pero como decía Jan Morris, al final de un día en Venecia “paga, no discutas, súbete a una góndola y vete a la laguna a contemplar su mágica silueta hundiéndose en el atardecer, porque, después de mil años, sigue siendo una de las vistas supremas de la civilización”.

Lista de lecturas

Marca de agua
Joseph Brodsky
Traducción de Menchu Gutiérrez
Siruela, 2025
112 páginas. 16,95 euros

Venecia
Jan Morris
Traducción de Concha Cardeñoso
Gallo Nero, 2022
432 páginas. 24 euros

Venecia es un pez. Una guía
Tiziano Scarpa
Traducción de Celia Filipetto
Minúscula, 2007
112 páginas. 12 euros

Guía sentimental de Venecia
Diego Valeri
Introducción, edición y traducción de Juan José Delgado Gelabert 
Confluencias, 2022
176 páginas. 14,90 euros

La isla inaudita
Eduardo Mendoza
Seix Barral, 2001
288 páginas. 18 euros

El puente de los Asesinos (Las aventuras del capitán Alatriste 7)
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara, 2011
368 páginas. 19,85 euros

Poemas / Venecia salvada
Simone Weil
Traducción, introducción y notas de Adela Muñoz Fernández
Trotta, 2006
128 páginas. 13 euros

Historia de mi vida
Giacomo Casanova
Prólogo de Félix de Azúa
Traducción y notas de Mauro Armiño
Atalanta, 2020
3.648 páginas. 145 euros

El placer del viajero
Ian McEwan
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Anagrama, 2020
164 páginas. 10,90 euros

 EL PAÍS

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